Médico, escritor, diplomático brasileño. Los nazis lo tuvieron prisionero por haber ayudado a escapar a muchos judíos. |
Programa EDUCACIÓN en CONTEXTOS de ENCIERRO del Consejo de Educación Secundaria (E.C.E.-C.E.S.--Uruguay)
lunes, 6 de mayo de 2013
"El amor es la vaga, indecisa, palabra"- Joao Guimaraes Rosa
Un maestro sin agallas
Pecado de omisión (Cuento extraído de CiudadSeva)
A los trece años se
le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya
hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el
jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre,
llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos
pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto.
Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado paciendo por las laderas de
Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo
necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía
mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda,
por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico,
aunque le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a
derechas, y como él los de su casa.
La primera noche que
Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y
un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del
pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el
hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:
-¡Lope!
Lope bajó descalzo,
con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y
tenía la cabeza grande, rapada.
-Te vas de pastor a
Sagrado.
Lope buscó las
botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas
con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a
cada bocado.
-Tú ya conoces el
oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Áurea, con las
cabras de Aurelio Bernal.
-Sí, señor.
-No irás solo. Por
allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.
-Sí, señor.
Francisca le metió
una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y cecina.
-Andando -dijo Emeterio
Ruiz Heredia.
Lope le miró. Lope
tenía los ojos negros y redondos, brillantes.
-¿Qué miras?
¡Arreando!
Lope salió, zurrón
al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que
guardaba, como un perro, apoyado en la pared.
Cuando iba ya
trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la tarde, en
la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse
una copa de anís.
-He visto a Lope
-dijo-. Subía para Sagrado. Lástima de chico.
-Sí -dijo Emeterio,
limpiándose los labios con el dorso de la mano-. Va de pastor. Ya sabe: hay que
ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no le dejó
ni una tapia en que apoyarse y reventar.
-Lo malo -dijo don
Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta- es que el chico
vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En
la escuela...
Emeterio le cortó,
con la mano frente a los ojos:
-¡Bueno, bueno! Yo
no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día
que pasa.
Pidió otra de anís.
El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando
encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años
que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi
nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el
abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía que entrar a
gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante
abrigado en el invierno.
El verano pasó.
Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día
de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina,
sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de
un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila
impertérrita, reinaba allí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el
zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre
de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado
el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose,
salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los
gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como
las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.
Cinco años más
tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope
por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.
-¡Vaya roble! -dijo
el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.
Francisca se había
casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un
perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio
a Manuel Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga.
Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con
la mano.
Francisca comentó:
-Buena carrera,
ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.
Al llegar a la
fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el
grito detenido, como una bola, en la garganta.
-¡Eh! -dijo
solamente. O algo parecido.
Manuel se volvió a
mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.
-¡Lope! ¡Hombre,
Lope...!
¿Quién podía
entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras
palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba
llenándole las venas, mientras oía a Manuel Enríquez.
Manuel abrió una
cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos
que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.
Lope avanzó su
mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo de
cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la
de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos,
flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes,
pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó,
torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus dedos
amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo
entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre
las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía
detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole:
-¡Lope! ¡Lope!
Emeterio estaba
sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo
a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de
la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.
-Anda, muchacho,
vuelve a Sagrado, que ya es hora...
En la plaza había
una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los
muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió
entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía
la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo
de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la
muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta él así, sin más.
Cuando se lo
llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le
querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal
de indignación, «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo
hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no lo recoge...», Lope sólo
lloraba y decía:
-Sí, sí, sí...
Ana María Matute
Ellen Rixford Studio. Los siete pecados
capitales.
http://faculty-staff.ou.edu/L/A-Robert.R.Lauer-1/SPAN3853Notes.html
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Todo puede empezar matando moscas
A LOS PINCHES CHAMACOS
Soy un pinche
chamaco. Lo sé porque todos lo saben. Ya deja, pinche chamaco. Deja allí,
pinche chamaco. Qué haces, pinche chamaco. Son cosas que oigo todos los días.
No importa quién las diga. Y es que las cosas que hago, en honor a la verdad,
son las que haría cualquier pinche chamaco. Si bien que lo sé.
Una vez me dediqué
a matar moscas. Junté setentaidós y las guardé en una bolsa de plástico. A
todos les dio asco, a pesar de que las paredes no quedaron manchadas porque
tuve el cuidado de no aplastarlas. Sólo embarré una, la más gorda de todas.
Pero luego la limpié. Lo que menos les gustó, creo, es que las agarraba con la
mano. Pero la verdad es que eran una molestia. Lo decía mi mamá: pinches
moscas. Lo dijo papá: pinche calor: no aguanto a las moscas: pinche vida. Hasta
lo dije yo: voy a matarlas. Nadie dijo que no lo hiciera. En cuanto se fueron a
dormir su siesta, tomé el matamoscas y maté setentaidós. Concha me vio cómo
tomaba las moscas muertas con la mano y las metía en una bolsa de plástico. Les
dijo a ellos. Y ellos me dijeron pinche chamaco, no seas cochino. En vez de
agradecérmelo. Y me quitaron el matamoscas y echaron la bolsa al cesto y me
volvieron a decir pinche chamaco hijo del diablo.
Yo ya sabía
entonces que lo que hacía es lo que hacen todos los pinches chamacos. Como
Rodrigo. Rodrigo deshojó un ramo de rosas que le regalaron a su madre cuando la
operaron y le dijeron pinche chamaco. Creo que hasta le dieron una paliza. O
Mariana, que se robó un gatito recién nacido del departamento 2 para meterlo en
el microondas y le dijeron pinche chamaca.
Los pinches
chamacos nos reuníamos a veces en el jardín del edificio. Y no es que nos
gustar ser a propósito unos pinches chamacos. Pero había algo en nosotros que
así era, ni modo. Por ejemplo, un día a Mariana se le ocurrió excavar. Entre
los tres excavamos toda una tarde: no encontramos tesoros: ni encontramos
piedras raras para la colección: ni siquiera lombrices. Encontramos huesos. El
papá de Rodrigo dijo: pinche hoyo. Y la mamá: son huesos. Vino la policía y
dijo que eran huesos humanos. Yo no sé bien a bien lo que pasó allí, pero la
mamá de Mariana desapareció algunos días. Estaba en la cárcel, me dijo Concha.
Rodrigo escuchó que su papá había dicho que ella había matado a alguien y lo
había enterrado allí. Cuando volvió, supe que todos éramos unos pinches
chamacos metiches pendejos. Rodrigo me aclaró las cosas: la policía pensaba que
ella había matado a alguien pero no, se había salvado de las rejas. ¿Qué son
las rejas?, pregunté. La cárcel, buey.
Ya no volvimos a
jugar a excavar. Tampoco pudimos vernos durante un buen tiempo. A mí, mis papás
me decían que no debía juntarme con ellos. A ellos les dijeron lo mismo, que yo
era un pinche chamaco desobligado mentiroso. A Rodrigo le dieron unos cuerazos.
Tiempo después,
cuando ya a nadie le importó que los pinches chamacos volviéramos a vernos,
Mariana tuvo otra ocurrencia: hay que excavar más. No ¿qué no ves lo que estuvo
a punto de pasarle a tu mamá? No pasó nada, qué, dijo. Para que nadie nos
viera, hicimos guardias. Excavamos en otra parte y no encontramos nada de
huesos. Luego enotra: tampoco había huesos: pero sí un tesoro: una pistola.
Debe valer mucho. Yo digo que muchísimo. A lo mejor con eso mataron al señor del
hoyo. A lo mejor. Sí, hay que venderla.
Escondimos la
pistola en el cuarto donde guarda sus cosas el jardinero. Rodrigo dijo que él
sabía cómo se usan las pistolas. Mi papá tiene una y me deja usarla cuando
vamos a Pachuca. Mariana no le creyó. Has de ver mucha televisión, eso es lo
que pasa.
Al día siguiente la
volvimos a sacar y la envolvimos en un periódico. ¿Cómo la vendemos? ¿A quién
se la vendemos? Al señor Miranda, el de la tienda. Fuimos con el señor Miranda
y nos vio con unos ojos que se le salían. Nos dijo: se las voy a comprar sólo
por que me caen bien. Sí, sí. Bueno. Pero nadie debe saberlo, ¿eh? Nos dio una
caja de chicles y cincuenta pesos. El resto de la tarde nos dedicamos a mascar
hasta que se acabó la caja.
A la semana
siguiente, la colonia entera sabía que el señor Miranda tenía una pistola. La
verdad, yo no se lo dije a nadie, sólo a Concha. Y lo único que se le ocurrió
decirme fue pinche chamaco. Lo que inventas. O que dices. Tu imaginación. Hasta
que el señor Miranda nos llamó un día y nos dijo: ya dejen, pinches chamacos.
Dedíquense a otras cosas. Déjense de chismeríos. Pónganse a jugar. Nos dio tres
paletas heladas para que lo dejáramos de jorobar.
En esos días, para
no aburrirnos, nos dedicamos a juntar caracoles. Nos gustaba lanzarlos desde la
azotea. O les echábamos sal para ver cómo se deshacían. O los metíamos en los
buzones. En poco tiempo ya no había manera de encontrar un solo caracol en todo
el jardín. Luego quisimos seguir juntando piedras raras, pero alguien nos tiró la
colección a la basura. O deplanamente se la robó.
Fue entonces cuando
decidimos escapar. Fue idea de Mariana.
Me puse mi chamarra
y saqué mi alcancía, que la verdad no iba a tener muchas monedas porque Concha
toma dinero de ahí cuando le falta para el gasto. Mariana también salió con su
chamarra y con la billetera de su papá. Hay que correrle, decía, si se dan
cuenta nos agarran. Rodrigo no llevó nada.
Caminamos como una
hora. Llegamos a una plaza que ninguno de los tres conocíamos. ¿Y ahora?, preguntó
Rodrigo. Hay que descansar, pedí. Yo tengo hambre. Yo también. Vamos a un
restaurante. ¿Dónde hay uno? Le podemos preguntar a ese señor. Señor, ¿sabe
dónde hay un restaurante? Sí, en esa esquina, ¿qué no lo ven?
Era un restaurante
chiquito. Rodrigo nos contó qué él había ido a muchos restaurantes en su vida.
La carta, le dijo el señor. Nos trajo hamburguesas con queso y tres cocas.
¿Quién va a pagar?, preguntó el señor. Yo, dijo Mariana, y sacó la billetera de
su papá. Está bien. Escuchamos que le decía al cocinero pinches chamacos si
serán bien ladrones.
Nos dio las tres
hamburguesas y las tres cocas. Comimos. Y Mariana pagó.
Y ahora, ¿qué
hacemos? Cállate, me calló Mariana. Mi papá ya debe haberse dado cuenta de que
le falta su billetera. ¿Estás preocupada? ¿Por qué?, ya nos fuimos, ¿o no? Sí.
Y ahora, ¿qué hacemos? Vamos a platicar con el señor Miranda.
Rodrigo hizo parada
a un taxi. Llévenos a la calle Argentina. ¿Quién pagará? Mariana le enseñó la
billetera. Pinches chamacos le robaron el dinero a sus papás, ¿verdad? ¿Nos va
a llevar o no?, le preguntó Rodrigo. Ustedes pagan, dijo.
El taxista nos
llevó a unas pocas cuadras de allí. Era una calle solitita. Ahora denme el
dinero. No, qué. Miren, pinches chamacos, o me lo dan o los mato. Es nuestro.
Se los voy a robar como ustedes lo robaron, ¿verdad? También tu alcancía, me
dijo. Yo le di la alcancía. Así es, pinches chamacos. Y ahora bájense.
Pinche viejo, dijo
Mariana. Si hubiera tenido la pistola, le doy un balazo, dijo Rodrigo.
Deplanamente. Me dan ganas de ahorcarlo. Sin dinero ya no podemos ir a un
hotel. Yo he ido a muchos hoteles, dijo Rodrigo. Pero sin dinero… Por qué no
vamos con el señor Miranda a pedirle nuestra pistola. Sí, eso es. La pistola. A
ver así quién se atreve a robarnos.
Un señor nos dijo
hacia dónde quedaba Argentina. Y luego: ¿están perdidos? Sí, un poco perdidos.
Sigan derecho, derecho hasta Domínguez, ahí dan vuelta a la izquierda, ¿Me
entendieron? ¿Saben cuál es Domínguez? Yo no sabía, pero Mariana dijo que ella
sí. La verdad, era un señor muy amable.
Para no hacer el
cuento largo, llegamos con el señor Miranda cuando ya era de noche. ¿Y ahora
qué quieren?, nos preguntó, ya voy a cerrar. Queremos la pistola. Sí, y que nos
venda unas balas. Miren, pinches chamacos, ya les dije que se dejaran de
chismes. Tomen un chicle y váyanse. No, la verdad queremos sólo la pistola. Voy
a cerrar, así es que lárguense sin chicles, ¿entendieron?
Rodrigo tomó una
bolsa de pinole, la abrió y le echó un buen puñado en los ojos al pobre señor
Miranda. Pinches chamacos, van a ver con sus papás. El viejito se cayó al piso.
Yo me le eché encima de la cabeza y le jalé los pelos. Mientras, Mariana le
pellizcaba un brazo con todas sus ganas. Busca la pistola, córrele, le dijimos
a Rodrigo. ¿Dónde? Allí abajo. No, no está. Allí, junto a la caja. Suéltenme,
pinches chamacos, gritaba. Tampoco, no está aquí. ¿Dónde está, pinche viejo? Si
no me sueltan… Aquí está, gritó Rodrigo, aquí está. ¿Dónde estaba? En el cajón.
Y ahora qué. ¿Lo
matamos? Mariana se había abrazado de las piernas del señor Miranda para que no
se moviera tanto. Ve si tiene balas. Sí, si tiene balas. ¿Le damos un plomazo?
¿Qué es plomazo? Que si lo matamos, buey. Sí, mátalo. Pinches chamacos…
El ruido del
disparo fue horroroso, yo pensaba que los balazos no sonaban tanto. Al pobre
del señor Miranda le salió mucha sangre de la cabeza y se quedó muerto. ¿Está
muerto? Pues sí, ¿qué no te das cuenta? Ya ven cómo sí sé disparar pistolas.
Puta, dijo Mariana. Sí, puta.
Vámonos antes de
que llegue alguien. Nos fuimos por Argentina, derechito, corriendo a todo lo
que podíamos. Hasta que llegamos cerca de la escuela de Rodrigo. Pinche
chamaca, dijo una señora con la que se tropezó Mariana, fíjate.
No sé cómo lo hizo,
pero Rodrigo sacó rapidísimamente la pistola y le dio un plomazo en la panza.
La señora cayó al piso y empezó a gritar. No está muerta, le dije, tienes que
darle otro plomazo. Rodrigo le dio otro plomazo en la cabeza.
Ahora sí, comprobó
Mariana, está fría. ¿La tocaste o qué? Está muerta, buey.
Al parecer, otros
oyeron el ruido del balazo porque la gente se juntó alrededor de la muerta.
Rodrigo se había guardado ya la pistola en la bolsa de su chamarra.
¡Llamen a una
ambulancia! ¡Llamen a la policía! ¡Llamen a alguien! ¡La mataron! Yo creo que
fue un balazo. ¿Ya le tomaron el pulso? Yo lo oí. Salí corriendo de la casa a
ver qué pasaba y me encuentro con que… Yo vi correr a un hombre. Llevaba una
pistola en la mano. Debes atestiguar. Claro, nomás venga la policía. No, no respira.
Quítense, pinches chamacos, qué no ven que está muerta. No hay seguridad en
esta colonia. Es un pinche peligro. ¿Le robaron la bolsa? Sí, yo vi que el
hombre corría con la pistola y la bolsa de la señora. Era una bolsa blanca…
¿Qué no oyeron, pinches chamacos metiches? Si sus papás los vieran haciendo
bulto… Eran dos, llevaban pistolas y la bolsa… Yo la conozco es Mariquita, la
de don Gustavo. Lo triste que se va a poner el hombre.
En cuanto oímos el
ruido de las sirenas, Mariana dijo mejor vámonos, podemos tener problemas.
No debimos matarla,
les dije mientras caminábamos hacia la avenida. Fue culpa de ella. Además, así
son las cosas, a mucha gente la matan igual, en la calle, con pistola. No debes
preocuparte. Dicen que te vas al cielo cuando te matan a balazos. Sí, es
cierto, yo ya había oído eso. ¿Tú crees que el señor Miranda se vaya al cielo?
Claro, tonto.
Mariana le hizo la
parada a un taxi. ¿A dónde vamos? No tenemos dinero para pagarle. Ay, qué
ingenuo eres, me dijo. A la calle de López, dijo Rodrigo. ¿Cuál calle de López?
¿Saben qué hora es? No, le dije. Son las diez. ¿Nos va a llevar o no?, le
preguntó Mariana. Miren, pinches chamacos, si sus papás los dejan andar a estas
horas tomando taxis no es mi problema, así es que largo, largo de aquí. Rodrigo
sacó la pistola y le apuntó a la cara. Ah, pinche chamaco, además te voy a dar
una paliza por andarme jodiendo.
Y cuando le iba a
quitar la pistola, Rodrigo disparó el plomazo con las dos manos. Le entró la
bala por el ojo. Lo mandamos derechito al cielo, qué duda.
Yo sé manejar, dijo
Rodrigo. Pero no fue cierto, en cuanto pudimos hacer a un lado al taxista,
Rodrigo trató de echar a andar el coche y no pudo. Debes meterle primera. Ya
sé; ya sé. Déjame a mí, dijo Mariana. Se puso al volante, metió la primera y el
coche caminó un poco, dando saltos. Mejor vamos a pie, les dije. Sí, este coche
no funciona muy bien.
Antes de abandonar
el taxi, Rodrigo esculcó en los bolsillos del taxista hasta que encontró el
dinero. Hay más de cien pesos. Quítale también el reloj. Luego lo vendemos.
Mariana guardó el dinero, yo me puse el reloj y Rodrigo se escondió la pistola
en la chamarra.
En el hotel fue la
misma bronca, que si dónde están sus papás, que si saben qué hora es, que si un
hotel no es para que jueguen los chamacos, que si alquilar un cuarto cuesta,
que dónde está el dinero. Váyase a la chingada, dijo Rodrigo alfinmente, y
todos echamos a correr.
Caminamos un rato
hasta que Mariana tuvo una buena idea. Ya sé, podríamos ir a dormir a casa de
la señora Ana Dulce. ¿Con esa pinche vieja? Sí, buey, dijo Rodrigo, nos metemos
en su casa, le damos un plomazo y nos quedamos allí a dormir. Puta, que si es
buena idea…
La señora Ana Dulce
nos abrió. ¿Qué quieren? ¿Nos deja usar su teléfono?, le dijimos para
guaseárnosla. Pinches chamacos, ¿saben qué hora es? Nos metimos a la casa sin
importarnos las amenazas de la vieja: voy a llamarle a la policía para decirle
que se escaparon de sus casas. Van a ver la cueriza que les van a poner. Vi
cómo Mariana discutía con Rodrigo. Ahora me toca a mí. Si tú no sabes… Al
parecer ganó Mariana porque tomó el arma y le disparó un plomazo a la señora
Ana Dulce. Le dio en una pata. Luego disparó por segunda vez. ¿Qué tal?, dijo,
te apuesto a que le di en el corazón. Yo pensaba lo mismo, a pesar de que la
vieja chillaba del dolor como una loca y se retorcía en el piso. Al rato se
calló. La guardamos en un clóset. Rodrigo decía que era un cadáver. Luego
cenamos pan con mantequilla y mermelada y nos metimos los tres a la cama con la
pistola abajo de la almohada.
Durante los
siguientes diez días no le dimos plomazos a nadie más. Nos quedaba una bala.
Íbamos al parque todas las mañanas y comíamos y dormíamos en casa del cadáver,
hasta que el espantoso olor del clóset nos hizo salir corriendo.
Ese día tuvimos la
mala suerte de encontrarnos frente a frente con el papá de Mariana. ¡Pinches
chamacos!, nos gritó. ¡Cómo los he buscado! ¡Van a ver la que les espera!
Nos esperaba una
que ni la imaginábamos… A todos nos agarraron a patadas y cuerazos y cachetadas
y puntapiés. Yo oía cómo gritaban Mariana y Rodrigo. MI mamá me dio un puñetazo
en la cara que me sacó sangre de la nariz, y mi papá, un zopaco en la boca que
casi me tira un diente. Por más que lloraba, no dejaban de darme y darme como a
un perro.
Tardé un poco en
dormirme. Pero en un ratito me desperté con el ruido de un plomazo. Ya Rodrigo
debe haberse echado a sus papás, pensé. Luego se empezaron a oír gritos. Mis
papás se despertaron también y corrieron a la puerta para ver qué pasaba.
La mamá de Rodrigo
gritaba: ¡Lo mató, lo mató, lo mató! ¡El pinche chamaco lo mató! Cálmese,
señora, quién mató a quién. Rodrigo salió en ese momento con la pistola en la
mano. Córrele, me dijo a mí, antes de que nos agarren. Esto es la guerra. ¿Y
Mariana?, le pregunté. Hay que ir por ella. No, qué, córrele.
Y sí: corrimos a
madres. Fue un alivio encontrarnos con nuestra amiga en la calle. Ya se echó a
sus papás, le anuncié. Puta, dijo Mariana, eso me imaginé. Y nos echamos a
correr como si nos persiguiera una manada de perros rabiosos. No paramos hasta
que Rodrigo se tropezó con una piedra y fue a dar al suelo. Le salía sangre de
la cabeza.
Qué madrazo me di,
nos dijo medio apendejado. Y sí que era un buen madrazo. Hasta se le veía un
poco del hueso.
Los tres teníamos
la piyama puesta y ellos dos estaban descalzos. Sólo yo tenía puestos los
calcetines. ¿Me los prestas un rato?, me pidió Mariana, está haciendo mucho
frío. Se los presté.
¿Y ahora qué
hacemos? Ni modo que volver a casa del cadáver. Todavía tenemos la pistola, ¿o
no?, podemos meternos a una casa y matar a quien nos abra. No seas buey, eso
está cabrón. Además ya no tenemos balas. ¿Cómo se te ocurre que ahorita alguien
nos va a abrir la puerta? Es cierto, somos unos matones. No es por eso.
Me dieron ganas de
orinar del frío que estaba haciendo. Una parte me hice en los calzones y otra
sobre la llanta de un coche. Pinche cochino, me dijo Mariana. A Rodrigo le dio
risa.
Caminamos un rato
hasta que nos encontramos con una casa que tenía las ventanas rotas. Debe estar
abandonada. Seguro. Terminamos de romper uno de los cristales y nos metimos.
Estaba oscurísimo.
Encontramos un
cuarto en el que se metía un poquito de la luz de la calle. Hicimos a un lado
los escombros y nos echamos al piso, muy juntos para tratar de calentarnos,
hasta que nos quedamos dormidos, alfinmente dormidos.
A la mañana
siguiente, con los huesos adoloridos, desperté a los otros. Pudimos ver ahora
sí el cuarto en el que habíamos dormido. Estaba muy húmedo y sucio. Había latas
vacías de cerveza, colillas de cigarros, bolsas de plástico, cáscaras de
naranja y cantidad de tierra. Olía a puritita mierda.
Mariana tiritaba de
frío, aunque estaba calientísima. Es calentura, estoy seguro, les dije. Un
calenturón como para llamar al doctor. Cuál doctor, se encabronó Rodrigo. ¿Qué
sientes?, le pregunté. Ella ni contestó. Sólo tiritaba y tiritaba.
Hay que comprar
aspirinas. Es cierto, le dije. Rodrigo se ofreció a buscar una farmacia
mientras yo cuidaba a Mariana.
Esperamos horas y
horas hasta que a Mariana se le quitó la temblorina. Cuando me dijo que ya se
sentía bien le expliqué que Rodrigo había ido a buscar una farmacia para
comprarle aspirinas y que todavía no regresaba. Pues ya se tardó. Claro que ya
se tardó. Algo debe haberle pasado.
Lo buscamos hasta
que nos perdimos y ya no sabíamos cómo regresar a la casa donde habíamos
dormido. Teníamos un hambre espantosa. Y sin dinero. Y sin pistola. Y sin casa
donde nos dieran de comer.
Lo demás fue idea
de Mariana. En un semáforo nos pusimos a pedir dinero a los conductores de los
coches. Cuando llenamos los bolsillos de monedas las contamos: eran nueve pesos
con veinte centavos. En una tienda compramos dos bolsas de papas y dos
refrescos.
Después de comer nos
acostamos en el pastito del camellón. Durante mucho tiempo nos pusimos a hablar
de Rodrigo. ¿Qué le había pasado? Sabe. ¿Lo habrá agarrado la policía por matar
a sus papás? A lo mejor sólo está perdido. Como nosotros. O quizá lo agarraron
cuando quiso matar al de la farmacia. ¿Cómo, si no tiene balas? O lo
atropellaron. Quién sabe. O le dieron un plomazo por metiche.
Se hizo de noche y
no teníamos dónde dormir. No nos quedó otra más que preguntar por la calle de
López para ir a casa de la señora Ana Dulce. Aunque oliera feo, al menos habría
una cama.
Tardamos como dos
horas en llegar. Afuera de la casa de la señora Ana Dulce había un policía. Yo
creo que… Sí, sí, no necesitas explicarme nada. ¿Qué hacemos? Puta, ahora sí me
la pones canija.
Nos metimos a
dormir a un terreno baldío en el que había ratas. Puta madre que estoy seguro.
La pasamos delachingadamente.
Despertamos mojados
y con el pelo hecho hielitos. Teníamos un hambre espantosa. Y si vamos a la
casa. ¿Qué dices? No ves que Rodrigo se echó a su papá. Pues Rodrigo es
Rodrigo. A lo mejor ahorita ya está muerto.
Concha fue la
primera en vernos: pinches chamacos, van a ver la que les espera.
Y es cierto: la que
nos esperaba… Pero, con el carácter de Mariana, tampoco se imaginaron nunca la
que les esperaba a ellos.
Francisco Hinojosa
Autor mejicano contemporáneo. Se inició en literatura infantil "tradicional"; después tomó conciencia de que "otros niños" también merecen atención. |
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