miércoles, 10 de julio de 2013

Denis Marklen (4)




El principio de realidad

Escrito por: Denis Merklen


Cuando le faltaban apenas 15 días para cumplir sus 80 años murió Robert Castel, el pasado martes en su domicilio parisino. Se fue uno de los principales observadores de fines del siglo xx, no sin dejarnos algunos de los más sólidos puntos de apoyo para entrar al xxi.
Comencé a trabajar con él en 1996 cuando llegué a París a realizar un doctorado bajo su dirección. ¡Qué suerte y qué privilegio el mío de caer así en aquellas manos! Trabajamos juntos sin interrupción hasta la semana pasada. Sabíamos que quedaba poco tiempo y buscábamos terminar un libro que quedará inconcluso e inédito. El título hubiera sido “Las políticas del individuo” y se lo habíamos prometido a Pierre Rosanvallon para la editorial Le Seuil. El proyecto nació junto a Marc Bessin cuando llevábamos adelante un seminario sobre individuo y protección social en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales.
A Castel no le gustaba mucho hablar de sí, pero a lo largo de los años fue soltando su vida, detalle sobre detalle, a medida que la amistad se consolidaba. Había nacido en el seno de una familia humilde en Saint-Pierre-Quilbignon el 27 de marzo de 1933, una comuna rural del finisterre bretón cercana a la ciudad de Brest. Su madre murió de cáncer cuando él tenía 10 años y dos años más tarde se suicidó su padre. Así atravesó la infancia en plena Guerra Mundial este hijo del mundo obrero.

SOCIOLOGÍA DEL CONTROL -  En un artículo que escribió para la revista Esprit hace pocos años, contó cómo un profesor de matemáticas tan severo como perspicaz le cambió la vida cuando lo alentó a salir de la formación técnica que lo predestinaba a convertirse en obrero. “Usted tiene pasta para otra cosa, Castel”, le dijo. Ganó una beca para cursar el liceo. En 1959 logró la “agregation” y devino profesor de filosofía bajo la tutela de Eric Weil, un importante filósofo de la época. Hacia 1966-67 conoció en el comedor de la Universidad de Lille a otro joven asistente, Pierre Bourdieu, de quien sería amigo hasta el final. Cansado de los “conceptos eternos” se acercó a la sociología, que estudió en la Sorbona con Raymond Aron. Fue luego fundador de la Universidad de Vincennes (hoy París 8) e integró en 1990 la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales.
Hasta principios de los años ochenta trabajó sobre el psicoanálisis y la psiquiatría, convirtiéndose en uno de los primeros sociólogos en abordar el tratamiento social de la locura. Escribió junto a Michel Foucault, sobre el cual tuvo una influencia mayor y de quien adoptó la perspectiva de la genealogía, convencido de que “el presente no es enteramente contemporáneo”. Cuando en 1980 le acercó a Foucault el manuscrito de La gestión de los riesgos (1981), el gran filósofo del poder consideró que el texto de Castel ponía fin a su célebre Vigilar y castigar (1975). Castel anticipaba que los modos de control social y de ejercicio del poder no se harían ya de modo presencial y a través de la vigilancia directa sino por medio de estadísticas y de la definición de “poblaciones en riesgo”. Lo descubrió observando un dispositivo de política social sobre la infancia en riesgo, y es seguramente por ello que tanta aversión le provocaba el modo descuidado e irresponsable con el que muchos sociólogos ceden hoy a temas de moda como el “sentimiento de inseguridad”.

LA NUEVA CUESTIÓN SOCIAL. Cuando lo conocí Castel acababa de publicar Las metamorfosis de la cuestión social (1995), una obra monumental que muchos consideran como el libro más importante de sociología de los últimos años. Le llevó diez años de minuciosa investigación, buscando entender lo que él consideraba como una “gran transformación” que probablemente cambiaría la morfología de las sociedades occidentales y que amenaza con liquidar la larga construcción que en Europa había dado respuesta a las contradicciones del mundo del trabajo. Puedo imaginarlo hoy como tantas veces lo vi, tan preciso como paciente, lento e infatigable redactando aquellas 490 páginas de letra infantil con su birome Bic, página tras página, doblado sobre el cigarrillo como única compañía. Así remontó el tiempo hasta que pudo afirmar con un tono apenas provocador: “La cuestión social empieza en 1349”.{restrict } La peste liquidó entonces las bases sociales de la Edad Media cuando centenas de miles de antiguos campesinos y artesanos perdieron su lugar en la sociedad y comenzaron a errar como vagabundos. Se anuda allí la contradicción fundamental que organiza el presente. El mundo social se divide esencialmente entre quienes son considerados ineptos para el trabajo (inválidos, niños, viejos, enfermos, deficientes de todo tipo) y los otros. Mientras que los primeros son eximidos de la carga laboral y pueden esperar los socorros de la asistencia pública, los aptos para trabajar deberán conquistar un lugar en el mundo por medio del empleo y no tendrán derecho a la asistencia. Ese gran integrador que es el trabajo produce así efectos paradójicos toda vez que la coyuntura económica impide trabajar a todos aquellos que disponen enteramente de sus fuerzas: la figura del desempleado es terrible porque la sociedad no tiene lugar para quien, siendo apto, no trabaja. Se entiende también el principio fundamental que atraviesa nuestras sociedades así estructuradas: sólo el trabajo permite la integración social, pero no siempre el trabajo produce integración pues para que el trabajo sea fuente de seguridad y de dignidad, éste debe estar rodeado de protecciones, atravesado por el derecho y regulado. Sólo bajo esas condiciones se vuelve empleo y da lugar a “cierta independencia social”, de lo contrario el trabajo conduce a la sumisión, a la pobreza y a la indignidad. El corazón de la cuestión social no se encuentra en las tasas de desempleo ni se resuelve con sólo disminuirlas; más bien gira en torno a aquellas fuerzas que vuelven al trabajo precario, ilegal, inestable, incierto, intermitente.
Robert Castel produjo una sociología gobernada por un sólido principio de realidad que se imponía a sí mismo con un rigor y una disciplina que no dejaban lugar a la más mínima fantasía. De allí proviene la fuerza que le permitió enfrentar tantos cantos de sirena a la vez, serenamente armado de su lapicera y de su voz calma. Así enfrentó en los años setenta a quienes fantaseaban con el potencial liberador de la locura. Así enfrentó en los años noventa a quienes soñaban con “el fin del trabajo”. No hay escapatoria al trabajo en el seno de nuestra civilización, pero el trabajo sin protección social no es sino opresión. Castel era demasiado inteligente como para olvidar lo que aprendió de niño: el mundo social es áspero y despiadado. Castel era suficientemente independiente como para entusiasmarse con quienes toman sus deseos por realidades. Así lo vimos durante años escuchar impasible las críticas de quienes lo consideraban anticuado o pesimista. Con una modestia tal vez única, tan paciente como certero, se limitaba a repetir algunas de las preguntas que orientaron su reflexión: ¿cómo sería una sociedad que no estructure el trabajo?, ¿qué ocurre cuando el empleo se desregula y se desprotege al trabajador? Pero también señalaba con la misma insistencia el brutal costo social que pagan todos aquellos que, generalmente contra su voluntad, se ven apartados del mundo del trabajo.

De: Brecha Digital

 
R. Castel



Denis Merklen (3)





Merklen, Denis. Pobres ciudadanos. Las clases populares en la era democrática (Argentina, 1983-2003), 1ª ed, Buenos Aires, Gorla, 2005, 224 p, 21x15 cm, ISBN 987-22081-1-5


Merklen analiza la problemática de las clases populares en la era democrática desde una mirada englobadora. Su enfoque no está acotado a ningún aspecto específico sino que en su lugar propone una interrelación de factores y dimensiones en su análisis para entender la nueva situación social de estos sectores.
El libro retoma una serie de escritos del autor que parten de su tesis doctoral bajo la dirección de Robert Castel. Como marcamos el objeto de estudio de Merklen aparece amplio pero allí radica en cierto sentido su riqueza. El autor logra articular en su tesis numerosas perspectivas y enfoques de investigación que en los últimos años tomaron a las clases populares y las transformaciones económico sociales generadas a partir del neoliberalismo.
En este sentido, una línea de abordaje la establecieron los estudios sobre el clientelismo político. Auyero (1997, 2001), Soprano (2003), Zaremberg (2004), entre otros, se sumergieron en el tema del clientelismo y de las representaciones sociales que se desprenden de estas formas de relación social a partir de trabajos etnográficos en barrios marginales con militantes sociales peronistas.
Otra línea de trabajo se desarrolló a partir de los estudios sobre los movimientos sociales desde una perspectiva del cambio estructural. Esta línea explica que la crisis del Estado de Bienestar y el autoritarismo de la última dictadura militar generaron significativos cambios en las formas de expresión de la sociedad: de la movilización de masas a los nuevos movimientos sociales. (García Delgado, 1994)
Por otra parte, surgieron estudios que pusieron el énfasis en las transformaciones en los patrones de acción colectiva de los actores involucrados en la coyuntura de los años 90 hasta la actualidad (Svampa y Pereyra, 2003; Giarraca, 2001) y cómo influyeron las transformaciones económicas-sociales y la implementación de políticas sociales en el plano de constitución de identidades (Feijoó, 2001; Svampa, 2000; Masson, 2004; Vasilachis de Gialdino, 2003)
Desde otra mirada ligada a la ciencia política, surgieron investigaciones centradas en la crisis política, las formas de ciudadanía y las nuevas identidades políticas. En esta perspectiva los estudios de Novaro (2000) y Cheresky (2001) marcan que el proceso sociopolítico de los últimos años trajo aparejado un debilitamiento de las identidades partidarias y una dificultad de los partidos para integrar lo diverso en una voluntad política unificada basada en principios ideológicos o identidades diferenciadas.
Todos estos enfoques anteriormente señalados son los que Merklen retoma y articula en una descripción del mundo de las clases populares. Para lograr dicha articulación utiliza el concepto de politicidad. Lo atractivo de esta noción es que engloba el conjunto de prácticas de socialización y cultura política de los sujetos. La politicidad así definida es constitutiva de la identidad de los individuos. Discute a partir de allí las visiones que conciben la política como una dimensión autónoma de la vida social con la que los individuos entrarían en relación.
         De esta forma inicia el libro problematizando la poca importancia que, a su juicio, un número importante de intelectuales le otorgó a las transformaciones económicas de la Argentina, que debían por su dimensión desestabilizar la democracia. Lo que plantea el autor entonces es que la teoría política despertó en diciembre de 2001.
         Merklen destaca en este debate que los intelectuales en los años ochenta, influidos en parte por la crisis del marxismo y el estructuralismo, desplazaron su centro de interés de la lucha de clases, la teoría de la dependencia y la marginalidad por las nuevas preocupaciones centradas en la ciudadanía, la transición democrática y la producción de un orden. Lo que plantea el autor es que hay una idea de autonomización de la política de la sociedad.
         Dentro de esa forma de pensar, la representación política debía canalizarse a través de los partidos políticos y la acción política debía ser el voto. La política se autonomiza de la sociedad para ser conducida por la discusión argumentativa en las instituciones. El planteo central es que con esas herramientas intelectuales la ciencia política y la sociología no pudieron comprender por qué las clases populares no se acomodaban a las transformaciones de la sociedad pero sí al orden democrático.
         Emprende a partir de ese momento una crítica a la mirada institucionalista de la ciencia política la cual observaría en los movimientos sociales una revuelta de la sociedad, una expresión anómica, y no sería capaz de percibir lo “positivo” de la politicidad de los sectores populares. Este obstáculo epistemológico impide la comprensión de las nuevas formas de acción colectiva, concibe la política a partir de la institucionalización de los partidos políticos y de la democracia liberal en oposición a las manifestaciones populares que no se ajustan a los canales institucionales. Habría una “buena política” opuesta a las tradicionales movilizaciones de los trabajadores y el clientelismo.
         
       En el primer capítulo retoma la pregunta de ¿cómo fue posible que los sectores más castigados por las políticas neoliberales hayan apoyado a los gobiernos que realizaron dicho proyecto? Utiliza este interrogante para criticar otros argumentos que, según el autor, tienen el mismo problema que el anterior, es decir parten de la idea del carácter prepolítico de los sectores populares. Según estas explicaciones el voto a Menem estaría dado por la hiperinflación que habría sentado las bases de un régimen decisionista y, por otro lado, aparece la explicación de que el peronismo se sustentaría en el clientelismo que aseguraría su masa de votantes a cambio de favores. Lo que plantea Merklen es que poner todo el peso de la explicación del lado del carácter decisionista y del clientelismo es desconocer una vez más la producción política de los sectores populares durante el período democrático. Indudablemente, el complejo lazo de las clases populares con el peronismo forma parte de esa producción política, y es este movimiento el que ha comprendido mejor las transformaciones de la politicidad popular (al mismo tiempo que las orientaba y contribuía a su instalación). El peronismo reconstruye su lazo con las clases populares por medio del control del Estado posreformas. Y la clave de la relación de los sectores populares con el Estado se encuentra en el desdoblamiento de este último. Por una parte, representa la conducción centralizada de la economía y de la sociedad en la figura del gobierno nacional. Por la otra, se convierte en una estructura compleja y descentralizada en diversos gobiernos locales. Es a través del control de estas últimas estructuras territoriales que el peronismo recompone en parte su lazo con las clases populares, pues estas construyen sus mundos de vida en el seno de los diversos marcos locales.
Esta explicación le da pie a Merklen para desarrollar otra de sus hipótesis directrices. Una vez iniciado el proceso de desafiliación, los “perdedores” (clases populares) se refugian en lo local y reconstruyen su sociabilidad principalmente a través de lo que llama “inscripción territorial”. Es en el marco local que las clases populares organizan tanto su participación política como sus lazos de solidaridad.

         En el capítulo segundo continúa con la critica a la mirada institucionalista y afirma que desde hace más de veinte años, las clases populares argentinas elaboran nuevas formas de acción colectiva en respuesta a las profundas transformaciones que, desde lo alto de la sociedad, desestructuraron sus mundos de pertenencia.
El autor describe los nuevos repertorios de la acción colectiva a partir del neoliberalismo y explica el paso de una politicidad centrada en el mundo del trabajo a una politicidad centrada en la inscripción territorial. Destaca entonces que desde comienzos de los años ochenta, y en especial a partir de los noventa, se desarrollaron episodios de cooperación, movilización y protesta colectivas que encontraban su centro organizativo en el barrio. Esta figura de lo local se convirtió progresivamente en el principal componente de la inscripción social de una masa creciente de individuos y de familias que no pueden definir su status social ni organizar la reproducción de su vida cotidiana exclusivamente a partir de los frutos del trabajo. En este marco, una de las tesis centrales de este libro es que el proceso de “desafiliación” que alcanzó a esta parte importante de las clases populares compuesta mayoritariamente por hogares jóvenes encuentra un sustituto de reafiliación en la inscripción territorial.
Esta afirmación es retomada en el capítulo tercero donde el autor plantea la observación de la movilización popular a la luz de las transformaciones sufridas por el mundo del trabajo y de las reformas introducidas en el dominio estatal. Ellas se encuentran en el origen del cambio de la politicidad de las clases populares que ven así modificados sus repertorios de acción colectiva. La nueva relación con lo político y las nuevas modalidades de la acción se descentran hacia lo local (o el barrio), donde los más carenciados encuentran una fuente de “reafiliación”, modos de supervivencia, e incluso una base para la recomposición identitaria.

           En el capítulo cuarto el autor remarca la paradoja de que cada vez que se oye hablar de pobreza, menos escuchamos sobre las cuestiones societales y las relaciones de poder. Destaca que pensar la agenda en términos de lucha contra la pobreza tiene consecuencias directas: cuanto más se hace la guerra a la pobreza, más se fija nuestra mirada en los pobres, y menos se trabaja sobre las causas económicas que la generan.
Asimismo, relaciona la politicidad de las clases populares con la nueva forma de intervención del Estado a partir de las políticas sociales focalizadas y descentralizadas. Esta situación contribuyó a modificar el marco institucional de la acción política a escala local otorgando a los dirigentes barriales un poder de articulación con los dirigentes municipales. Por otro lado, al centrar la acción pública en la figura del pobre en detrimento de la del trabajador, contribuyeron a desactivar una manera tradicional de inscripción de las demandas ciudadanas por una de carácter territorial.

         En el quinto capítulo desarrolla la territorialización de las clases populares en América Latina desde una mirada más panorámica y señala que cuanto más masiva es la precariedad y más fallan las instituciones, más multiplican los habitantes sus pertenencias. En efecto, el territorio de los barrios se constituye a partir de la superposición de círculos de pertenencia: iglesias, bandas de jóvenes, redes de tráficos diversos, etc. El tema de cómo el barrio toma sentido en las clases populares es un punto central de la argumentación de Merklen.
         
         En el sexto capítulo describe como la irregularidad es la principal característica de la vida cotidiana por lo que las clases populares luchan por estabilizar su presente y anticipar lo más posible su futuro. Allí contrapone entonces lo que denomina “lógica del cazador” vs. “lógica del agricultor”. La primera marca la contingencia y la falta de soportes que estos sectores tienen en su vida diaria a diferencia de la segunda que da cuenta de la vida planificada y estructurada de los sectores medios. De esta forma, es importante marcar que el trabajo de Merklen constituye una muy interesante aproximación al problema de la politicidad de las clases populares puesto que, como marcamos anteriormente, acomete esta tarea desde una mirada multidimensional que da cuenta de la complejidad del fenómeno y de sus también múltiples aristas. Es igualmente interesante la perspectiva cualitativa en el trabajo de campo a la cual el autor recurre ya que esta le permite “acercarse” a la perspectiva de los sujetos en sus propios contextos de vida lo que le otorga una gran riqueza al trabajo. Rosana Guber (2001) se preguntaba: ¿para qué el trabajo de campo? Su respuesta apuntaba a que es allí donde modelos teóricos, políticos, culturales y sociales se confrontan inmediatamente con los actores. Sólo estando en el lugar es posible realizar el tránsito de la reflexividad del investigador-miembro de otra sociedad, a la reflexividad de los pobladores.
Como cierre y, luego de destacar el aporte de Merklen a la explicación de las consecuencias sociales del neoliberalismo, creemos que queda abierta la posibilidad de profundizar en esta línea la investigación en el período que se abre a partir del 2001 para dar cuenta de las reconfiguraciones económicas, políticas y sociales que se vienen produciendo desde ese momento.


Lic. Mauricio Schuttenberg





Pobres ciudadanos
Denis Merklen
Las clases populares en la era democrática
(Argentina 1983-2003)
Prefacio de Silvia Sigal
Editorial Gorla
(segunda edición)
(Buenos Aires)


Denis Merklen, nació en Montevideo, Uruguay en 1966. A raíz de la dictadura militar que se instaló en ese país entre 1973 y 1985, él y su familia escaparon y  llegaron a la Argentina y se instalaron en Ciudad Evita cuando él tenía 8 años.
Vivió también en UPCN, un modesto barrio de monoblocks construido por el sindicato homónimo, en un departamento de dos habitaciones y 50 metros cuadrados. También vivió en otros barrios de esa ciudad. En total, en Ciudad Evita, entre 1974 hasta 1994.

El autor de Pobres ciudadanos – Las clases populares en la era democrática (Argentina 1983-2003) es sociólogo y máster en investigación en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos  Aires. Durante diez años enseñó en la cátedra de Juan Carlos Portantiero y desde 1996 vive en Francia, donde realizó su doctorado con Robert Castel. Es maitre de conférences en la Universidad de París 7 e investigador en el Institut de Recherche Interdisciplinaire sur les Enjeux Sociaux de l´École des Hautes Études en Sciences Sociales de París (IRIS/EHESS). Ha publicado Asentamientos en La Matanza (1991), Policies to fight urban poverty (2001), Pobres Ciudadanos (1° ed.: 2005), Quartiers populaires, quartiers politiques (2009) y L´experience des situations limites (2009, con G. Bataillon).

Denis Merklen es hijo de dos maestros de escuela uruguayos que al llegar a la Argentina, escapando de la dictadura militar de su país natal, debieron cambiar de oficio. La madre se dedicó a ser ama de casa y el padre a diversos trabajos. El autor del libro también debió dedicarse a diferentes oficios, desde vender diarios, ser cocinero en un hotel lujoso, vendedor de Prode, fabricante de pulóveres, entre varios más. El acceso a la Universidad de Buenos Aires lo hizo conocer, además, del ambiente universitario, las diferentes fronteras sociales a través del viaje diario en colectivo, al atravesar la ciudad.

Hace cinco años, la primera edición de este importante y provocador libro de Denis Merklen conmovió los modos habituales en los que nuestras ciencias sociales venían pensando lo que Silvia Sigal, en su prefacio, llama "las consecuencias de los estragos" derivados de la hecatombe de la Argentina industrial, y, sobre ese telón de fondo, el nuevo repertorio de acciones colectivas y las nuevas formas de politicidad de los miembros de las clases populares del país. Contra la tendencia a separar el problema "sociológico" de la pobreza del problema "politicológico" de la ciudadanía, esta obra buscaba otros caminos para pensar las distintas formas de lucha por el reconocimiento y la integración de millones de individuos excluidos y (como decía Merklen con una categoría de Robert Castel) "desafiliados", y ofrecía un conjunto de claves para comprender los espectaculares hechos que habían sacudido la escena política nacional en los primeros dos o tres años del siglo.

Merklen, considera que por ejemplo en Francia, las instituciones son muy fuertes y los movimientos sociales débiles, si los comparamos con los argentinos, cuando habla de inscripción territorial.
“…La noción de inscripción territorial permite también captar la especificidad y las diferencias entre situaciones habitacionales corrientemente identificadas como “barrios”, “asentamientos”, “villas” y “monoblocks”, por ejemplo, que constituyen en realidad diferentes modos de inscripción social por el territorio…”.
También considera que la producción de ese territorio brinda cuatro puntos de apoyo: “…En primer lugar, es la base de una sociabilidad elemental y el soporte de una solidaridad inter paris que permite resistir en los momentos de crisis o paliar la condición de los más débiles al potenciar las capacidades familiares. En segundo lugar, el barrio se convierte en una base de apoyo para la salida de individuos hacia la ciudad y su proyección hacia la sociedad. Desde el barrio se sale a buscar trabajo, a ganarse la vida o a estudiar, y a él se llega en busca de reposo y de ayuda. En el barrio se encuentra con quién hablar, jugar al fútbol, cantar, bailar o rezar. El territorio se convierte así en una suerte de “capital social” (al modo en que lo piensa Bordieu), en un recurso para la acción individual. En tercer lugar, el barrio es también el sustento de la acción colectiva. En el barrio se articulan los movimientos sociales, revueltas, protestas, se construyen las sociedades de fomento, asociaciones de las más variadas, se encuentran los migrantes provenientes de un mismo lugar, se forman diversos grupos de música, iglesias de todo tipo, grupos y partidos políticos. Estas formas diversas de movilización refuerzan los lazos locales de cooperación y proyectan al grupo hacia el espacio público y el sistema político. Finalmente, a nivel de los barrios intervienen algunas de las instituciones que atañen a las clases populares. En el caso argentino los partidos políticos juegan un papel mayor. El barrio es también la acción que sobre él ejercen otros agentes, desde el exterior. La escuela, la policía, y los servicios urbanos constituyen las principales, junto a todo tipo de políticas sociales que, precisamente en el período que nos interesa, se orientaron hacia lo local…”.

Denis Merklen también narra, en el inicio del libro, cómo fue su experiencia
al acceder a la Universidad de Buenos Aires a fines de 1983 e inaugurar su vida universitaria junto al regreso de la democracia en 1984: “No es difícil imaginar (y menos aún recordar) que vivíamos entonces una verdadera primavera militante. Todo lo que habíamos callado o hablado en casa bajo los susurros del miedo podía decirse ahora en la plaza pública. La universidad se convirtió en el campo donde se libró una verdadera batalla política. Los intelectuales de izquierda que regresaban del exilio o del silencio vivían un combate por dejar atrás la revolución e instalar la democracia como horizonte de todos los posibles. Una buena parte de ellos adhirieron, de cerca o de lejos, a la consigna alfonsinista: “con la democracia se come, se cura y se educa”, que retraducían, más o menos, como “dentro de la democracia, todo; fuera de ella, nada”. Por haber enseñado desde muy temprano en la cátedra de Juan Carlos Portantiero quedé embebido de ese problema para siempre…”.

En un contexto social y político distinto, pero que no nos exige menos que el de hace un lustro los mayores esfuerzos de penetración intelectual, será sin duda un auxilio inestimable contar hoy con esta nueva edición, corregida, actualizada y enriquecida con un nuevo prólogo y un nuevo capítulo, de este libro notable.


De: archivosdelsur-lecturas.blogspot.com




Denis Merklen (2)




CENTRO DE DOCUMENTACION EN POLITICAS SOCIALES

DOCUMENTOS / 20

LA CUESTIÓN SOCIAL EN EL SUR DESDE LA PERSPECTIVA DE LA INTEGRACIÓN 
Políticas sociales y acción colectiva en los barrios marginales del Río de la Plata

Por Denis Merklen *


Introducción


Las organizaciones barriales se han revelado un importante factor de integración social, particularmente en el caso de las poblaciones marginales de las grandes ciudades latinoamericanas. Numerosas experiencias dan testimonio de ello; sin embargo, no siempre se reconoce su papel en la recomposición de los lazos sociales. Con frecuencia son vistas por los gobiernos como un elemento desestabilizador, por los técnicos como una dificultad al planeamiento y por los partidos políticos como un mero instrumento electoral. Mostrar dónde reside la importancia de estas organizaciones y cuál es el rol preciso que pueden desempeñar nos obligará a observar el tratamiento de la cuestión social en América Latina, sin duda el principal problema del continente. Pese a los avances en materia estadística, aún no contamos con un enfoque acertado sobre el problema. Por el contrario, la consideración en términos de pobreza, hegemónica actualmente, impide ver y tratar otras facetas de la cuestión. Es necesario admitir que, junto al empobrecimiento, las transformaciones vividas por las sociedades latinoamericanas han provocado importantes problemas de integración social.


1. La cuestión social en América Latina

El cambio en el modelo de desarrollo que se ha dado en América Latina a partir de la aplicación de las llamadas políticas del “consenso de Washington”1 y del agotamiento del modelo anterior, ha provocado cambios en la estructura social que han desestabilizado a su vez las vías de integración social y las formas de socialización, cambios que es esencial comprender a la hora de actuar sobre la cuestión social. El aumento del desempleo, la puesta en cuestión del contrato de tiempo indeterminado, el crecimiento del empleo informal, el debilitamiento del rol de los sindicatos, la disminución de la presencia del Estado en áreas claves de la política social, la pérdida de calidad educativa para los más pobres y la creciente dificultad de la escuela para vincular a los jóvenes con el empleo, junto con el empobrecimiento y el aumento de la iniquidad en la distribución del ingreso, han transformado sustancialmente la naturaleza del lazo social. Paralelamente se observan cambios en las prácticas culturales y políticas de los sectores populares. De modo que, a la hora de actuar sobre la cuestión social, las tareas que se imponen en materia de políticas públicas tampoco son las mismas.
(...)

La idea de pobreza remite a una percepción economicista de la cuestión social y la figura del pobre está determinada por la falta; de modo que es pobre quien carece de algo, aquel al que el dinero no alcanza. Principalmente es el acceso deficitario al mercado lo que define a un pobre. Se trata de aquel que no accede a numerosos elementos del consumo, bienes y servicios que hacen al bienestar, al placer, a la felicidad y a la necesidad. Así, la pobreza resulta el anverso de la riqueza, su sombra, su lado oscuro. Cuando se califica de pobreza a la cuestión social es porque se tiene la pretensión de que la sociedad se reduce a su costado económico; la ilusión de que una vez establecida la democracia, sólo resta una única tarea a la política: velar por el desarrollo económico de la sociedad. La pobreza da la idea de que basta con redistribuir los recursos y aumentar el ingreso para solucionar el problema. Con esto se olvida que no sólo se trabaja para ganar dinero. También se lo hace para ser respetable, para ser considerado una persona digna. El orgullo que proviene de participar a la grandeza de la patria porque se participa en la creación de su riqueza. La dignidad que provoca el ganarse la vida. La fe en el progreso que brinda el ascenso social, la mayor parte de las veces de la mano del éxito en la carrera escolar. El salario decente es también reconocimiento social y trabajar es participar, sentir que se está dentro.
La seguridad, la energía y el deseo de buscar trabajo, de rendirse a las normas sociales, de participar en las decisiones políticas, de esforzarse durante años en una escolarización difícil, provienen del sentimiento de pertenencia. Se sabe que se posee un lugar en el mundo y que ese lugar en el mundo merece respeto y es necesario cuidarlo. El ejemplo del robo de gallinas, muy rápidamente asociado con el hambre, es ilustrativo. En ese caso, ¿por qué se roba?; o mejor aún, ¿por qué no robar? El ladrón de suburbio no roba sólo para comer, aunque muchas veces esa sea la causa principal del hurto. Lo hace también porque ya no respeta las normas de una sociedad que lo deja fuera y siente desprecio por quienes lo olvidan, sólo quieren no verlo, no saber de él. Ese robo es el medio de acceder a algo que se desea, pero es también mostrar que se está allí, que se es importante y que se es capaz de burlarse de ese mundo arrogante y ostentoso, como lo hacían los “Capitanes de la arena” de Jorge Amado. El robo quiere mostrar que la vulnerabilidad también puede situarse del otro lado de la muralla; y tal vez sea esa una de las razones de la violencia que muchas veces se asocia al pillaje, cuyo ejemplo más paradigmático es la violencia sobre las escuelas suburbanas (inexplicable desde el punto de vista de la pobreza)
(...)


¿Qué quiere decir problemas de integración social a fines de los noventa?

Que se corre el riesgo de la fractura social y de la exclusión. El ghetto es la expresión por excelencia de la exclusión en las ciudades. La sociedad se fragmenta, los ciudadanos se encierran: los excluidos en el ghetto, los ricos en el country. Dentro del ghetto se produce un encierro identitario, sus habitantes pasan a pertenecer a una misma comunidad y se construye una mirada de desprecio hacia todo lo que viene desde fuera. Desde el exterior del ghetto, por su parte, se observa al lugar a través del estigma: sus vecinos son calificados de sucios, feos y malos además de haraganes, promiscuos y portadores de costumbres antisociales. Llegados a este punto se eleva un muro que separa los dos mundos, una frontera que sirve a ambos para sentirse protegido entre los suyos pero que impide el diálogo y el reconocimiento. Si hay algo que todos desean es mostrar que no son como quien habita del otro lado. Algunas veces la distinción racial, religiosa o lingüística provoca una naturalización de la diferencia y se tiene la ilusión de que allí está la causa de los problemas; pero cuando tales excusas no se presentan, se observa que las murallas y la diferencia provienen de las fallas en la integración social. Se percibe en ese momento que no somos todos ciudadanos iguales, integrantes de una comunidad nacional.
Que los lazos sociales que sostienen al individuo no son sólidos. El individuo libre y responsable es el ideal de la integración social moderna. Pero ese individuo no es autosuficiente, como nos tienta a creer la experiencia personal cuando todo marcha bien y podemos expandirnos. El individuo necesita soportes, que en las sociedades latinoamericanas son de tres tipos: a) asociados al empleo, b) asociados a la ciudadanía y al Estado, y c) asociados a la familia, el vecinazgo y las relaciones interpersonales.8 El problema en América Latina, y particularmente en los países del Cono Sur es que se han debilitado tanto los soportes de tipo a) como los de tipo b) luego de un siglo de construcción de esas redes de integración social. En consecuencia, se han reforzado los lazos de tipo c), favoreciendo la aparición de comunidades marginales de base territorial. Si se agrava este escenario, las sociedades perderán su armonía y los individuos la autonomía necesaria para convertirse en actores económicos y en ciudadanos libres y responsables.

Que hay una pérdida de sentido. La identidad de los sujetos se encuentra amenazada y el sentimiento de pertenencia afectado. Estudios recientes muestran las repercusiones de los problemas de integración social sobre la subjetividad. En una investigación reciente realizada por el PNUD en Chile se hace referencia a tres miedos en los que se observa esa repercusión en la población: la gente tiene miedo al otro, miedo a la exclusión y miedo al sinsentido. Otros trabajos muestran un deterioro de la fe en el progreso, otrora asociada a la movilidad social ascendente, al poder integrador de la escuela pública, del trabajo y del Estado. Estos indicios, particularmente fuertes entre los sectores populares y de ingresos medios, muestran una subjetividad afectada. Sujetos temerosos y sin fe difícilmente podrán sumarse a proyectos de desarrollo que reclaman individuos hiperpoderosos, cargados de iniciativa y de una voluntad inagotable. Que las políticas sociales deben ayudar a recomponer los lazos deteriorados y a recrear vínculos. Llevamos varias décadas discutiendo si las políticas sociales deben ser de tipo universalista o focalizadas, pero existe otro debate menos frecuentado y por cierto más importante. ¿Cuál es el objetivo de dichas políticas? Debemos orientar una parte de nuestros esfuerzos a reforzar la capacidad integradora de nuestras sociedades y a disminuir aquellas zonas de turbulencia donde los individuos y las familias se encuentran sometidos a una incertidumbre cada vez mayor. No se trata de crear una nueva dicotomía inútil entre políticas de lucha contra la pobreza versus políticas de integración social – como la disputa promoción versus asistencia -. Se trata de comprender que muchos son pobres porque tienen problemas de integración, de modo que serán eternamente dependientes de la ayuda pública en tanto no se solucione ese problema, que mal venderán la casa a la que se les ha dado acceso para resolverlos problemas urgentes que aparecerán un día u otro. Y que los problemas de integración no se resuelven sólo redistribuyendo recursos.
(Robert Castel propone la existencia de “soportes” sociales que se encuentran en la base del individuo - moderno- en un sentido positivo. De acuerdo con su análisis para el caso de las sociedades de “capitalismo renano”, estos son de tres tipos: asociados a la propiedad privada, al trabajo y a la “ propiedad social ” (las formas de protección ligadas al Estado social). La ausencia de éstos soportes llevaría a la aparición de individuos en un sentido negativo, “individuos por defecto” aislados a causa de los procesos de desafiliación.)

Que la inestabilidad y la precariedad invaden la cotidianeidad en los barrios marginales a niveles que otros sectores sociales no están acostumbrados, que son extraños a la experiencia de otras zonas de la ciudad (y mucho más extrañas aun a las de otras sociedades donde las instituciones rigen la vida social de un modo más sistemático). La falta de rutinas integradoras es moneda corriente en la vida cotidiana de quienes viven allí: los trámites en el municipio, en la caja de jubilaciones o en el hospital demoran horas y demandan días de esfuerzo. Las cosas no llegan a tiempo a donde deberían estar y los maestros suelen faltar a su función porque también están afectados por la inestabilidad, aun cuando la escuela sea uno de los vínculos institucionales más estables. Como podemos constatar repetidas veces en el trabajo de campo, la inestabilidad alcanza el carácter de una regla. Así, frente a la pregunta ¿tienes trabajo? tal vez se responderá que ahora sí. Lo cual quiere decir que hace poco no y que mañana quién sabe. De modo que viviendo en los márgenes se hace necesario manejar la inestabilidad como un componente del día a día. Esta fragilidad se expresa en la vida cotidiana pero tiene su origen en la forma de las instituciones que organizan la cohesión social.

Que la vulnerabilidad favorece la cultura del cazador. Quienes caen en una situación de vulnerabilidad como consecuencia de la persistencia de los problemas de integración se mueven en el mundo mucho más como cazadores que como agricultores. No proyectan sus vidas en función de cosechas anuales que deberían programarse en armonía con los ciclos de la naturaleza. Refugiados en sus barrios, perciben a la ciudad como un mundo extraño y que puede ser hostil. Por otra parte, salen cotidianamente a la ciudad como si ésta fuera un bosque que ofrece un repertorio variado de posibilidades. Hoy quizás obtengan una buena pieza, mañana tal vez no. Juegan su suerte en la oportunidad que le ofrecen los intersticios de unas instituciones cuyos márgenes no están definidos por una línea nítida, son difusos. La informalidad de la economía y la laxitud de los reglamentos ofrecen espacios en los que se puede encontrar de qué vivir. Unos con un espíritu de resignación y rechazo hacia los valores dominantes, otros pensando que un lugar estable puede estar aguardándolos o que tienen derecho a él. Que aumenta la distancia entre el carácter formal de las instituciones y la experiencia que los sujetos tienen de ellas. Una rápida comparación - basada en observaciones vagas -muestra que en sociedades más reglamentadas que las latinoamericanas, como las de algunos países europeos, las instituciones funcionan de un modo más sistemático y regularizan en mayor medida la vida cotidiana. Puede destacarse una mayor correspondencia entre formalidad legaly “realidad”, que las instituciones poseen una universalidad mayor y dejan brechas menores entre ellas, y que éstas tienen una influencia mayor en la socialización y pueden articular mejor el pasaje del individuo de una a otra en diferentes etapas de su vida. Todo esto tiene un efecto de retroalimentación sobre otras áreas de la vida social que así se regularizan, como el esparcimiento o el consumo. Esa “rigidez” institucional permitió garantizar la integración social durante el período en que hubo pleno empleo, ya que a partir de la inserción laboral cobran sentido otras participaciones institucionales, como la educación, por ejemplo. La sociedad se parece a un sistema. En cambio, en momentos de crisis como los que viven esas sociedades hace dos décadas, se produce un quiebre del sistema institucional que deja a muchos individuos casi completamente fuera. Este clima es el que explica la profusa difusión de la idea de exclusión en Francia, por ejemplo.
En cambio, las instituciones de las sociedades latinoamericanas dejan sin reglamentar o lo hacen de forma laxa, importantes ámbitos de la vida social, una de cuyas expresiones más claras es la informalidad. Leyes y normas que no se cumplen, economía en negro, débiles controles públicos... La experiencia vivida puede expresarse así: tienes empleo pero la mitad de tu salario es en negro. La cobertura de la salud existe pero no cubre. No se garantiza la seguridad social para todos. Los niños van a la escuela pero no aprenden un saber reconocido como útil. Tal vez tienes jubilación, pero la paga es insuficiente o irregular. Puedes ir al médico pero no tienes los remedios. El hospital tiene un aparato para curarte pero no los insumos para hacerlo marchar. No se trata de que las instituciones modernas no existan, sino de que la forma real que adoptan deja huecos en la sociedad que son cubiertos por otras formas de lo social, como las que encontramos en los barrios marginales. Esa realidad institucional permite el desarrollo de una cultura de la periferia donde es imposible definir los límites del adentro y del afuera. Por eso elegimos hablar de marginalidad social, si se entiende con ello vivir en y de los márgenes, y no fuera de ellos. En el mismo sentido, el término excluido no corresponde a nuestra realidad social, salvo en algunas situaciones muy específicas.¿Hasta dónde tiene que ver todo esto con la pobreza ? Evidentemente quienes viven en los barrios marginales son pobres. Sin embargo, si bien es una importante vía para el tratamiento de la cuestión, la noción de pobreza es insuficiente para pensar lo que hemos tratado de describir. En cambio, una mejor interpretación de nuestro caso se logra incluyéndolas ideas como las de vulnerabilidad, fragilidad e inestabilidad. Con lo cual quiere decirse que el individuo carece del tipo de reaseguros que brindan el empleo estable o la propiedad, pero también la integración a un sistema institucional abierto y sólido. La fragilidad se expresa en la inestabilidad permanente y en la necesidad de adaptarse a vivir el día a día. En cambio un pobre puede estar perfectamente integrado y ocupar una posición clara en la estructura social; como en el caso de un trabajador asalariado cuyo ingreso es insuficiente y cuyos problemas, en todo caso, pueden resolverse con un aumento de los ingresos. La diferencia fundamental entre el pobre y el marginal es que el primero tiene un lugar claro en el mundo. La idea de vulnerabilidad refiere a los problemas de integración social, y expresa una fragilidad de los lazos sociales - de solidaridad, diría Durkheim. Todo esto representa un cambio en la cultura de los sectores populares y en sus formas de socialización.
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La vida en los sectores populares urbanos de fin de siglo es inestable principalmente debido a su débil integración al empleo y a la educación, pero también debido a la fragilidad de la mayor parte de los vínculos institucionales en los que participan. Así, la vulnerabilidad los fuerza a la búsqueda permanente del intersticio. En los márgenes de nuestras sociedades se vive una experiencia similar a la del Lazarillo de Tormes en la España del siglo XVI, que vade un amo en otro y de un empleo en otro utilizando su picardía para buscar de qué vivir en una sociedad que no tiene un lugar estable para él.12 La picardía se traduce en viveza, nuestra viveza criolla. En efecto, la vida en los márgenes reclama viveza tanto para ganarse la vida como para participar en proyectos colectivos; vivir allí requiere una astucia especial en un mundo donde nada parece garantizado: la sagacidad de los cazadores. Lo que expresa también la necesidad de actuar en un mundo culturalmente diferente.

Cuando la sociedad no emite señales claras que identifiquen caminos para la integración plena, los jóvenes de los barrios marginales deben aprender a vivir en los márgenes a riesgo de perecer o de quedar excluidos para siempre. De modo que decir que en estos barrios se vive en los “intersticios” que ofrecen las instituciones o en los “márgenes” de las mismas, es una metáfora que tiene significados concretos. Quiere decir organizarse con otros para proveerse de un terreno y un lugar en la ciudad cuando no se puede acceder al mercado inmobiliario y no hay políticas sociales que permitan acceder a la vivienda. Quiere decir conchabarse en empleos que la mayor parte de las veces serán en negro, temporarios, mal pagos, sin sindicalización. Quiere decir que el mercado no les ofrece posibilidades de éxito. Quiere decir que no se poseen garantías para la vejez, para la infancia, para el accidente o para la enfermedad, y que habrá que recurrir a otras alternativas para ello. Quiere decir que la participación política va a tomar un importante componente de intercambios y negociaciones concretas con el poder local. Que no se va a votar sólo para construir una nación mejor o para ampliar el contenido de la ciudadanía, sino que a cambio de la adhesión política se exigirá una respuesta inmediata, cosas concretas para mi barrio. Quiere decir que los proyectos educativos se van a asociar mucho más a esa supervivencia que a proyectos de desarrollo personal. Pero también quiere decir que no se vive en una cultura completamente separada del resto. Que existen vasos comunicantes entre la comunidad barrial y el resto de la ciudad. Que el juego político se encuentra abierto a determinados reclamos por los cuales aún se puede luchar. Que la condición social no es estática y que el destino social no se percibe como fijado para siempre.

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Hacia el norte de Montevideo, cerca del Bd Aparicio Saravia, donde se encuentra hoy el asentamiento Los Milagros en lo que era un terreno abandonado de la periferia. Allí, los cerca de 300 ocupantes han trazado las calles, organizado un comedor, una escuela pública, una sede de la organización y una policlínica que es orgullo de todos, y han integrado al proyecto a un antiguo cantegril que permanecía en el olvido desde hacía 30 años. En el asentamiento Juventud 14, de la zona de Cerro Norte, las más de 100 familias que viven allí desde 1993 se han preocupado especialmente por la medida de los lotes, el tendido de la red de agua potable, la construcción de las viviendas y la previsión de espacios verdes. Similares realidades se viven en el asentamiento Nueva Esperanza donde desde 1992 viven 600 familias o los barrios 33 Orientales u 8 de Marzo. Historias y logros similares podrían relatarse para los más de un centenar de asentamientos que existen en el Gran Buenos Aires y las varias decenas que se han registrado en Montevideo.14 Indudablemente, esta capacidad organizativa y de producción constituye un importante capital social (kliksberg, 1998). ¿Cuál es el rol preciso que puede atribuírsele en relación con la cuestión social y cuáles son los límites que en ese sentido deben reconocérsele?


El sentido de lo local o el fuerte deseo de vivir en un barrio digno

Todos los emprendimientos de esas organizaciones barriales muestran la voluntad de conjurar un sentimiento de inseguridad, fragilidad, falta de protección en materia de inserción urbana, que evidencia una situación mucho más compleja que el empobrecimiento. La frase queríamos tener un lugar propio expresa esa vulnerabilidad bajo la forma de un anhelo, al mismo tiempo que muestra que la situación es vivida o experimentada como una falta de lugar en la ciudad (¿y en la sociedad?). Ese lugar es la vivienda. Pero, ¿la vivienda es sólo una casa en sentido físico, cuatro paredes y un techo? No. El lugar propio es un lugar en la ciudad, es el barrio y las representaciones sociales a él asociadas, es un status y una identidad. El lugar propio es el territorio de la familia, el territorio de la sociabilidad primaria, del encuentro con los iguales, el lugar donde se encuentran las protecciones que rodean al individuo y le permiten encarar la salida a un mundo vivido como exterior al hogar. Un terreno sirve para hechas raíces y  poner fin al peregrinar del alquiler al desalojo, de la pensión a la casa de algún pariente
Para comprender el sentido de lo local, hay que remitirse a la asociación entre las figuras del barrio y del trabajador. Puede decirse que desde los años ’40 en el caso argentino y desde los albores del siglo en el uruguayo, la figura del trabajador ha estado asociada a un modelo de integración social dada a partir de la participación de los individuos en un conjunto de instituciones sociales: la empresa, el sindicato, la ciudadanía, ciertos niveles de consumo y de reconocimiento social. Este lazo social repercutía sobre otras dimensiones de la vida social dándoles sentido, pero cuyo centro, como se dijo, era el trabajo. De tal forma que en términos urbanos, el trabajador vive en un barrio donde puede construir la casa para su familia, donde tendrá la escuela para sus hijos, la iglesia, la sede del partido político, el bar, el club o la sociedad de fomento donde hacer deportes o divertirse. Quien en el trabajo es obrero o empleado deviene vecino en el barrio, y es un buen vecino porque es un trabajador honesto y con una familia bien constituida. De forma que el barrio es a la vez el lugar donde se despliega la sociabilidad primaria, donde se encuentran varios de los soportes de la identidad y donde se establecen las mediaciones institucionales que corresponden a la inserción urbana. Como hemos visto, la inserción urbana requiere de mediaciones institucionales (salud, escuela, policía, administraciones de los servicios urbanos, instituciones del poder local, agencias de las políticas sociales, etc.) De modo que el asentamiento es también una acción colectiva por medio de la cual se produce un hábitat; y esa acción colectiva se desarrolla a la vez en tres dimensiones: a) la cooperación entre pares, b) una acción sobre el sistema político para lograr la intervención institucional, y c) una pelea simbólica para defender la identidad en el campo de la cultura urbana. Las transformaciones sociales a las que nos referimos en el Punto 1, provocaron un aumento de la vulnerabilidad de los sectores populares. De modo que el modelo de integración que asociaba las figuras del buen vecino de barrio con la del trabajador perdió su carácter abarcativo y está dejando fuera a un número creciente de personas. Es en ese contexto que las familias llegan a una ocupación de tierras: intentan escapar a la vulnerabilidad a la que se encuentran sometidos por medio de un proyecto que busca recrear un lugar en el mundo. Las organizaciones que los ocupantes construyen a fin de lograr la infraestructura deservicios y la construcción de los espacios comunitarios es una búsqueda de elementos que ayuden a sostener la vida familiar e individual. Obtener el agua potable, un comedor infantil, el ingreso de una línea de transporte o un subsidio para un centro deportivo, son todos soportes del hogar y el individuo atribuidos a la comunidad local, definida ésta en términos de barrio. Más aún, son esfuerzos de integración social mediante la integración a la ciudad. No obstante, en el contexto actual, los vínculos que construyen los ocupantes no pueden dejar de ser precarios, ya que los soportes relacionales que logran construir son altamente dependientes de los recursos que puedan obtener de las instituciones públicas. El médico y los medicamentos para la sala, los maestros y la legalización de la escuela, el acceso a los servicios urbanos, dependen del reconocimiento y la participación de los organismos públicos; el barrio es un mundo propio en el que no es posible sostenerse sin la mediación de las instituciones que lo mantienen vinculado al resto de la sociedad

Una de las caras de este deseo de vivir y ese proyecto de hacer un barrio es la necesidad de recomponer la identidad urbana del vecino de barrio amenazada por el agotamiento de los caminos institucionales de reproducción de la vivienda. Así, el problema habitacional es dotado de sentido porque la vivienda se inserta en un complejo urbano (el asentamiento intenta al menos sortear la condición de ghetto en la que parece haber caído lavilla, el cantegril o la favela y evitar el descenso más directo hacia una zona de exclusión. La organización comunitaria presente en los asentamientos se constituye en una herramienta para presionar sobre el sistema institucional a fin de encontrar soluciones a los problemas que se van presentando, pero a su vez a la sociedad se le ofrece una excelente oportunidad de aprovechar un capital social ya existente y que da pruebas de eficiencia. Así como los sindicatos nacieron como un elemento de reclamo y autodefensa y luego fueron incorporados a la gestión pública por parte del Estado, convirtiéndose en uno de los mayores capitales sociales de las sociedades modernas que representa una identidad que se quiere recuperar. Si la figura del vecino adquiere por sus representaciones un contenido moral (fulano es un buen vecino), es también porque se pone en tensión con la figura del villero o del habitante del cante, a la cual se le atribuirán todos los males, convirtiéndola en un polo de referencia negativo. En efecto, la existencia de ese grupo de pobres estigmatizados hace posible que el vecino se diferencie construyendo un sentimiento de dignidad personal y gozando de algún reconocimiento social: tenemos derecho a una vivienda digna, incluso en un contexto de pobreza absoluta. Es por ello que la acción de los ocupantes se inscribe en un doble registro. En el primero, los ocupantes procuran proveerse de un hábitat que les permita materialmente organizar la vida familiar a partir de facilitar el acceso al medio urbano, en torno al cual gira casi la totalidad de la vida cotidiana. Pero en el segundo registro, se juega una batalla simbólica por recomponer la identidad amenazada, registro que evoca la dimensión cultural del hábitat En un contexto de vulnerabilidad generalizado donde las políticas sociales no logran más que superponerse unas a otras bajo la forma de paliativos y donde la vulnerabilidad aumenta, las posibilidades de reingresar a una zona de integración plena aparecen lejanas. Ya que, por fuerte que sea el poder integrador de la sociabilidad primaria y la inserción urbana, no puede alcanzar por sí solo a restituir el debilitamiento de los lazos de integración social que vinculan al individuo con la sociedad global. Sin embargo, pese a la precariedad, el asentamiento intenta al menos sortear la condición de ghetto en la que parece haber caído lavilla, el cantegril o la favela y evitar el descenso más directo hacia una zona de exclusión. La organización comunitaria presente en los asentamientos se constituye en una herramienta para presionar sobre el sistema institucional a fin de encontrar soluciones a los problemas que se van presentando, pero a su vez a la sociedad se le ofrece una excelente oportunidad de aprovechar un capital social ya existente y que da pruebas de eficiencia. Así como los sindicatos nacieron como un elemento de reclamo y autodefensa y luego fueron incorporados a la gestión pública por parte del Estado, convirtiéndose en uno de los mayores capitales sociales de las sociedades modernas.