En raras ocasiones una biografía
pasa por un momento que condensa el destino. Durante cincuenta y nueve años
Fiódor Mijailovich Dostoievski vivió con una intensidad que podría haber hecho
interesantes tres o cuatro vidas. Sin embargo, hubo un día en el que todo se
definió de otra manera.
El 22 de diciembre de 1849 se abrió la puerta de su celda en la prisión
de Pedro y Pablo. El escritor tenía entonces veintiocho años y había sido
arrestado por pertenecer al Círculo de Petrashevski (así llamado por las
tertulias disidentes que se celebraban en casa de Mijail Petrashevski,
intelectual de San Petersburgo que admiraba el socialismo utópico de Charles
Fourier). Esa mañana el novelista encararía su principal rito de paso.
Su presencia en la cárcel se explicaba más por la política represiva
del Zar que por el carácter del prisionero. Dostoievski no era de los miembros
más activos del grupo. Solía guardar largos silencios en las reuniones;
detestaba los exabruptos radicales y las ofensas a los evangelios y a la figura
de Cristo.
Había llegado ahí movido por su
sed de justicia. Tres años antes, su primera novela, Pobre gente, lo encumbró
como heraldo de quienes sufrían en las oscuras barriadas de San Petersburgo.
Nada le impresionaba tanto como
la condición inhumana en que vivían los siervos.
Dostoievski estaba convencido de que la mejoría de Rusia pasaba por la
emancipación de los siervos. Esta certeza, más cercana a una actitud
humanitaria que a una ideología política, lo llevó al Círculo de Petrashevski.
Cuando por fin descubrieron que los vigilaban, los aprendices de
disidentes reaccionaron de la peor manera, con reuniones secretas que los
volvieron más sospechosos. El arresto estaba a la vista.
El 23 de abril de 1849, día de san Jorge, Fiódor y su hermano Mijail,
editor y escritor ocasional, fueron detenidos con otros miembros del Círculo.
El hermano mayor quedó en libertad. A Fiódor se le atribuyó una peligrosidad
más conspicua por “escribir contra el gobierno”.
Aunque la cárcel de Pedro y Pablo
era uno de los máximos símbolos del autoritarismo y los presos carecían incluso
del derecho a la oscuridad (incesantes lámparas de aceite alumbraban las
celdas), Dostoievski le confesaría a su segunda esposa que el arresto lo salvó
de la locura. No hubiera soportado seguir en la zozobra de los conspiradores
que años después iba a retratar en Los endemoniados.
Cautivo en la prisión de Pedro y Pablo, concibe el relato “El pequeño
héroe”, que también trata de verdades avistadas a medias. Un niño sirve de
mensajero a los adultos sin comprender sus genuinas intenciones. La historia
remite a la propia infancia de Dostoievski, donde los niños no tenían derecho
de palabra y los dramas se silenciaban.
La cárcel no representó un
tormento mayor para el novelista que en los años de 1848 y 1849 vivía asaltado
por temores y vacilaciones. Para alguien acostumbrado a someterse a los
desafíos de la libertad y a pagar el peaje de esa búsqueda, la falta de
alternativas significó un descanso forzoso.
El 22 de diciembre le deparó una
prueba más ardua. La puerta de su celda se abrió a hora imprevista y fue
llevado a un patio, con otros veinte detenidos del Círculo de Petrashevski. La
temperatura era de veintiún grados bajo cero.
Los presos fueron conducidos a
una plaza, donde serían fusilados.
Un pope de la Iglesia ortodoxa
llegó a confesarlos y recitó una frase de san Pablo con olor a sentencia penal:
“El rescate del pecado es la muerte”.
Dostoievski se negó a hablar con
el sacerdote. No quería morir como un pecador. Era una víctima. Sólo uno de sus
compañeros aceptó confesarse.
En su biografía de Dostoievski, André Levison repara en un hecho
curioso: el sacerdote no llevaba los
santos sacramentos; por lo tanto, no estaba en condiciones de ofrecer la
comunión. Este detalle sugería que algo anómalo estaba pasando, pero la angustia
impidió a las víctimas recordar las minucias del ritual cristiano. Dostoiveski se acercó a un amigo y le contó
la trama de “El pequeño héroe”. Ante la proximidad de la muerte, decidió narrar
una última historia. Ésa fue su confesión.
El fusilamiento estaba planeado
del siguiente modo: los prisioneros morirían de tres en tres. Las primeras tres
fosas ya habían sido cavadas y los condenados del primer turno tenían capuchas
en la cabeza. Dostoievski era el sexto de la lista; pertenecía al siguiente
turno.
¿Qué pasó por la mente del
escritor? A lo lejos, avistó el brillo de un campanario. La escena regresaría con
insólita fuerza en la novela El príncipe idiota. Vale la pena recuperar este
pasaje esencial en la vida de Dostoievski:
Un cura iba presentándoles a
todos, sucesivamente, la cruz. Llegó el momento en que sólo le quedaban cinco
minutos de vida. Contaba él que esos cinco minutos le habían parecido un
espacio de tiempo infinito, una riqueza enorme; parecíale que en aquellos cinco
minutos había gastado tal cantidad de vida que ni siquiera pensaba en su último
momento […] Después de haberse despedido de sus camaradas, encontróse dueño de
aquellos dos minutos que había destinado a pensar en sus cosas; sabía de
antemano en qué habría de pensar; toda su ansia consistía en imaginarse, con la
mayor rapidez y claridad posibles, cómo habría de ser aquello: que él, en aquel
instante, existiese y viviese y, al cabo de tres minutos, hubiese de ser ya
otra cosa, alguien o algo distinto […] No lejos de allí había una iglesia, y la
dorada cúpula refulgía bajo el sol brillante. Recordaba haberse quedado mirando
con perplejidad aquella cúpula y los rayos de sol que en ella centelleaban; no
podía apartar los ojos de aquellos rayos de sol: le parecían una nueva
naturaleza. Dentro de tres minutos se fundiría con ellos […] ¿Y si no tuviese
que morir? ¿Y si volviese a la vida? ¡Qué eternidad! […] Convertiría cada
minuto en un siglo, no perdería nada, a cada minuto le pediría la cuenta, no
gastaría ni uno solo en vano.
En ese momento llegó un correo del Zar, con un indulto. Todo había sido
un simulacro para escarmentar a los sediciosos y propagar la benevolencia del
monarca. Dostoievski regresó exultante a la cárcel. El mundo que había estado a
punto de dejar y que le deparó un último resplandor dorado le permitía una
segunda vida: “A cada minuto le pediré la cuenta”.
Ya en su celda, cantó de alegría
hasta el amanecer. El futuro no era halagüeño. Lo aguardaban siete años en
Siberia, cuatro de ellos en prisión y tres en arresto domiciliario. Pero nada
se comparaba a seguir con vida. La iluminación que tuvo en el patíbulo le
permitió entender la felicidad a
partir de aquello que se le opone. No es un espacio libre del dolor, sino el lugar donde el dolor puede ser útil.
Casi una década después,
regresaría como un paria a San Petersburgo, pero nada de eso importaba. Había
muerto, y viviría para contarlo.
Toda definición de Dostoievski
reclama términos contradictorios. Uno de sus ejes es la piedad combativa. La
ética se presenta para él como un convulso campo de lucha. Aunque describió a
iluminados, tontos sagrados y beatos inocentes, sus personajes más profundos
entienden la bondad como un problema. No se trata de una condición inmanente
sino de algo que se conquista con esfuerzo y sacrificio. El principal
adversario de quien busca el bien es él mismo.
En ocasiones, los seres tocados
por la abyección, el lodo y la caída, los que han descendido a los infiernos
son los que más ayudan: reconoce mejor el cielo quien conoce el abismo.
Como san Agustín y Rousseau en
sus Confesiones, numerosos héroes dostoievskianos extraen su fuerza moral de
los pecados que supieron cometer y repudiar.
El simulacro de fusilamiento
transformó al novelista, no porque ahí acabaran sus tribulaciones, sino por que
pudo valorarlas de otro modo. Ni antes ni después de aquel 22 de diciembre conoció
el bienestar o el sosiego.
Como quiera que sea, no se quejó
gran cosa de su destino. Haber “muerto” durante unos minutos lo llevó a un
pacto peculiar: el sufrimiento como
problema, la escritura como solución.
El 28 de enero de 1881, treinta mil estudiantes siguieron su cortejo
fúnebre. Algunas biografías mencionan que, detrás del féretro, unos dolientes
cargaban sus grilletes de prisionero. Zweig prefiere consignar el hecho
como un rumor. En todo caso, la metáfora es perfecta: Fiódor Mijailovich
Dostoievski, reo del dolor y el éxtasis, alcanzó la libertad.
Fragmentos de: Dostoievski-El aprendizaje del éxtasis de Juan Villoro
En: Revista de la Universidad de Méjico
11 de noviembre de 1821 |
En esta fortaleza de "San Pedro y San Pablo" estuvo recluido en primera instancia el autor. |
I
La casa muerta
Nuestro presidio estaba situado en un ángulo de la ciudadela;
detrás de los baluartes. Si se mira por los intersticios de la empalizada con la esperanza
de ver algo, no se divisa otra
cosa que un jirón de cielo y otro baluarte de tierra cubierto
de altas hierbas de la estepa. De día y de noche, constantemente, lo recorren en todas
direcciones los vigilantes y centinelas.
Se piensa entonces en que transcurrirán así años y años,
mirando siempre por la misma hendidura y viendo el mismo baluarte, los mismos centinelas y
el mismo jirón de cielo, no del que se extiende sobre el presidio, sino de otro cielo
lejano y libre.
Figúrense un gran patio de doscientos pasos de largo por
ciento cincuenta de ancho, rodeado de una empalizada hexagonal, irregular, construida
con vigas profundamente enclavadas, que forman, por decir así, la muralla exterior de
la fortaleza. En un lado de la empalizada, hay una puerta sólida, vigilada constantemente
por un cuerpo de guardia, que sólo se abre para dejar paso a los presidiarios que van al
trabajo. Tras de aquella puerta se encuentran la luz y la libertad: allí vive la gente libre.
Dentro de la empalizada no pensaba en aquel mundo que para el
condenado tiene algo de maravilloso y fantástico como cuento de hadas; no era
así el nuestro, excepcionalísimo, que no se parecía a ningún otro. Aquí, los
usos, las costumbres y las leyes especiales que nos rigen, son excepcionales,
únicas. Es el presidio una casa muerta-viva, una vida sin objeto, hombres sin iguales.
Este es el mundo que me propongo describir.
Cuando se penetra en el recinto, se ven en seguida algunas
construcciones de madera, toscamente hechas con tablones sin desbastar y de un
solo piso, que rodean un patio vastísimo: son los departamentos de los
condenados, que viven allí divididos en varias categorías. En el fondo se ve
otro edificio: la cocina, dividida en dos piezas. Más allá aún existe otra
dependencia que sirve a la vez de cantina, de granero y de cobertizo.
El centro del recinto forma una plaza bastante amplia: Aquí
es donde se reúnen los penados. Se pasa lista tres veces al día: por la mañana,
a mediodía y por la noche, y aún más si los soldados de guardia son
desconfiados y se les ocurre contar el número.
En derredor, entre la empalizada y las dependencias del
presidio, queda un espacio muy ancho donde los detenidos misántropos y de
carácter cerrado gustan de pasear, cuando no se trabaja, entregados a sus
pensamientos favoritos, lejos de toda mirada indiscreta.
Cuando les encontraba en estos paseos, complacíame en
observar sus rostros tristes y sombríos, tratando de adivinar sus pensamientos.
Uno de los penados se entretenía contando invariablemente las
estacas de la empalizada. Había mil quinientas y podía decir a ojos cerrados el
lugar que ocupaba cada una.
Cada estaca representaba para él un día de reclusión:
descontaba diariamente una, y así sabía de una manera exacta los días que le
quedaban todavía de encierro.
Se consideraba dichoso cuando acababa uno de los lados del
hexágono, sin parar mientes el desventurado en que habían de transcurrir muchos
años hasta el día en que le pusieran en libertad. ¡Pero en el presidio se
aprende a tener paciencia!
Cierto día vi a un recluso que, habiendo cumplido su condena,
se despedía de sus camaradas. Había sido condenado a veinte años de trabajos
forzados y no se le rebajó ni un solo día. Alguno habíale visto llegar joven,
despreocupado, sin pensar en su delito ni en el castigo; mas ahora era un viejo
de cabellos grises y de rostro triste y pensativo. Recorrió silenciosamente las
seis cuadras: rezaba primero ante la imagen santa y se inclinaba luego
profundamente ante sus camaradas, rogándoles que conservasen buena memoria de
él.
Recuerdo también que una tarde fue llamado al locutorio uno
de los presos, un labrador siberiano bastante acomodado. Seis meses antes había
recibido la noticia de que su mujer se había vuelto a casar, y fácil es suponer
el dolor que esto le causara. Aquella tarde, su ex esposa había ido a visitarle
para entregarle una limosna. Permanecieron juntos unos instantes, lloraron
entrambos y se separaron para siempre... Observé la extraña expresión del
rostro de aquel preso cuando volvió a la cuadra…
¡Ah, se aprende allí a soportarlo todo!
Al iniciarse el crepúsculo, se nos obligaba a retiramos a
nuestras cuadras respectivas, donde permanecíamos encerrados toda la noche.
¡Cuán penoso me resultaba abandonar el patio! Era la cuadra una sala larga,
baja de techo, sofocante, débilmente alumbrada por algunas velas de sebo, en la
que se respiraba un aire pesado, nausea-bundo. No comprendo cómo pude pasar
diez años en aquel lugar pestilente, en el que languidecíamos treinta hombres.
En invierno, especialmente, nos encerraban muy temprano y era preciso esperar
cuatro horas hasta que tocasen a silencio y durmiese cada cual, y era aquello
un tumulto continuo, una batalla de gritos, de blasfemias, de risotadas, de
arrastrar de cadenas; un ambiente infecto, un humo espeso, una confusión de
cabezas peladas al rape, de frentes ostentando el denigrante estigma, de
infelices harapientos, sórdidos, repugnantes. ¡Sí, el hombre es un animal
indestructible! Se podría también definir diciendo que es un animal que se
acostumbra a todo, y tal vez sería ésta la definición más adecuada que se haya
dado hasta hoy.
La población de aquel penal ascendía a doscientos cincuenta
presos. Este número era casi invariable, pues los nuevos condenados substituían
bien pronto a los que eran puestos en libertad y a los que morían.
Fragmento de: Memorias de la Casa Muerta o Memorias de la Casa de los Muertos.
Los invitamos a continuar su lectura; varios sitios generosos la ofrecen para descargar en forma gratuita.
“Sí, denostado, degradado… ¡el hombre sobrevive!
El hombre
es un ser que se acostumbra a todo;
ésa es, pienso, su mejor definición”
Memorias de la Casa de los Muertos
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