sábado, 20 de julio de 2013

Los trabajadores del conocimiento

El maestro como intelectual


"Es responsabilidad de los intelectuales decir la verdad y exponer la mentira"
Noam Chomsky



Hay muchas maneras de definir las cosas: según su función, su forma o sus atributos. Así, un intelectual puede ser un “trabajador mental” al uso marxista, o un opinador erudito que “habla en difícil” si se lo mira desde el imaginario popular. Para un caricaturista el intelectual es un tipo con barba “candado”, anteojos de carey y pipa, y para el político un presuntuoso con propensión a encontrar objeciones morales donde él sólo ve “un buen arreglo”. Pese a que es una obviedad decir que el trabajo del educador no tiene nada de muscular, pocos aceptarían hoy que un maestro de escuela pueda pertenecer a la “inteligentzia”.

No obstante, hasta la primera mitad del siglo XX los docentes gozaban de un considerable status social como parte de la “clase pensante”. Si bien se aceptaba que no eran sabios al estilo de un científico, la maestra y el maestro sabían ser reconocidos como la voz de la autoridad en cuestiones tan vitales como el desarrollo madurativo, mental y afectivo de los niños y jóvenes, y su ascendiente social en estos asuntos se percibía como decisivo. No serían los productores de la cultura, pero sin duda eran vistos como quienes la hacían posible sentando sus bases. Podían no ser capaces de alterar el orden social a corto plazo, pero indudablemente sus enseñanzas ostentaban el poder de determinar el curso futuro de las comunidades, las naciones, e incluso del planeta entero. La percepción de este poder hizo exclamar a Bertrand Russell: “¡Una generación de maestros valientes y osados bastaría para cambiar al mundo erradicando la injusticia y el sufrimiento para siempre!” (On Education, 1926). ¿Qué otra fuerza que no fuese la de un corazón ardoroso en perfecto control de la mente podría dar cuenta de semejante empresa? Y por si fuera poco, recuérdese la máxima de John Dewey: “Educar es enseñar a pensar, no qué pensar", una
misión indiscutible del intelecto, para el intelecto.

La situación ha cambiado. Hoy, la reticencia popular a considerar intelectuales a los maestros se debe en gran medida a que el resultado de sus elucubraciones rara vez se vulgariza y sólo circula en “el ambiente”, en tanto quienes opinan y aconsejan sobre la educación y sus problemas en la televisión o en los periódicos -la cara visible del pensamiento pedagógico- son por lo general abogados, industriales, artistas o doctores en Economía, porque es regla de los medios consultar a los notorios en lugar de a los notables en todo tema importante. Además, cierta modestia de los maestros conspira en su contra, porque son pocos los que osarían opinar en público sobre la factibilidad de una represa o las técnicas de construcción de una usina nuclear, mientras que cualquier ingeniero se siente libre por completo para dar su parecer sobre cómo se debe enseñar o de qué forma tiene que organizarse el sistema educativo.
De esta manera, las ideas que los maestros pudieran tener acerca de la sociedad y la política en relación con lo educativo, o sus percepciones sobre el modo en que lo pedagógico afecta al entorno social, son tapadas por una nube de charlistas sin mérito profesional para la crítica, y sólo asoman de la mano de unos pocos personajes carismáticos que por lo general han huido tempranamente de las aulas. Suele decirse que los que no saben hacer se dedican a enseñar, pero el sarcasmo bien podría convertirse en “los que han fracasado enseñando son quienes con más vehemencia se ponen a opinar sobre la enseñanza”. Aunque, como en todo, sobran excepciones para confirmar la regla, el resultado general es que el hombre común no da crédito a la opinión de la maestra de sus hijos salvo que se trate de asuntos muy específicos, y aún así no con mucho convencimiento.

La visión ordinaria equipara al intelectual con el ideólogo, que es quien se dedica a elaborar o a analizar las ideas fundamentales de la cultura o de alguna parte de ella. En esencia, el ideólogo es un filósofo, pero este es un traje que no parece cortado a medida de las humildes maestras formadas a los apurones en un par de años de profesorado. Para filosofar es menester haber fatigado la Universidad, cuando menos, y por eso la filosofía natural, espontánea de quien convive a diario con la realidad y la mira cara a cara resulta poco interesante por falta de status académico.

En estas épocas, cuando la influencia de la familia como generadora de comportamientos sociales y difusora del conocimiento básico y la cultura ha mermado hasta límites alarmantes, el maestro recibe de la comunidad el mandato de ocuparse de cosas de tanta importancia que parece broma que su opinión sobre ellas no sea tenida en cuenta. Contrario sensu, es increíble que en cuestiones tan vitales como la educación de la infancia se prefiera prestar oídos a los advenedizos.

En el pasado la institución escolar validaba o encausaba lo que los niños recibían de sus familias numerosas e influyentes, agregando el corpus académico elemental para alfabetizarlos y para acercarlos paulatinamente a las manifestaciones más complejas de la cultura con el fin de producir hombres y mujeres armónicamente insertados en la sociedad, útiles a ella y a sí mismos. Hoy, en cambio, con el núcleo familiar inmerso en una crisis disolutoria, el maestro se ha convertido en casi la única alternativa de formación racional, ordenada y moral frente al otro gran actor educativo: los medios, y a pesar de la gravedad del problema se insiste en considerar a los educadores intelectuales de tercera clase, obreros de la mente sin capacidad ni derecho para pensar sobre su propio trabajo o, en el mejor de los casos, sin autoridad para expresar su sentir.

Es cierto que el nivel cultural de los maestros, sobre todo en esta parte del mundo, ha decrecido notablemente en las últimas décadas. Por la misma razón es verdad que mucho del conocimiento experimental que elaboran no puede manifestarse con la claridad suficiente. Pero eso no explica que en todas partes el debate educativo se haya vuelto dogmático y superficial, ni que esté siendo protagonizado por grupos políticos, por economistas y por corporaciones transnacionales como el Banco Mundial, cuyos thinktanks rentados aspiran a dirigir la educación como si fuese una operación financiera.

Para Antonio Gramsci “todos los hombres son intelectuales, pero no todos cumplen la función social de intelectuales” (Gli intellettuali e l'organizzazione della cultura, 1949). Pareciera ser que estamos frente a un caso donde esa función social le es negada de facto a un grupo numerosísimo de “trabajadores mentales”.

La explicación tal vez se esconda detrás de los intereses en danza. En 1994, Peter Drucker advirtió sobre el nacimiento de una nueva clase: los trabajadores del conocimiento (“knowledge workers”). Este grupo debe su rol social, su empleo y su modus vivendi a la educación formal; puede poseer habilidades manuales o efectuar labores musculares, pero éstas son totalmente dependientes del saber específico. Drucker ejemplifica con el neurocirujano: no importa cuánta habilidad tenga una persona con el bisturí, sin los conocimientos médicos y anatómicos apropiados le es imposible acometer la más trivial de las operaciones (aunque cabría preguntarse qué tiene de original esto, ya que lo mismo se aplica al constructor de pirámides en el Egipto antiguo o al labrador paleolítico...).

Los trabajadores del conocimiento no son mayoría aún, pero sí quienes lideran el progreso humano. Las implicaciones que Drucker ve en esta realidad son inquietantes. En primer lugar, “la educación escolarizada se convertirá en el centro de la sociedad del conocimiento, y la escuela será su institución clave” (Knowledge Work and Knowledge Society, The Social Transformations of this Century, Peter F. Drucker, Mayo 4, 1994), aunque anticipa que esta escuela tal vez no tenga la forma que hoy conocemos y se muestra convencido de que “la performance de las escuelas y sus valores básicos se volverán una preocupación de la sociedad entera, dejando de ser considerados asuntos profesionales de responsabilidad exclusiva del educador”.
  
Otras conclusiones hacen sonar una ruidosa alarma para los educadores: el tipo de conocimiento útil en este orden social será altamente especializado, y por esa razón nuestra idea de la educación y el hombre educado cambiará por completo; la nueva sociedad se volverá mucho más competitiva que todas las que hemos conocido y, por último, el trabajador del conocimiento será fundamentalmente un empleado al servicio de las organizaciones, porque su extrema especialización hará imposible para él trabajar de otro modo que no sea en sintonía con otros trabajadores con saberes complementarios.

En el párrafo final de su seminal exposición sobre la Era del Conocimiento en Harvard, Peter Drucker deja perfectamente establecidas las prioridades:
“Sin lugar a dudas habrá problemas sociales, y muchos. El advenimiento de los trabajadores del conocimiento y la emergencia de la sociedad del conocimiento propondrán nuevos problemas y desafíos sociales que nos ocuparán por décadas. Pero el hecho central de la emergencia de la sociedad del conocimiento no es que nos enfrenta a problemas sociales, sino que está creando oportunidades sociales sin precedentes” (P. Drucker, op. cit.)

Convenientemente implícitas quedan las increíbles oportunidades de negocio que se abren para las organizaciones (léase: las corporaciones) en este renacido mercado de la educación, y el simple hecho de que serán ellas las que habrán de determinar las formas sociales resultantes, si nos atenemos al crudo giro economicista que Drucker y otros ideólogos dan a la Era del Conocimiento.
Lo que Drucker nos está diciendo es que el desarrollo tecnológico –en particular en las áreas de las telecomunicaciones y la informática- marca el rumbo de la “nueva economía” y necesita echar raíces en la educación pública para hacerse sustentable. Los valores de la educación tradicional son indeseables en este contexto: el paradigma del hombre culto, moral y solidario debe dar paso a un nuevo ideal que sustituya esos valores por otros más útiles, como por ejemplo el del consumismo incontinente, por lo que se hace imprescindible que los maestros pierdan el control sobre ellos y cedan su responsabilidad profesional a la sociedad entera que, presumiblemente, habrá de demandarles formar en cambio personas entrenadas en conocimientos fragmentarios y cambiantes, individualistas, súper competitivas  y guiadas sólo por la ética (¿?) del consumo.

Aunque las muestras de este tipo de pensamiento pueden multiplicarse indefinidamente, lo dicho debería bastar como para elaborar algunas conclusiones de aceptable verosimilitud.
En primer lugar, la discusión ideológica en torno a la educación se ha vuelto terriblemente cargada de matices socio-políticos y económicos. Si la instrucción pública siempre fue una herramienta para la consolidación del poder, la concentración del poder financiero en el mundo globalizado la convierte en demasiado estratégica como para dejarla en manos de personas ordinarias como los maestros. Por esta razón, la respuesta que se espera de los educadores es la de aceptar sumisamente el rol de “trabajadores del conocimiento” pero sin lugar para discutir ni a participar en la elaboración de ese mismo conocimiento que se les ordena transmitir. Este es el resultado que vemos hoy mismo en toda Hispanoamérica y en buena parte del resto del mundo a causa de la oleada de reformas educativas que comenzó hacia fines de los 80: docentes enfrascados en debates bizantinos sobre la Pedagogía –el gran “distractor”- y obedientes repetidores de eslógans de neto corte neoliberal que en el fondo están destinados a socavar su propia autoridad profesional y a deteriorar esa práctica que tanto creen defender.

Nótese, por caso, la cantidad de profesores que se irritan al hablar de la escuela-factoría, reproductora de comportamientos sociales estandardizados e insensible a las individualidades, y que al mismo tiempo son incapaces de ver cómo se los manipula para convertirlos en artífices de una sociedad que ya ha sido diseñada con precisión ingenieril para servir a la “nueva economía”, impertérritos mientras sus alumnos son estampados como arandelas en el molde de los consumidores sin freno. Adviértase cómo los países industrializados promueven en el resto del planeta una educación basada en ciertas  premisas tenidas por modernas, y aplican en sus territorios otras más pragmáticas y eficaces. O bien considérese la propaganda que difunden los pedagogos itinerantes al servicio de las corporaciones, tendiente a menoscabar el profesionalismo de los docentes para ofrecerles luego la panacea de una “capacitación continua” que es prolijamente usada para adoctrinarlos en masa.

En segundo término, y a causa de lo anterior, resulta obvio que la posición intelectual de los educadores es cada vez más frágil. Han perdido ya el protagonismo en la toma de decisiones estratégicas relacionadas con su labor, y lo están perdiendo rápidamente en lo que hace a la propia pedagogía. En una mayoría de países hispanoamericanos los educadores ni siquiera discuten lo que se les pide hacer. En otros, como en Argentina, sólo discuten, pero son incapaces de cualquier acción proactiva en defensa de sus ideales o aún de sus intereses.

Si fuesen ciertas las premoniciones de Drucker y otros pensadores contemporáneos, en una “sociedad del conocimiento” -con la educación como eje central del progreso- los educadores deberían convertirse en amos y señores. La lógica así lo indica. Pero semejante situación es por completo inconveniente para otros intelectuales, en particular para aquellos que aplican su mente a la dominación y son movidos por la avaricia. Los educadores, por lo general, tenemos el mal hábito de ser personas morales, difundimos valores éticos rigurosos y no congeniamos con el darwinismo social y esa feroz competencia donde el más fuerte -y no el mejor- es el que triunfa. Entonces no es en vano que Drucker nos advierta que los valores “dejarán de ser considerados asuntos profesionales de responsabilidad exclusiva del educador”. El mundo corporativo no está dispuesto a dejar que pensemos como posible alterar sus planes.

La única defensa ante estos embates consiste en recuperar la intelectualidad para los educadores. Una intelectualidad seria y responsable, profunda y comprometida, construida sobre un minucioso análisis de la realidad, definitivamente crítica de todo aquello que no responda a los ideales supremos de la Educación, y decidida a pelear con uñas y dientes por conservarlos. Si no lo hacemos, si no nos abocamos al estudio de los hechos, al análisis permanente de la realidad sin dejarnos vencer por los prejuicios o las tentaciones, si no nos convertimos en enérgicos defensores de la verdad, acabaremos siendo esclavos de los ambiciosos y, peor aún, nos convertiremos
en instrumentos para la esclavitud de las futuras generaciones.

Recuperar la intelectualidad del docente tradicional no basta. Ya no es suficiente con maestros que sean capaces de debatir la Historia que enseñan, o que puedan teorizar sobre la Ciencia que dictan en el aula. Tampoco alcanza hoy con empeñarnos en defender los privilegios de la profesión con arengas políticas o con luchas sindicales. Sobre la escuela se ha echado un pesado manto de intrigas y conspiraciones cuyo propósito manifiesto es cambiar el poder de manos. Comprender la magnitud de la amenaza y los riesgos de sucumbir es quizás el primer paso hacia la recuperación de nuestro rol de intelectuales, pero éste nunca estará satisfecho hasta que encontremos una respuesta al problema y la pongamos en marcha.

Es urgente convertir a cada docente en un pensador crítico y volverlo a las filas de la intelligentzia. Pero debemos tener en cuenta esto: en dicho punto recién estaremos en igualdad de condiciones con quienes pretenden apropiarse de la Educación. Por lo tanto, también es necesario cultivar aquello que nos distingue de los intelectuales de la avaricia y el egoísmo: el corazón generoso de los que hacen de su vida un servicio. La razón es poderosa, pero si la impulsan el amor y los ideales nobles se torna invencible.


(Artículo extraído de la Revista electrónica " Con texto Educativo": http://contextoeducativo.com.ar/)



La deseducación - Noam Chomsky

El objetivo de la educación: 
La deseducación

Filosofia Costa-Rica


Noam Chomsky critica el actual sistema de enseñanza. Frente a la idea de que en nuestras escuelas se enseñan los valores democráticos, lo que realmente existe es un modelo colonial de enseñanza diseñado para formar profesores cuya dimensión intelectual quede devaluada y sea sustituida por un complejo de procedimientos y técnicas; un modelo que impide el pensamiento crítico e independiente, que no permite razonar sobre lo que se oculta tras las explicaciones y que, por ello mismo, fija estas explicaciones como las únicas posibles.


Transcripción realizada por Luis Rivas para Rebelión

El objetivo de la educación

Podemos preguntarnos cuál es el propósito de un Sistema Educativo y, por supuesto, hay marcadas diferencias en este tema. Hay la tradicional: una interpretación que proviene de la Ilustración, que sostiene que el objetivo más alto en la vida es investigar y crear, buscar la riqueza del pasado, tratar de interiorizar aquello que es significativo para uno, continuar la búsqueda para comprender más, a nuestra manera. Desde ese punto de vista, el propósito de la educación es mostrar a la gente cómo aprender por sí mismos. Es uno mismo el aprendiz que va a realizar logros durante la educación y, por lo tanto, depende de uno cuánto logremos dominar, adónde lleguemos, cómo usemos ese conocimiento, cómo logremos producir algo nuevo y excitante para nosotros mismos, y tal vez para otros.

Ese un concepto de educación. El otro concepto es, esencialmente, Adoctrinamiento; algunas personas tienen la idea de que, desde la infancia, los jóvenes tienen que ser colocados dentro de un marco de referencia en el que acatarán órdenes, aceptarán estructuras existentes sin cuestionar, etc. Y esto resulta, con frecuencia, bastante explícito. Por ejemplo: después del activismo de los años 60, había mucha preocupación en gran parte de la gente educada, porque los jóvenes se estaban volviendo demasiado libres e independientes, que el país se estaba llenando con demasiada democracia. Y de hecho hay un estudio importante que es llamado «La crisis de la democracia», que afirma que hay ciertas instituciones de los jóvenes -la frase es de ellos- que no están haciendo su trabajo adecuadamente; se refieren a escuelas, universidades, iglesias, que tienen que ser modificadas para que lleven a cabo, con más eficiencia, esa idea, que, de hecho, proviene de liberales internacionalistas, de gente altamente educada.

En efecto, desde esos tiempos se han tomado muchas medidas para tratar de orientar el sistema educativo hacia uno provisto de mayor control, más adoctrinamiento, más formación vocacional, con estudios tan costosos que endeudan a los estudiantes y los atrapan en una vida de conformismo.

Eso es exactamente lo contrario de lo que yo describo como una tradición proveniente de la Ilustración. Y hay una lucha constante entre estos dos enfoques, en las universidades y escuelas. En las escuelas ciertamente se les entrena o para pasar exámenes o bien para la investigación creativa, entendiendo esta ultima como dedicarse a intereses que son estimulados por los cursos en los que se profundiza por cuenta propia o en cooperación con otros. Esta lucha se extiende también al posgrado o a la investigación.

Son dos maneras ver el mundo. Cuando uno ve las instituciones de investigación, como esta en la que estamos [Nota de Trascripción: MIT], observa que a nivel de posgrado se sigue esencialmente la idea de la Ilustración. De hecho la Ciencia no podría progresar a menos que esté basada en la inculcación del impulso por el desafío, por el cuestionamiento de doctrinas o de la autoridad, a través de la búsqueda de alternativas o del uso de la imaginación, con el trabajo cooperativo que aquí, en esta institución, es constante. Y para verlo, solo se necesita caminar por los pasillos.

Esto es lo que, desde mi punto de vista, debe ser un sistema educativo desde la educación preescolar.

Pero hay estructuras poderosas en la sociedad que prefieren ver a la gente adoctrinada y formateada sin que hagan muchas preguntas, siendo obedientes, realizar la función que se les ha asignado y no tratar de sacudir los sistemas de poder y autoridad. Son opciones que tenemos que elegir sin importar nuestra posición en el Sistema Educativo, como profesores, estudiantes, o gente externa que trata de ayudar a darle forma, en la manera que ellos creen que debe hacerse.


El impacto de la tecnología

Ha habido ciertamente un crecimiento muy sustancial en nuevas tecnologías: de comunicación, información (acceso e intercambio) o en la naturaleza de la cultura de la Sociedad. Pero debemos tener en cuenta que los cambios tecnológicos que están ocurriendo, a pesar de ser significativos, no tienen, ni de lejos, el mismo impacto que los avances tecnológicos de hace alrededor de un siglo. El cambio, si hablamos sólo de comunicación, de una máquina de escribir a una computadora o del teléfono al correo eléctronico es significativo, pero no se puede comparar con el cambio de barcos de vela al telégrafo: la reducción en eI tiempo de comunicación, por ejemplo entre Inglaterra y los Estados Unidos, fue extraordinaria comparada con los cambios que están ocurriendo ahora. Lo mismo ocurre con otros tipos de tecnología: algo tan sencillo como el agua corriente y el alcantarillado en las ciudades tuvo enormes consecuencias para la salud; mucho más que el descubrimiento de los antibióticos. Los cambios actuales son reales y significativos, pero debemos reconocer otros que ocurrieron y cuyos efectos fueron mucho más drásticos.

En cuanto a la tecnología en la educación, debe decirse que la tecnología es algo neutro. Es como un martillo: al martillo no le importa si lo usas para construir una casa o si un torturador lo usa para aplastarle el cráneo a alguien. El martillo puede hacer ambas cosas. Es lo mismo con la tecnología moderna. Por ejemplo: internet es extremadamente valiosa si se sabe lo que se está buscando; yo la uso todo el tiempo en mi investigación. Si se sabe lo que se está buscando, si se tiene una especie de marco de referencia, que nos dirige a temas particulares y nos permite dejar al margen muchos otros, entonces puede ser una herramienta muy valiosa. Por supuesto, uno debe estar siempre dispuesto a preguntarse si el marco de referencia es el correcto: tal vez algo que encontremos cuestionará la forma en que vemos las cosas. No se puede perseguir ningún tipo de investigación sin un marco de referencia relativamente claro que dirija la búsqueda y que ayude a seleccionar lo que es significativo y lo que no lo es, Io que hay de que dejar de lado, a lo que hay que darle seguimiento, lo que merece ser cuestionado o desarrollado.

No se puede esperar que alguien llegue a ser, por así decirlo, biólogo, nada más con darle acceso a la biblioteca de biología de la Universidad de Harvard y diciéndole: "léela". Eso no le sirve de nada, y el acceso a internet es lo mismo: si no se sabe lo que se está buscando, si no se tiene idea de lo que es relevante, dispuestos a cuestionarse esta idea, si no se tiene eso, explorar en internet es sólo tomar al azar hechos no verificables que no significan nada.

Entonces, detrás de cualquier uso significativo de la tecnología contemporánea, como internet, sistemas de comunicación, gráficos o lo que sea, a menos que detrás de ese uso haya un aparato conceptual bien dirigido, bien construido, es poco probable que este resulte útil, y hasta podría ser dañino. Si se toma un hecho incierto aquí y otro allá y alguien los refuerza, terminamos con un panorama que tiene algunas bases objetivas, pero nada que ver con la realidad. Hay que saber cómo evaluar e interpretar para entender.

Volviendo a la biología, la persona que gana el premio Nobel no es la que lee más artículos y toma más notas; es la persona que sabe qué buscar. Cultivar esa capacidad para buscar lo que es significativo y estar siempre dispuesto a cuestionar si estamos en el camino correcto, de eso es de lo que debe tratar la educación, ya sea usando computadores e internet o lápiz, papel y libros.



Costo o Inversión

La Educación es discutida en términos de si es una inversión que vale la pena, de si genera un gran capital humano que puede ser usado en el crecimento económico, y esa es una manera muy extraña, muy distorsionada, de cuestionarse el tema, opino. ¿Queremos tener una sociedad de individuos libres, creativos e independientes capaces de apreciar y aprender de los logros culturales del pasado y contribuir a ellos? ¿Queremos eso o queremos gente que aumente el PIB? No es necesariamente lo mismo.

Una educación como aquella de la que hablaban Bertrand Russell, John Dewey y otros, tiene un valor por sí misma. Independientemente del impacto que tenga en la sociedad tiene un valor, porque ayuda a crear seres humanos mejores. Después de todo a eso es a lo que debe servir un sistema educativo.

No obstante, si se quiere ver en términos de costo y beneficio, tomemos por ejemplo la nueva tecnología de la que hablábamos: ¿de dónde viene? Bueno, pues mucha de ella fue desarrollada exactamente donde estamos sentados [Nota de Transcripción: MIT]. En el piso de abajo había un gran laboratorio en los años 50, donde fui empleado de hecho, y donde había muchos científicos, ingenieros, gente con todo tipo de intereses, filósofos y otros, que desarrollaron el carácter básico y aún las herramientas básicas de la tecnología que es común hoy día. Las computadoras e internet estuvieron exclusivamente en el sector público durante décadas, financiadas en lugares como este, donde la gente exploraba nuevas posibilidades; muchas de ellas eran impensables y desconocidas en ese momento, algunas funcionaron, otras no, pero las que funcionaron fueron convertidas en herramientas que la gente puede usar.

Esa es la manera como el progreso científico tiene lugar. Es la manera en la que el progreso cultural tiene lugar, generalmente.

Los artistas clásicos, por ejemplo, son el producto de las habilidades tradicionales que se desarrollaron a lo largo del tiempo con maestros artistas, y a veces con su ayuda se crearon cosas maravillosas.

Todo eso no sale de la nada. Si no existe un sistema cultural y educativo activo, enfocado en la estimulación de la exploración creativa, con independencia de pensamiento, con disposición a cruzar fronteras para desafiar las creencias aceptadas... si no se tiene eso, no obtendremos la tecnología que lleva a obtener beneficios económicos. Beneficios, sin embargo, que no creo que sean el objetivo principal del enriquecimiento cultural y la educación.



Evaluación vs. Autonomía

Ha habido, en los últimos tiempos particularmente, una estructuración cada vez mayor de la educación, que comienza a temprana edad y contínúa luego, y que funciona a través de exámenes.

Pasar exámenes puede ser de alguna utilidad tanto para la persona que está pasando el examen -para comprobar cuánto sabe, lo que ha logrado, etc- como para que los instructores se den cuenta qué es lo que hay que cambiar, mejorar, en el desarrollo del curso. Pero más allá de eso no dicen mucho.

Lo sé por mi experiencia de años, he estado en comités de admisión a programas de posgrado avanzado, tal vez uno de los programas más avanzados del mundo, y sí, desde luego, ponemos atención a los resultados de exámenes, pero realmente no mucha. Una persona puede tener resultados magníficos en todos los exámenes y entender muy poco. Todos los que hemos pasado por escuelas, colegios, universidades, sabemos eso. Se puede estar inscrito en un curso que no nos interesa para el que existe el requerimiento de pasar un examen, y se estudia para el examen, se logra pasarlo con la mejor nota y, dos semanas más tarde, no nos acordamos de mucho. Estoy seguro que todos hemos tenido esa experiencia.

Los exámenes pueden ser una herramienta útil si contribuyen a los fines constructivos de la educación, pero si sólo se tratan de una serie de obstáculos que hay que superar pueden no tanto carecer de sentido como distraernos de lo que queremos hacer. De hecho veo esto frecuentemente cuando hablo con profesores: hace un par de semanas estaba yo hablando con un grupo que incluía profesores de escuela y había una profesora de 6º grado, es decir, con alumnos de 10 a 12 años, que vino a hablar conmigo luego y me dijo que en su clase una niña le contó que estaba realmente interesada en un tema: le pedía consejo para aprender más al respecto, pero la maestra se vio obligada a decirle que no podía hacer eso, porque la niña debía estudiar para un examen a nivel nacional que se acercaba y que eso iba a determinar su futuro; la profesora no lo dijo, pero también iba a determinar el de ella, es decir, eso influiría para que la contrataran de nuevo.

Ese sistema no es sino una preparación de los niños para pasar obstáculos, no para aprender, entender y explorar. Esa niña hubiera ganado mucho más si se le hubiera permitido explorar lo que le interesaba y tal vez no sacar una muy buena calificación en un examen de algo que no le interesaba.

Buenas calificaciones vienen por sí solas si el tema coincide con los intereses y preocupaciones del alumno. No digo que los exámenes deban eliminarse, pueden ser una herramienta educativa útil. Pero complementaria, algo que ayude a los estudiantes a mejorar por sí mismos, o para los instructores u otros que necesitemos saber acerca de lo que hacemos e indicarnos lo que debemos modificar.

Pasar exámenes no se puede ni comparar con buscar, investigar, dedicarse a temas que nos atraen y nos estimulan; esto último es mucho más práctico que pasar exámenes. Y, de hecho, si se nos da la oportunidad de este tipo de carrera educativa, el estudiante recordará lo que descubrió.

Un físico mundialmente famoso, aquí en el MIT daba, como muchos catedráticos, cursos a estudiantes nuevos. Un estudiante le preguntó qué temas se iban a cubrir durante el semestre y su respuesta fue: "No importa lo que se cubre, sino lo que se descubre". Y es correcto: la Enseñanza debe inspirar a los estudiantes a descubrir por sí mismos, a cuestionar cuando no estén de acuerdo, a buscar alternativas si creen que existen otras mejores, a revisar los grandes logros del pasado y aprenderlos porque les interesen.

Si la Enseñanza se hiciera así los estudiantes sacarían provecho de ello, y no sólo recordarían lo que estudiaron sino que lo utilizarían como una base para continuar aprendiendo por sí solos.

Una vez más: la educación debe estar dirigida a ayudar a los estudiantes a que lleguen a un punto en que aprendan por sí mismos, porque eso es lo que van a hacer durante la vida, no sólo absorber información dada por alguien y repetirla.