viernes, 19 de abril de 2013

“Este texto no fue escrito por mí; yo fui escrito por él” - Carlos Skliar


A esta altura de mi práctica docente en Contextos de Encierro, ya nada debería asombrarme ni maravillarme (aunque si así fuera, ya no podría estar ejerciendo).

Y esta suposición no es, en absoluto, la ostentación de ninguna soberbia, porque aun naciendo y reproduciendo mi vida cien veces, jamás adquiriría cierto grado de omnisciencia.

No obstante, parece factible que la experiencia vaya dotándonos de alguna habilidad de predicción. Es posible, sí, con respecto a algunos fenómenos. Pero cuando se trata de ese sutil entramado del vínculo humano, nada está sujeto a predeterminación. Menos, cuando ese vínculo se teje en el acto pluridimensional de la educación.

Personalmente, leer y escribir fueron mi refugio en momentos agónicos (creo que me lo susurró Dante porque lo había comprobado haciendo su duelo por Beatriz). Por eso, cuando se plantea la oportunidad, es la verdad que transmito. Pero no todos mis interlocutores pueden sintonizar con este mensaje inmediatamente; no obstante, siempre siento esa certeza interior de que en algún momento, y al modo de cada uno/a, la recomendación será vivenciada.

Así ocurrió con un alumno de Cárcel Central, una persona mayor a quien mucho estimo. Llamémosle Álvaro. Hace tres o cuatro años cursó Primero de Secundaria; conmigo, Idioma Español. Sin duda, su situación interior contribuía a complejizar todo lo que vivía y, cuando rindió su examen, me transmitió la decisión de que no cursaría el segundo año de Lengua porque, entre todas las asignaturas, le parecía la más difícil y embarazosa hasta el punto de conflictuarlo. ¡Qué drama me significó su confesión!

En marzo de este año, se acercó a conversar. Desde su punto de vista, su panorama interior no había cambiado. Entonces le recordé aquel consejo. “Sí, sabés que tenías razón. Porque empecé a escribir y me ha aliviado mucho”, me respondió. Yo me envalentoné y le propuse que se atreviera a cursar, que le prepararía un programa ajustado a sus necesidades, un programa que no le generara aquella vieja tensión. Aceptó.

A la clase siguiente, le planteé “la fórmula mágica” que llevaba preparada. Para mi total sorpresa y gratificación me dijo: “No, Ana, voy a cursar tal cual lo hagan mis compañeros. Perdoname si te hice trabajar en vano, pero me voy a animar”.

Al correr de las clases, me demostró que realmente está comprometido con su decisión y hoy, en especial, dejó un muy lindo testimonio de ello, que voy a compartir. ¿Por qué?

Porque cuando alguien sube desde su mero infiernillo (ése que todos llevamos dentro) o desde el Infierno cuasi-real al que rodó hace mucho tiempo por su delito, y es capaz de enfrentar de nuevo un tema tan sagrado como el Amor, bien vale mostrar ese acontecimiento. Como sostiene Carlos Skliar: “Es un acontecimiento, o sea, el estallido de sentido, es decir, las reconfiguraciones y reelaboraciones de la educación, de sujeto, de cómo este se ve y la forma de verse. Los acontecimientos sólo impactan a través de la relación que se establece con nosotros (relación, del otro, lo otro y los otros) en donde se provoca o produce algo del concernimiento personal”.

A los efectos de cohesionar el texto que leerán con la actividad concreta que lo originó, diremos que después de trabajar con la narración “Las Flores” (que también expondremos), solicité una producción que cerrara la historia, dado que presenta un final abierto; ninguna otra condición se planteó.



Las Flores

El escritor brasileño Nelson Rodrigues estaba condenado a la soledad. Tenía cara de sapo y lengua de serpiente, y a su prestigio de feo y fama de venenoso sumaba la notoriedad de su contagiosa mala suerte: la gente de su alrededor moría por bala, miseria o desdicha fatal.
Un día, Nelson conoció a Eleonora. Ese día, el día del descubrimiento, cuando por primera vez vio a esa mujer, una violenta alegría lo atropelló y lo dejó bobo. Entonces quiso decir alguna de sus frases brillantes, pero se le aflojaron las piernas y se le enredó la lengua y no pudo más que tartamudear ruiditos.
La bombardeó con flores. Le enviaba flores a su apartamento, en lo más alto de un alto edificio de Río de Janeiro. Cada día le enviaba un gran ramo de flores, flores siempre diferentes, sin repetir jamás los colores ni los aromas, y abajo esperaba: desde abajo veía el balcón de Eleonora, y desde el balcón ella arrojaba las flores a la calle, cada día, y lo automóviles las aplastaban.
Y así fue durante cincuenta días. Hasta que un día, un mediodía, las flores que Nelson envió no cayeron a la calle y no fueron pisoteadas por los automóviles.
Ese mediodía, él subió hasta el piso último, tocó el timbre y la puerta se abrió.

Eduardo Galeano
El Libro de los Abrazos



Allí apareció en escena la bella Eleonora y Nelson se quedó nuevamente atontado con tanta beldad.
Ella le preguntó: “¿Qué hace usted en mi puerta? Seguro que debe ser el dueño de la florería de la esquina. Si la tiene a la venta ya mismo se la compro; a mi novio le gustan mucho las flores”.
Recuperado Nelson de su primera impresión sobre la dama, interpretó el mensaje como un rechazo, pero su lengua era incontenible y le respondió:
-Hermosa señora, no se trata de un comercio. Yo sólo junto flores para el viento y para usted son todos mis pensamientos.
Con rápida respuesta, Eleonora le advirtió que ya estaba por llegar su novio, y como hacía mucho no se encontraban, quería cumplir con su deseo que era esperarlo de puertas abiertas.
No del todo convencido, Nelson intentó ya en retirada su último piropo:
-Recuerde que el amor es una flor que sólo crece en el borde de los precipicios... Yo sólo he venido a cobrarle las flores que no cayeron a la calle.
“¡Largo de aquí, poeta loco!”, fue todo lo que terminó gritando Eleonora.
Perdiéndose de vista se marchó del lugar Nelson, cargando a cuestas su mala suerte.


Álvaro
Cárcel Central