sábado, 29 de junio de 2013

Tener ojos en la nuca es prioritario


Educación, pobreza e igualdad: del “niño carente” al “sujeto de la educación”

Pablo Martinis

1 El artículo retoma y reformula elaboraciones del autor en el marco de una investigación en curso titulada “La formulación de las políticas educativas focalizadas a la atención de situaciones de pobreza en la enseñanza primaria en el Uruguay y su relación con el discurso de la seguridad ciudadana (1995-2002)” y dirigida por la Dra. Inés Dussel (FLACSO-Programa de Doctorado en Ciencias Sociales).


Presentación
Las “reformas educativas” de los años 90 en América Latina han tenido como característica común el partir de tres elementos sustantivos al pensar las relaciones entre educación y pobreza:
i) nombrar al sujeto de la educación como niño carente;
ii) postular la necesidad de un nuevo modelo de atención escolar para atender a estos niños;
iii) concebir a los maestros como técnicos a los que habrá que capacitar para trabajar con esos niños.
Esta triple construcción discursiva instaló, a nuestro juicio, una situación de emergencia educativa en la región.
Esta emergencia no se constituyó a partir del conjunto de dificultades y amenazas que el contexto de pobreza presenta a la escuela. Ni siquiera fue una consecuencia de la irrupción de los niños carentes en las aulas. Simplemente expresó, y expresa, la cara más cruda de un discurso educativo que renunció a la posibilidad de la educación. Renuncia a la educación que se concreta desde el momento que anula al sujeto de la educación, sustituyéndolo por el niño carente.
En el discurso de la “reforma educativa”, carencia es lo opuesto a posibilidad. El niño no puede aprender porque es carente, porta el síndrome de la carencia cultural, tal como se lo ha definido, por ejemplo, a nivel de algunos documentos no oficiales, pero generados en cuadros intermedios de la gestión educativa y que han circulado por las escuelas uruguayas en los últimos años.
La emergencia educativa tiene que ver, entonces, con el borramiento de uno de los actores de la relación educativa. Ello no implica otra cosa que la desaparición de la relación misma. Sin educando, ya no existe educador. El correlato del niño carente no es un maestro ni un educador, sino una figura que podría ser definida como contenedor-asistente social.
Emergencia educativa: la de una escuela que renuncia a enseñar, a poner en juego un saber.
Emergencia educativa: la escuela contiene y asiste. Emergencia educativa: ruptura no ya del lazo social, sino de la posibilidad de establecerlo.
Un concepto que se instaló en los discursos sobre lo educativo asociados a esta perspectiva fue el de equidad. Por ella se entendió la generación de ciertas formas de igualación en los puntos de partida de los sujetos, los cuales luego se desarrollarían en función de sus propias capacidades.


El desarrollo de esta perspectiva generó las condiciones para la práctica desaparición de la noción de igualdad de los discursos políticos y pedagógicos, de hecho, se estableció una
equivalencia discursiva entre igualdad y equidad, la cual penetró profundamente en el sentido
común de las discusiones sobre educación.
Más de una década después del momento de auge de estos planteos, entendemos que el desafío que se plantea al pensamiento pedagógico es el de reinstalar la posibilidad de desarrollo de lo educativo. La tarea central tiene que ver con postular la posibilidad de lo educativo, independientemente del contexto del que proviene el educando y de sus situaciones familiares, sociales, culturales.
Esto supone marchar contracorriente, ir contra el sentido común que han conseguido instalar los discursos reformistas, desarmar el discurso que asocia a la pobreza con la casi seguridad de bajos logros educativos.
Es claro que un punto de partida en esta tarea está marcado por una clarificación acerca de quién es el sujeto de la educación y cuál la tarea de la educación en relación con él.
Un sujeto de la educación es alguien en proceso de humanización, colocado en posición de recibir un legado, de acceder a la transmisión de aquello que la humanidad ha sido capaz de construir históricamente y que le ha valido devenir precisamente en eso: humanidad. Es una cría humana, que necesita de la educación, de la transmisión, para acceder al estatus de sujeto humano. ¿Debe entonces un sistema educativo, una política educativa, tomar como punto de partida aquello que denuncia deshumanización en el sujeto de la educación o debe apostar a reconocer en ese otro aquello que lo convierte en un ser más de la misma especie, en alguien en proceso de humanización? La primera formulación lleva a un callejón sin salida desde el punto de vista pedagógico; la segunda, habilita una posibilidad.

Este artículo pretende caracterizar el discurso desarrollado desde el marco de las políticas educativas en los 90, el cual, entendemos, condujo a la educación a este callejón sin salida, instando una situación de emergencia educativa. Para ello, realiza un rastreo de las formas de vinculación entre educación y pobreza presentes en el discurso desarrollado en el marco de la “reforma educativa” uruguaya (1995-1999)2 a través del análisis de una serie de documentos producidos por la gestión educativa en dicho período. Se toma el caso uruguayo como representativo de un desarrollo sobre lo educativo que trasciende largamente las peculiaridades del caso específico, vinculándose con un sentido común educativo de alcance continental.
A su vez, el artículo también busca trazar algunas líneas que recuperen la idea de posibilidad vinculada a la educación. Para ello, sugiere la restitución de la noción de igualdad al vocabulario pedagógico.

Rasgos de identidad fundamentales del discurso que articula educación y pobreza desde la perspectiva de la “reforma educativa” uruguaya

La educación como base de procesos de equidad social
La reforma educativa uruguaya ubicó como el primero de los cuatro objetivos generales en lo
que basó su accionar a “la consolidación de la equidad social”.

El cumplimiento de este objetivo se vinculó a acciones que debían impactar en cuanto a los niveles de cobertura del Todo ello, fundamentalmente, referido a alumnos ubicados en situación de NBI.
Este énfasis en la consolidación de la equidad social llevó a ubicar a la educación dentro del conjunto de las políticas sociales, generándose una identificación entre política educativa y política social, lo cual produjo una pérdida de especificidad de la primera. En términos de un documento de la propia Administración Nacional de Educación Pública (ANEP):
Este abordaje integral representa un cambio sustancial en el modo de aproximarse al tema dentro de nuestro sistema educativo, e involucra, necesariamente, una dosis considerable de recursos humanos y financieros, al tiempo que constituye una nítida apuesta en términos de política social: en otras palabras, al asumir la idea que la Educación cumple progresivamente, tal cual indicó el Director Nacional de la ANEP, Prof. Germán Rama, el rol de un Ministerio de Bienestar Social (ANEP, 2000:127)4 (Afirmaciones del estilo de las aquí presentadas no han estado ausentes en diversas manifestaciones públicas del Director Nacional de Educación Pública en el período 1995-1999. Valgan como ejemplo estos dos fragmentos tomados de versiones taquigráficas de presentaciones suyas ante la Comisión de Educación y Cultura de la Cámara de Senadores: “En la actualidad tenemos a la mayor parte de la población adolescente dentro de los establecimientos de enseñanza, lo que posibilita muchos logros. Uno de ellos refiere a las políticas de equidad, porque teóricamente se puede actuar con los muchachos dentro de los establecimientos dotándolos de alimentación, de libros y del bien que está peor distribuido: el capital cultural.[...] Con esa masa de más de 200.000 muchachos en la educación, podremos mantener una política de desarrollo cultural de la sociedad que antes era imposible. Precisamente, hoy la sociedad está dentro del sistema educativo y esto, que en lo inmediato ha ocasionado enormes problemas, brinda muchas posibilidades con miras al futuro, siempre y cuando tengamos políticas adecuadas” (16 de agosto de 1995, p. 8).
“Cabe destacar que deseamos llevar adelante este plan [de escuelas de tiempo completo], comenzando con una generación de primer año, a fin de tener tiempo para educarlos, para que jueguen y para que, al mismo tiempo, estén protegidos. En ese sentido, deseo indicar que algunos escolares tienen las llaves de sus casas, puesto que allí, cuando regresan, no hay nadie. Además, también se presentan dificultades sociales muy grandes en ciertas zonas marginalizadas. Todo esto hace que sea necesario que los niños estén protegidos, dentro de la escuela, la mayor parte del día” (23 de agosto de 1995, p. 19).

La construcción del niño como carente
La idea de niño en situación de pobreza que se construye desde los documentos consultados5
tiene que ver fundamentalmente con la constante asociación entre pobreza y bajo rendimiento
académico. Se entiende que algunas variables estructurales, tales como los niveles de ingreso
y de hacinamiento, sumadas a características familiares, como el estado conyugal de los padres y el nivel de instrucción de la madre, explican la producción de niños que no consiguen aprender en el marco de la educación formal.
La ubicación en el quintil de menor nivel de ingresos, asociada a condiciones de hacinamiento en la vivienda y a una madre de bajo nivel educativo y que no se encuentra formando parte de una pareja formalmente establecida, constituyen elementos que prácticamente aseguran el fracaso de los niños en la escuela. Esta elaboración está frecuentemente presente en el conjunto de los documentos analizados. Tomemos dos como ejemplo:

Todas las evidencias demuestran una fuerte asociación entre situaciones de pobreza, organización inestable de la familia, bajos niveles educativos de los progenitores y escasos logros educativos (ANEP, 1996a:1).
La aplicación de un censo en Matemática y Lenguaje en todas las escuelas urbanas y en la rurales de 10 ó más niños permitió identificar un conjunto de ellas con contextos socio-culturales desfavorables y muy desfavorables, definidos por la escasa educación de los padres, la inestabilidad familiar y la no satisfacción de necesidades básicas de los hogares (ANEP, 1998b:12).

Se entiende que estos hogares “no poseen cultura” y producen niños que faltan excesivamente a la escuela, no tienen internalizados mecanismos de gratificación diferida ni de respuesta a los estímulos, siendo la mayoría de ellos productos de embarazos precoces. Se trata de niños carentes en cuanto a poseer un rico lenguaje y un capital cultural y que tienen dificultades para la vida en relación, siendo el resultado de sus múltiples carencias la imposibilidad de aprender y, por tanto, el fracaso y la repetición. A su vez, los niños que se encuentran en estas condiciones tienden a agruparse en los barrios en que se encuentran las poblaciones de peor nivel sociocultural y económico. Se produce, de este modo, una clasificación de los barrios de Montevideo que identifica en un mismo conjunto el acceso a peores condiciones materiales de vida con los más bajos niveles de logro de aprendizajes.
La existencia de “una población escolar de condiciones desfavorables” se constituye en un problema para las autoridades de la enseñanza, ya que de no ser posible rescatar a los niños que se encuentran en esa situación se estará perdiendo una generación en la marginalidad, preludio de la asunción de conductas delictivas por su parte. Se debe “velar” por estos niños ofreciéndoles un espacio educativo de mayor extensión en cuanto a la jornada escolar, pasándose de las cuatro a las ocho horas diarias. De esta forma, se los protege de los “peligros de la calle”, se contrarresta la influencia negativa de la cultura de sus hogares y comunidades, se los asiste sanitaria y nutricionalmente y se les permite desarrollar aprendizajes.
Claramente se establece un quiebre entre el patrón de lo que se considera el niño normal y aquel otro que se construye como carenciado. Se constituye un nosotros y un ellos.
El imperativo de la equidad pasaría por la integración de ese ellos en un nosotros que se jerarquiza y construye como socialmente superior. Del conjunto de los documentos relevados,
destacamos un párrafo en el que esta idea queda más claramente establecida; éste es tomado
de una exposición del Director de la ANEP ante la Comisión de Educación y Cultura de la
Cámara de Senadores:
En nuestras familias de clase media educada, cuando un niño hace un ruido mientras estamos
haciendo un trabajo, le decimos: “Juan, no me harías el favor de quedarte quieto un momento
porque tengo que entregar este trabajo. Te prometo, si me ayudas, que después vamos a ir a
jugar a la plaza”. En esta frase hay una incitación al razonamiento, se emplean tiempos
condicionales, se concede una gratificación diferida –si ahora ayudas, tendrás tu recompensa–
y se revela toda una estructura de pensamiento. En un sector popular, la expresión más simple
es: “callate gurí de ...”, con la cual se expresa nada más que un imperativo. Éstos son los dos
capitales culturales con los que los niños llegan a la escuela, por lo que el problema mayor de
la equidad es otorgar a los hogares desfavorecidos un nivel mínimo, a fin de que lleguen en
igualdad de condiciones, tal como lo establece la Constitución de la República, en respuesta a
la organización política del país” (ANEP, 1995b:8)7.

Afirmaciones del tipo “de esa población”, “la población de esas características”, “los niños
que asisten a ese tipo de escuelas” jalonan el conjunto de los documentos relevados, dando
cuenta de la consolidación de una forma de clasificación de la población escolar que agrupa
en un mismo conjunto pobreza y bajos logros académicos.
Es claro que el niño carente es concebido como un desigual, un otro ubicado en un peldaño social y cultural inferior. Su única esperanza de poder ser visualizado, algún día, como un igual pasa por el acceso a una propuesta educativa que, tomando nota de su situación de desigualdad, pueda volverlo, trasmutarlo, en un igual.



La concepción de una escuela para los carentes

Resulta claro que, para esa población, el modelo tradicional de escuela ya no resulta pertinente.
Este modelo de organización escolar, que demostró ser a lo largo de este siglo una herramienta sumamente exitosa para alcanzar y consolidar la integración social y la equidad, no permite afrontar en la actualidad tres urgencias que jalonan al sistema educativo: en primer término, la asunción de la educación como un componente vertebral de las políticas sociales, estructuradas sobre la noción de integralidad; en segundo lugar, la incorporación de programas que atiendan los aspectos más acuciantes vinculados a la salud y la alimentación de los niños; finalmente, la extensión del horario de clase como una de las estrategias medulares en la redefinición del proceso educativo.
Asimismo, la constatación de los elevados niveles de repetición en los primeros grados escolares –fundamentalmente, en el primer año, situación que se ha mantenido incambiada en los últimos 10 años– subraya, aún más, la necesidad de ajustar el rol y la estructura institucional, docente, pedagógica, curricular y comunitaria de las escuelas.
La repetición en las escuelas públicas está asociada a una alta inasistencia, al bajo nivel educativo de la madre y a las carencias socioeconómicas de los hogares (medidas a través del hacinamiento) (ANEP, 2000:125).

Se entiende que la escuela debe jugar un rol central en “atender y rescatar” una porción de la población que se encuentra en situación de marginación. De hecho, como ya fue manifestado, al defender el Proyecto de Ley Presupuestal, el Director de la Administración Nacional de la Educación Pública llama la atención acerca de que si no se desarrollan políticas educativas se deberán desarrollar “políticas de cárcel”, ya que, a su entender, el no acceder a la educación por parte de los niños de sectores marginales los coloca en posición de integrarse a circuitos de delincuencia. No está de más prestar atención al discurso que se configura a partir de esta vinculación entre cárcel y escuela.

Ello lleva a la necesidad de reconsiderar el “modelo de escuela de tiempo simple”, ya
que se entiende que los magros resultados que obtienen los niños pertenecientes a “sectores
socioculturalmente desfavorecidos” pueden ser mejorados a través de una educación de una
mayor extensión de la jornada escolar. Por otra parte, se piensa la educación como un espacio
en el cual es necesario realizar un gran esfuerzo de compensación social, tanto a nivel
educativo como nutricional, sanitario y comunitario.
En lo que tiene que ver con el desarrollo de un conjunto de escuelas de tiempo completo, se establece que es una prioridad de la administración ir logrando abarcar, paulatinamente, dentro de esta modalidad al 20 % más pobre de los escolares del país. La fundamentación de la escuela de tiempo completo se apoya en investigaciones de la CEPAL (1991) en las cuales se plantea el factor vinculado al tiempo de exposición a los conocimientos como un elemento determinante en los bajos resultados académicos alcanzados por los niños pertenecientes a sectores desfavorecidos. A partir de esos trabajos, se postula la necesidad de extender la jornada escolar para los niños de esos sectores sociales.
Se entiende la escuela de tiempo completo como una respuesta ante los problemas de la inequidad social, destinada prioritariamente a los niños de “bajo rendimiento pedagógico”, los cuales necesitan más tiempo para aprender. De este modo, se naturaliza una situación.
Se trata de “romper el círculo de la casa” o el “círculo de la pobreza” a través de la acción educativa, buscando la “formación educativa” y la socialización de los niños en normas y valores.
En el nivel curricular, estas escuelas continuarían funcionando basadas en el Programa Común de nivel primario y, a la vez, apuntarían al desarrollo de un proyecto pedagógico institucional que enriquezca la propuesta curricular. Un elemento base de este enriquecimiento tiene que ver con que el equipo docente de cada escuela pueda identificar las características de la insuficiencia cultural del medio social del que provienen los niños, a los efectos de poder trabajar sobre ellas. En síntesis, de trata de brindar a los niños un entorno organizado, con normas explícitas y consensuadas que ofrezcan un encuadre claro, ordenado, previsible, benevolente y continente, que le ofrezca al niño una experiencia de vida diferente que lo marque significativamente tanto a nivel del conocimiento como del desarrollo afectivo y que le ofrezca oportunidades para el
desarrollo de la autoestima y la confianza en sí mismo (ANEP, 1998c).
Esta tan peculiar forma de entender a la institución educativa necesita de un maestro también
especial.

Un maestro para los carentes
Como ya fue planteado, uno de los objetivos que guía el proceso de reforma educativa es el de
la “dignificación de la formación y la función docente”. Específicamente para el trabajo en
contextos de pobreza se plantea la necesidad de capacitar y actualizar en servicio a los maestros que se encuentran trabajando en esos contextos (ANEP, 1995a).
Se entiende que la formación de grado recibida por los maestros no los ha preparado para el trabajo con “niños de ese tipo de escuelas”, lo cual coloca el imperativo de desarrollar
programas de capacitación. Es de destacar que el término capacitación es el que se emplea
para hacer referencia a los cursos que se brinda a los maestros luego de haber obtenido su
título y encontrarse trabajando en escuelas públicas.
Es interesante destacar que, del mismo modo que para los alumnos asistentes a las escuelas de tiempo completo, se entiende que una mayor y sistemática exposición al conocimiento será efectiva como estrategia de capacitación docente. Valga como ejemplo la siguiente descripción de una de esas actividades de capacitación, en la cual, a su vez, puede apreciarse el nivel de infantilización que se proyecta sobre los docentes:
En este momento hemos podido observar en Punta del Este el comportamiento ejemplar de ciento diez docentes que llevan ya cuarenta y cinco días en un régimen de internado. Digo esto porque sus jornadas comienzan antes de las 7:00 de la mañana; a la 7:15 están desayunando; a las 7:30 suben a los ómnibus y a las 8:00 comienzan las clases en los salones cedidos por el Cantegril Country Club. Continúan sus clases hasta las 10:00, tienen un recreo de 15 minutos y luego continúan hasta las 12:00. Posteriormente se les concede 30 minutos de descanso, oportunidad en la cual se los traslada hasta la cafetería de la terminal de Maldonado, donde en acuerdo con la Intendencia cofinanciamos los gastos de alimentación. Retornan a las 14:00 horas,
tienen clase hasta las 16:00; 15 minutos de recreo y reanudan nuevamente hasta las 18:00. A las 19:00 horas cenan, a las 20:00 regresan a los hoteles y se dedican a estudiar (ANEP, 1995b:130).

Se entiende que la capacitación de los docentes “para el trabajo pedagógico con este tipo de
educandos” (ANEP, 1996a) es un elemento clave para el mejoramiento de los aprendizajes de
los niños. Se busca dotarlos de “conceptos y herramientas que permitan un abordaje integral
de los problemas y las necesidades de los alumnos asistentes a escuelas con altos índices de
fracaso escolar, así como las estrategias requeridas para su reducción” (ANEP, 1998b:26).

La capacitación, que se desarrolló en el marco del Programa Nacional “Todos los niños pueden aprender”, se organizó en jornadas enteras los días sábado, cada quince días durante cinco meses al año y se refirió a: 1. dotar a los maestros de herramientas para desarrollar acciones de comunicación con las familias; 2. favorecer el desarrollo por parte de los maestros de acciones motivacionales y otorgarles técnicas de enseñanza que permitan reducir el fracaso escolar en primer año. A su vez, los maestros debían realizar actividades de recolección de información en torno a las características socioculturales de los hogares de los alumnos. Luego de finalizada la etapa presencial del curso, debían utilizar la información recolectada para presentar proyectos de reorientación de las escuelas a los efectos de enfrentar las dificultades que provenían del medio social9 (ANEP, 1998b).

Es significativo visualizar que el medio social del cual proviene el niño es caracterizado como un obstáculo para el desarrollo de la propuesta educativa que los maestros deben llevar adelante. El maestro educa enfrentando este obstáculo y la capacitación se torna una herramienta fundamental en esa lucha. Dentro del conjunto de los documentos con los que hemos trabajado surge claramente la noción que entiende la capacitación como la transferencia a los maestros de herramientas (técnicas) que favorezcan el aprendizaje de esos niños. Están ausentes las referencias a la posibilidad de reflexionar sobre la propia práctica docente o problematizar ésta y sus condicionantes institucionales y político-educativas. Mucho menos está previsto que se articule una reflexión acerca de los procesos económicos y políticos que producen la pobreza. Los maestros son concebidos como técnicos a los que se debe instrumentar para el desarrollo de una tarea y no como profesionales aptos para organizarla.

Dentro del propio discurso de la “reforma” se instala una paradoja. Por una parte, se concibe al maestro, a través del desarrollo de las actividades de capacitación –y particularmente en las escuelas de tiempo completo–, como un actor fundamental a los efectos de lograr que los niños desarrollen aprendizajes. A su vez, y por otra parte, su rol se dibuja desde el espacio del cuidado a niños que de otro modo se encontrarían en la calle, carentes de la protección de un adulto10 (No estamos pretendiendo plantear que el cuidado del niño no sea un elemento constitutivo de cualquier relación educativa. De lo que se trata es de enunciar que no hay relación educativa posible únicamente sobre la base del cuidado, la asistencia, la contención...)


Un discurso que articula niñez, marginación y peligrosidad

A partir del recorrido realizado en el apartado anterior por algunos rasgos de identidad del discurso de la reforma educativa uruguaya en relación a la pobreza, nos interesa aquí pasar en
limpio algunas características generales de dicho discurso. Entendemos que éstas no
constituyen patrimonio exclusivo del caso uruguayo, sino que pueden ser vistas como comunes a los diversos procesos desarrollados en numerosos países de América Latina.
El discurso que se genera desde el proceso de reforma educativa tiene como uno de los recursos de construcción de legitimidad que lo sostienen el hecho de presentarse como inserto en una tradición de la escuela uruguaya, la cual se origina en una reforma a la que se reconoce una vigencia de un siglo. Esa legitimidad tiende a posicionarse en la idealidad distante de un origen, en una tradición que remite a un pasado ideal en el cual estaría contenida la esencia de la educación. Se entiende que esta tradición debe ser hoy reactualizada a través de una refundación del sistema que no altere los principios rectores sobre los cuales fue históricamente construido.
El carácter total y completo de la educación que se retoma de la tradición habría entrado en crisis en los años 60, de la mano de la crisis del modelo de desarrollo en la cual se insertaba. La tarea que la “reforma educativa” identifica como prioritaria en los años 90 podría leerse como la de recrear ese carácter completo de lo educativo, estableciendo las formas a través de las cuales la educación transforma la sociedad y aborda el problema de la pobreza desde la perspectiva de la equidad.

La construcción discursiva desde la cual se pone en escena la reconstrucción de este papel social de la educación tiene que ver con insertar la educación dentro del conjunto de las políticas sociales. Esta inserción no se da desde un lugar secundario o subordinado, sin que se entienda que la educación debe ser el pilar de las políticas sociales. La educación no cumple su tarea de re-generar la sociedad por sí, sino que lo hace desde un espacio articulador del conjunto de las políticas sociales. En este marco, la educación se ubica como un espacio fundamental de fortalecimiento de la democracia, de combate a la pobreza y a la marginalidad, de desarrollo de la competitividad económica y social y de reducción de las desigualdades en la distribución del ingreso. Como puede verse, la creencia en las bondades de la educación permanece intacta, pese a la constatación de la situación de crisis, generándose un discurso que reivindica ubicarse en el lugar de lo verdadero y se constituye como el único posible. Este discurso cuenta con una doble base de apoyo: su fuerte apelación a la tradición y la profusamente desarrollada base empírica que lo retroalimenta constantemente.

La educación primaria en particular es colocada en un lugar central en la construcción de procesos de integración social. Para ello, se plantea en el discurso reformista, debe valorarse claramente su estatus de política social, debe, entonces, tenderse a la integración coordinada de otros sectores sociales en la acción educativa (particularmente, alimentación y salud) y deben extenderse los tiempos escolares, “como única forma de respetar las desigualdades en los ritmos de aprendizaje”. En síntesis, la educación todavía puede integrar, de lo que se trata es de cubrir algunas necesidades “no estrictamente educativas” de los niños y de disponer de más tiempo para la acción educativa: una dosis reforzada de escuela entendida como asistencia social.

La intención integradora de la escuela choca, dentro del mismo discurso, con una novedad en la forma de estructuración de la sociedad: la existencia de una “categoría socia que por diversas razones se encuentra marginada de la sociedad” (ANEP, 1998b). A lo largo del conjunto de los documentos relevados se hace referencia a una situación de marginación social, sin hacer referencia en ningún caso a las condicionantes estructurales de corte económico y social que generan estas situaciones. En contrapartida, de la mano de una constatación empírica, con fuerte base estadística, de la asociación entre niveles de pobreza y bajos resultados en la escolarización se tiende a construir una explicación en la cual el propio marginado es responsable de la situación, trasmitiéndole los patrones de insuficiencia cultural a sus hijos. Ante esta cadena o círculo de reproducción de la pobreza, emerge la escuela como entidad que hará posible la integración social, vía la superación de la carencia cultural. El mandato redentor inscripto en la fundación de la escuela uruguaya se mantiene vigente, aunque adaptado a un tiempo social e histórico diverso.

Es interesante apreciar cómo las condiciones que generan y producen el fracaso en la escuela se definen fuera de la escuela y son las mismas que tienden a llevar a los individuos a la marginación y la delincuencia. Como decíamos antes, el fracaso de la escuela tiende a reenviar la responsabilidad a los propios sujetos que son excluidos, ya que el fracaso es responsabilidad de sus propias carencias y de las de su medio. Se constituye así un nuevo tipo de sujeto, negación del sujeto educativo: el niño social y culturalmente carente, antesala, de no mediar una eficaz acción educativa, del adolescente o joven delincuente.

A través de la construcción de este sujeto se delinea la existencia de una población. Ésta ocupa un territorio, en un doble sentido. En un sentido geográfico, se agrupa en determinados barrios y zonas, las cuales pueden ser claramente delimitadas en un mapa, por ejemplo, de la ciudad de Montevideo. La descripción que se hace de estas zonas linda con la noción de gueto o, más precisamente, de hipergueto (Wacquant, 2001- En relación al hipergueto, Wacquant (2001:110) plantea: “Sus límites físicos son más bien borrosos y sus instituciones dominantes ya no son organizaciones que alcancen a toda la comunidad (como las iglesias, hospedajes o la prensa negra), sino burocracias estatales (welfare, la educación pública y la policía) cuyo
objetivo son las ‘poblaciones problema’ marginalizadas. Porque el hipergueto ya no es un reservorio de los trabajadores industriales disponibles, sino un mero lugar de desecho para las numerosas categorías de las cuales la sociedad circundante no hace uso político o económico alguno. Y está saturado de una sistemática inseguridad económica, social y física, debido a la erosión del mercado de trabajo asalariado y el apoyo estatal, erosión que se refuerza mutuamente”.). En un sentido social, ocupan un territorio no ya definible geográficamente, sino social y culturalmente. La pertenencia a ese territorio de lo social tiene que ver con el hecho de carecer de un conjunto de saberes, hábitos y pautas de conducta necesarios para ser parte de la porción integrada de la sociedad. El territorio de la carencia social y cultural es concebido como lindero, pero también superpuesto, con el de la delincuencia.
Las fronteras entre territorios se marcan muy claramente en el discurso reformista. La
educación se constituiría en una especie de pasaporte para pasar de un territorio a otro, del
territorio de la carencia al de la integración. De todos modos, es claro que el hecho de tener la fuerza para definir y clasificar a determinados grupos sociales es generadora de ciertos
efectos, de ciertas consecuencias16 (Popkewitz y Brennan, 2000- “Nuestro lenguaje está ordenado por principios de clasificación formados socialmente, a través de una miríada de prácticas del pasado. Cuando los profesores hablan sobre escuela como gestión, sobre enseñanza como producción de aprendizaje, sobre niños pertenecientes a grupos de riesgo, esos términos no son simples palabras del profesor, sino que forman parte de formas históricamente construidas de razonar, que son a la vez los efectos del poder. Una epistemología social estudia el lenguaje como efectos del poder”).

Fundamentalmente nos interesa destacar el efecto de poder que supone tener la fuerza para fijar una determinada versión de las relaciones sociales. El relato que se construye vuelve sobre los sujetos fijándolos a las posiciones en las cuales se los ubica. Es claro que el conjunto de interpelaciones (en el sentido que desarrolla Hernández, 1992) que el discurso educativo de la reforma lanza sobre los niños de sectores pobres (carentes de hábitos y normas, desfavorecidos, sin cultura, repetidores, ausentes, incapaces de aprender, marginados...) no lo hace sin consecuencias. La organización de un “modelo escolar” basado en la idea de la radicalidad de la carencia del educando genera en su propio marco las condiciones para la reproducción de la carencia. Diríamos que la reproducción de la carencia es constitutiva de este discurso.
El establecimiento de una cadena de equivalencias del tipo: fracaso en la escuela situación
de marginalidad-delincuencia viene a reforzar el carácter determinista del discurso.

En definitiva, se parte de una situación de imposibilidad para el aprendizaje sobre la cual la
escuela debe tratar de influir. En el caso –probable, según la formulación que se realiza– de
que la escuela fracase, la alternativa de futuro es la internación en cárceles. La posibilidad de
un pensamiento prospectivo que delinee eventuales “futuros posibles” (Arocena, 1993)
queda inhabilitada, ya que el futuro parece estar inscripto en el diagnóstico que se realiza. Trabajar prospectivamente tiene que ver con tener en cuenta que: “Dibujar una cierta gama de escenarios no puede implicar la afirmación –salvo en casos triviales– de que alguno de ellos necesariamente se hará realidad. [...] Se trata de anticipar no sólo riesgos, sino también oportunidades, de identificar factores que pueden coadyuvar a obtener o a evitar ciertos efectos, de servir como una guía para la acción, ubicándola en un marco temporal y contingente”

El aumento del tiempo que diariamente ciertos sectores sociales deberían asistir a la
escuela se fundamenta en dos conjuntos de argumentaciones: 1. la necesidad de una mayor
exposición al conocimiento, ya que estos niños “necesitan más tiempo para aprender”; 2. el
colocar al niño en un ambiente que lo contenga, le satisfaga necesidades básicas de
alimentación y salud y lo tenga a resguardo de los “peligros de la calle” y de hogares en los
cuales se encuentra sin referentes adultos.
Esta propuesta educativa es nominada de “Tiempo Completo”; como si lo que se pretendiera es ocupar todo el tiempo del niño a los efectos de educarlo, socializarlo y sustraerlo de influencias negativas provenientes del medio social en el cual vive y ante el cual la escuela y los maestros se enfrentan. Más allá de la exposición de la polémica acerca de la relación tiempo/aprendizajes, nos parece interesante tomar en cuenta el componente que supone el pretender aislar al niño para poder educarlo. Existe la pretensión de poder tener una influencia educativa absoluta, total, completa –como el tiempo– sobre el niño a los efectos de poder cambiarlo, alterar su código cultural y lingüístico para volverlo un niño normal, integrado.

Para ello es necesario construir un nuevo modelo de escuela, alterar el “modelo de escuela de tiempo simple”. De algún modo, sería posible establecer un parangón entre el surgimiento de la educación especial en los tiempos fundacionales del sistema educativo centralizado y estatal, como espacio al cual poder derivar a aquellos niños que no se ajustaban al modelo de normalidad y que eran incapaces de aprender como el resto de los niños, y el modelo de escuela de tiempo completo. La escuela de tiempo completo también está dirigida a niños que no se ajustan a los patrones de normalidad y que no pueden aprender como sí lo hacen los niños “normales”. Se constituyen así otros niños, desiguales, carentes, para los cuales es necesario construir otra escuela.
De todos modos, existe una diferencia entre las escuelas especiales y las de tiempo completo. Ésta está dada por el hecho de que la gestión educativa aspira a colocar en ellas un 20 % del total de los escolares uruguayos. La educación especial nunca constituyó un fenómeno tan masivo. Por otra parte, el aumento de la cantidad de niños que viven en situaciones de pobreza en Uruguay en los últimos años no hace sino abrir la puerta para una necesidad de integrar más niños a las escuelas de tiempo completo. Siguiendo la lógica discursiva de la “reforma”, cabría realizar una hipótesis en la cual la mitad de los escolares uruguayos deberían asistir a escuelas de tiempo completo como consecuencia de su situación de precariedad social y cultural.
Es claro que, siguiendo esta línea argumentativa, las poblaciones que viven en contextos de pobreza son construidas desde una doble caracterización: son, a la vez, poblaciones en riesgo y poblaciones peligrosas (Wacquant, 2000). Están en riesgo, ya que no acceden a estándares mínimos de integración social. Ese riesgo es atacado desde el conjunto de las políticas sociales con un esfuerzo compensatorio, de búsqueda de “equidad”.
Particularmente, la educación desarrolla un esfuerzo compensatorio a través de un aumento de
la cantidad de horas de asistencia a la escuela y de la prestación dentro de ella de un conjunto
de servicios sociales. El fracaso de esta estrategia de carácter compensatorio coloca a estas
poblaciones en su segunda caracterización: poblaciones peligrosas. El fracaso de la educación
en su esfuerzo compensatorio y de desarrollo de procesos de equidad social permite que el
tránsito –naturalizado– entre pobreza y delincuencia se produzca. Así, el sujeto carente muta
en sujeto peligroso. La compasión que a la escuela y a la sociedad generan los niños pobres
desaparece, surgiendo un nuevo cuerpo, adolescente, juvenil, marcado por la peligrosidad de
sus potenciales acciones.

Es claro que este discurso tiene mucha penetración en el sentido común de la sociedad
uruguaya. Es ésta una sociedad que quiere creer en el carácter democratizador e igualador de la escuela, recuperando su tradición, y que, a la vez, se inquieta por los fenómenos –manejados desde los medios de comunicación social– de crecimiento de la violencia y los comportamientos “antisociales” de adolescentes y jóvenes.

Creemos que es en este sentido como es posible explicar –provisoria y tentativamente– la aceptación que las políticas compensatorias, del estilo de la escuela de tiempo completo,
tienen en la sociedad uruguaya. La pobreza y sus consecuencias de violencia y agresión emergen como preocupaciones que siempre están a la orden del día en las agendas de los medios de comunicación. A su vez, ocupan los primeros lugares cuando se realizan mediciones de opinión pública acerca de los problemas que más preocupan a los uruguayos.
En este sentido, la problemática de la pobreza emerge como un problema de gobierno (en el
sentido de Foucault, 1991). Entendemos que ello genera un campo propicio para que discursos del orden de la clasificación social en relación a la posesión o no de ciertos atributos sociales y culturales sean aceptados y asumidos. Se convierten en parte del sentido común, como parte de sus efectos de poder. Creemos que, por algunas características de la sociedad uruguaya, el discurso que se genera desde la gestión de la educación ocupa un lugar central en esta situación.
De este modo, se tienden a naturalizar ciertos discursos, colocándolos en el lugar de lo verdadero. Como consecuencia, sus efectos son también naturalizados, justificados, asumidos.
Nuestra hipótesis, sobre la cual continuamos trabajando, es que asistimos a la articulación de
una serie de procesos que podríamos denominar de gobierno de la pobreza o de gobierno de
la miseria (Wacquant, 2000). Éstos tienden a generar tecnologías en función de las cuales
clasificar y concentrar a aquellas poblaciones construidas como peligrosas. La antítesis
escuela/cárcel introduce la preocupación por la “seguridad ciudadana” (IELSUR, 1997;
UNICEF-DNI, 2003) y la coloca en un lugar de primer orden. Esto se reafirma educativamente, ya que el sujeto de la educación es construido desde el lugar de la carencia y la imposibilidad de aprender y no desde el lugar de la posibilidad. El no partir de un discurso que rescate la posibilidad de aprender clausura la posibilidad de la acción educativa, dejando solamente en escena la hipótesis del control y la represión.

La recuperación de la noción de igualdad. El lugar del sujeto de la educación.

Decíamos al comienzo de este artículo que el discurso de la reforma educativa reniega de lo
educativo e instala una situación de emergencia educativa. Planteábamos que discursos de ese
orden conducen a lo educativo hacia un callejón sin salida en la medida que propician el
borramiento del alumno, del sujeto de la educación, constituyéndolo como un niño carente.
También planteábamos la posibilidad de pensar las cosas desde otro punto de partida:
reconocer en ese otro aquello que lo convierte en un ser más de la misma especie, en alguien
en proceso de humanización. Abrir una posibilidad.

Abrir una posibilidad supone concebir al otro como capaz de habitar esa posibilidad, ser un sujeto de la posibilidad. Ésta es justamente la posición opuesta a la de visualizarlo como un carente. En este sentido, ¿existe alguna diferencia entre un maestro cualquiera y un alumno cualquiera? No. Ninguna. Son iguales en tanto sujetos de posibilidad. Eso no depende de contextos ni de necesidades básicas. Es un dato a priori.

Quizá ésta sea una de las lecciones que es posible extraer de El maestro ignorante de Rancière (2002:56): 
“Lo que atonta al pueblo no es la falta de instrucción, sino la creencia en la inferioridad de su inteligencia”.
Inferioridad de la inteligencia podría ser uno de los nombres de la carencia cultural.
Cuando pensamos el espacio educativo como un espacio de desarrollo de tecnologías de “gobierno de la pobreza”, lo estamos pensando desde la perspectiva del lugar en el que se clasifica, ordena, atiende, contiene a los sujetos; procesos todos mediante los cuales se instituye desigualdad al reafirmar el precepto de la inferioridad de su inteligencia. Ésta constituye, evidentemente, una intervención político-pedagógica. El certificado de “buena fe” de esa intervención tiene un nombre: “trabajamos por la equidad”.

Entendemos que el desafío pedagógico de la hora es trabajar como educadores desde una intervención político-pedagógica que reinstale la noción de igualdad en los debates/prácticas educativas. Igualdad no como punto de llegada de la educación –al modo de la equidad que nunca llega–, sino como su punto de partida. Su a priori.

Se trata de una igualdad que en el debate educativo latinoamericano, como plantea Inés Dussel (2003:68), “está borroneada por las retóricas de la equidad y la educabilidad que pululan en los discursos educativos, que sacaron hace rato de sus presupuestos la posibilidad de considerar a los pobres, los marginales o los perdedores como iguales y se conforman, en el mejor de los casos, con gerenciar la crisis y silenciar los conflictos”.

De lo que se trata, más allá de la carencia cultural y de todas las profecías tecnocráticas que anuncian la repetición de la deshumanización, es de reinstalar en el lenguaje pedagógico la noción de igualdad. No ya desde el proyecto propio de la fundación del sistema educativo moderno que la entendió como homogeneización, sino desde una perspectiva que habilite a pensarla como una conjunción de lo que nos identifica y lo que nos diferencia, en una misma operación. Obviamente, esto supone renunciar a entender la diferencia como una amenaza e inaugurar la posibilidad de una lógica de la articulación de diferencias sobre la base de un proyecto de inclusión.
No creemos que esto sea una novedad para muchos maestros y educadores que diariamente asumen su tarea educativa desde el lugar de desafiar la inteligencia de sus alumnos/educandos, porque los consideran sus iguales, más allá de sus condiciones de vida o del lugar que ocupan en una escala de satisfacción de necesidades básicas. Ellos lo saben, “el hombre es una voluntad servida por una inteligencia” (Rancière, 2002).


Publicado en Martinis, Pablo y Redondo Patricia (comps.) (2006) Igualdad y educación escrituras (entre) dos orillas, Buenos Aires, del estante editorial, págs. 13 a 31.