El maestro como intelectual
"Es
responsabilidad de los intelectuales decir la verdad y exponer la mentira"
Noam
Chomsky
Hay muchas maneras de definir las cosas: según su función, su
forma o sus atributos. Así, un intelectual puede ser un “trabajador mental” al
uso marxista, o un opinador erudito que “habla en difícil” si se lo mira desde
el imaginario popular. Para un caricaturista el intelectual es un tipo con
barba “candado”, anteojos de carey y pipa, y para el político un presuntuoso
con propensión a encontrar objeciones morales donde él sólo ve “un buen
arreglo”. Pese a que es una obviedad decir que el trabajo del educador no tiene
nada de muscular, pocos aceptarían hoy que un maestro de escuela pueda
pertenecer a la “inteligentzia”.
No obstante, hasta la primera mitad del siglo XX los docentes
gozaban de un considerable status social como parte de la “clase pensante”. Si
bien se aceptaba que no eran sabios al estilo de un científico, la maestra y el
maestro sabían ser reconocidos como la voz de la autoridad en cuestiones tan
vitales como el desarrollo madurativo, mental y afectivo de los niños y
jóvenes, y su ascendiente social en estos asuntos se percibía como decisivo. No
serían los productores de la cultura, pero sin duda eran vistos como quienes la
hacían posible sentando sus bases. Podían no ser capaces de alterar el orden
social a corto plazo, pero indudablemente sus enseñanzas ostentaban el poder de
determinar el curso futuro de las comunidades, las naciones, e incluso del
planeta entero. La percepción de este poder hizo exclamar a Bertrand Russell:
“¡Una generación de maestros valientes y osados bastaría para cambiar al mundo
erradicando la injusticia y el sufrimiento para siempre!” (On Education, 1926).
¿Qué otra fuerza que no fuese la de un corazón ardoroso en perfecto control de
la mente podría dar cuenta de semejante empresa? Y por si fuera poco,
recuérdese la máxima de John Dewey: “Educar es enseñar a pensar, no qué
pensar", una
misión indiscutible del intelecto, para el intelecto.
La situación ha cambiado. Hoy, la reticencia popular a considerar
intelectuales a los maestros se debe en gran medida a que el resultado de sus
elucubraciones rara vez se vulgariza y sólo circula en “el ambiente”, en tanto
quienes opinan y aconsejan sobre la educación y sus problemas en la televisión
o en los periódicos -la cara visible del pensamiento pedagógico- son por lo
general abogados, industriales, artistas o doctores en Economía, porque es
regla de los medios consultar a los notorios en lugar de a los notables en todo
tema importante. Además, cierta modestia de los maestros conspira en su contra,
porque son pocos los que osarían opinar en público sobre la factibilidad de una
represa o las técnicas de construcción de una usina nuclear, mientras que
cualquier ingeniero se siente libre por completo para dar su parecer sobre cómo
se debe enseñar o de qué forma tiene que organizarse el sistema educativo.
De esta manera, las ideas que los maestros pudieran tener acerca de
la sociedad y la política en relación con lo educativo, o sus percepciones
sobre el modo en que lo pedagógico afecta al entorno social, son tapadas por
una nube de charlistas sin mérito profesional para la crítica, y sólo asoman de
la mano de unos pocos personajes carismáticos que por lo general han huido
tempranamente de las aulas. Suele decirse que los que no saben hacer se dedican
a enseñar, pero el sarcasmo bien podría convertirse en “los que han fracasado
enseñando son quienes con más vehemencia se ponen a opinar sobre la enseñanza”.
Aunque, como en todo, sobran excepciones para confirmar la regla, el resultado
general es que el hombre común no da crédito a la opinión de la maestra de sus
hijos salvo que se trate de asuntos muy específicos, y aún así no con mucho
convencimiento.
La visión ordinaria equipara al intelectual con el ideólogo, que
es quien se dedica a elaborar o a analizar las ideas fundamentales de la
cultura o de alguna parte de ella. En esencia, el ideólogo es un filósofo, pero
este es un traje que no parece cortado a medida de las humildes maestras
formadas a los apurones en un par de años de profesorado. Para filosofar es
menester haber fatigado la Universidad, cuando menos, y por eso la filosofía
natural, espontánea de quien convive a diario con la realidad y la mira cara a cara
resulta poco interesante por falta de status académico.
En estas épocas, cuando la influencia de la
familia como generadora de comportamientos sociales y difusora del conocimiento
básico y la cultura ha mermado hasta límites alarmantes, el maestro recibe de
la comunidad el mandato de ocuparse de cosas de tanta importancia que parece
broma que su opinión sobre ellas no sea tenida en cuenta. Contrario sensu, es
increíble que en cuestiones tan vitales como la educación de la infancia se
prefiera prestar oídos a los advenedizos.
En el pasado la institución escolar validaba o encausaba lo que
los niños recibían de sus familias numerosas e influyentes, agregando el corpus
académico elemental para alfabetizarlos y para acercarlos paulatinamente a las
manifestaciones más complejas de la cultura con el fin de producir hombres y
mujeres armónicamente insertados en la sociedad, útiles a ella y a sí mismos. Hoy, en
cambio, con el núcleo familiar inmerso en una crisis disolutoria,
el maestro se ha convertido en casi la única alternativa de formación racional,
ordenada y moral frente al otro gran actor educativo: los medios, y a pesar de la
gravedad del problema se insiste en considerar a los educadores intelectuales
de
tercera
clase, obreros de la mente sin capacidad ni derecho para pensar sobre su propio
trabajo o, en el mejor de los casos, sin autoridad para expresar su sentir.
Es cierto que el nivel cultural de los
maestros, sobre todo en esta parte del mundo, ha decrecido notablemente en las
últimas décadas. Por la misma razón es verdad que mucho del conocimiento
experimental que elaboran no puede manifestarse con la claridad suficiente.
Pero eso no explica que en todas partes el debate educativo se haya vuelto
dogmático y superficial, ni que esté siendo protagonizado por grupos políticos,
por economistas y por corporaciones transnacionales como el Banco Mundial,
cuyos thinktanks rentados aspiran a dirigir la educación como si fuese una
operación financiera.
Para Antonio Gramsci “todos los hombres son
intelectuales, pero no todos cumplen la función social de intelectuales” (Gli
intellettuali e l'organizzazione della cultura, 1949). Pareciera ser que
estamos frente a un caso donde esa función social le es negada de facto a un
grupo numerosísimo de “trabajadores mentales”.
La explicación tal vez se esconda detrás de los intereses en
danza. En 1994, Peter Drucker advirtió sobre el nacimiento de una nueva clase:
los trabajadores del conocimiento (“knowledge workers”). Este grupo debe su rol
social, su empleo y su modus vivendi a la educación formal; puede poseer
habilidades manuales o efectuar labores musculares, pero éstas son totalmente
dependientes del saber específico. Drucker ejemplifica con el neurocirujano: no
importa cuánta habilidad tenga una persona con el bisturí, sin los conocimientos
médicos y anatómicos apropiados le es imposible acometer la más trivial de las
operaciones (aunque cabría preguntarse qué tiene de original esto, ya que lo
mismo se aplica al constructor de pirámides en el Egipto antiguo o al labrador
paleolítico...).
Los trabajadores del conocimiento no son mayoría aún, pero sí
quienes lideran el progreso humano. Las implicaciones que Drucker ve en esta
realidad son inquietantes. En primer lugar, “la educación escolarizada
se convertirá en el centro de la sociedad del conocimiento, y la escuela será
su institución clave” (Knowledge Work and Knowledge Society, The Social
Transformations of this Century, Peter F. Drucker, Mayo 4, 1994), aunque
anticipa que esta escuela tal vez no tenga la forma que hoy conocemos y se
muestra convencido de que “la performance de las escuelas y sus valores básicos
se volverán una preocupación de la sociedad entera, dejando de ser considerados
asuntos profesionales de responsabilidad exclusiva del educador”.
Otras conclusiones hacen sonar una ruidosa
alarma para los educadores: el tipo de conocimiento útil en este orden social
será altamente especializado, y por esa razón nuestra idea de la educación y el
hombre educado cambiará por completo; la nueva sociedad se volverá mucho más
competitiva que todas las que hemos conocido y, por último, el trabajador del
conocimiento será fundamentalmente un empleado al servicio de las organizaciones,
porque su extrema especialización hará imposible para él trabajar de otro modo
que no sea en sintonía con otros trabajadores con saberes complementarios.
En el párrafo final de su seminal exposición sobre la Era del
Conocimiento en Harvard, Peter Drucker deja perfectamente establecidas las
prioridades:
“Sin lugar a dudas habrá problemas sociales,
y muchos. El advenimiento de los trabajadores del conocimiento y la emergencia
de la sociedad del conocimiento propondrán nuevos problemas y desafíos sociales
que nos ocuparán por décadas. Pero el hecho central de la emergencia de la
sociedad del conocimiento no es que nos enfrenta a problemas sociales, sino que
está creando oportunidades sociales sin precedentes” (P. Drucker, op. cit.)
Convenientemente implícitas quedan las increíbles oportunidades de
negocio que se abren para las organizaciones (léase: las corporaciones) en este
renacido mercado de la educación, y el simple hecho de que serán ellas las que
habrán de determinar las formas sociales resultantes, si nos atenemos al crudo
giro economicista que Drucker y otros ideólogos dan a la Era del Conocimiento.
Lo que Drucker nos está diciendo es que el
desarrollo tecnológico –en particular en las áreas de las telecomunicaciones y
la informática- marca el rumbo de la “nueva economía” y necesita echar raíces
en la educación pública para hacerse sustentable. Los valores de la educación
tradicional son indeseables en este contexto: el paradigma del hombre culto, moral
y solidario debe dar paso a un nuevo ideal que sustituya esos valores por otros
más útiles, como por ejemplo el del consumismo incontinente, por lo que se hace
imprescindible que los maestros pierdan el control sobre ellos y cedan su
responsabilidad profesional a la sociedad entera que, presumiblemente, habrá de
demandarles formar en cambio personas entrenadas en conocimientos fragmentarios
y cambiantes, individualistas, súper competitivas y guiadas sólo por la ética (¿?) del consumo.
Aunque las muestras de este tipo de pensamiento pueden
multiplicarse indefinidamente, lo dicho debería bastar como para elaborar
algunas conclusiones de aceptable verosimilitud.
En primer lugar, la discusión ideológica en torno a la educación
se ha vuelto terriblemente cargada de matices socio-políticos y económicos. Si la
instrucción pública siempre fue una herramienta para la consolidación del
poder, la concentración del poder financiero en el mundo globalizado la
convierte en demasiado estratégica como para dejarla en manos de personas
ordinarias como los maestros. Por esta razón, la respuesta que se espera de los
educadores es la de aceptar sumisamente el rol de “trabajadores del
conocimiento” pero sin lugar para discutir ni a participar en la elaboración de
ese mismo conocimiento que se les ordena transmitir. Este es el resultado que
vemos hoy mismo en toda Hispanoamérica y en buena parte del resto del mundo a
causa de la oleada de reformas educativas que comenzó hacia fines de los 80:
docentes enfrascados en debates bizantinos sobre la Pedagogía –el gran
“distractor”- y obedientes repetidores de eslógans de neto corte neoliberal que
en el fondo están destinados a socavar su propia autoridad profesional y a
deteriorar esa práctica que tanto creen defender.
Nótese, por caso, la cantidad de profesores que se irritan al
hablar de la escuela-factoría, reproductora de comportamientos sociales
estandardizados e insensible a las individualidades, y que al mismo tiempo son
incapaces de ver cómo se los manipula para convertirlos en artífices de una
sociedad que ya ha sido diseñada con precisión ingenieril para servir a la
“nueva economía”, impertérritos mientras sus alumnos son estampados como
arandelas en el molde de los consumidores sin freno. Adviértase cómo los países
industrializados promueven en el resto del planeta una educación basada en
ciertas premisas tenidas por modernas, y
aplican en sus territorios otras más pragmáticas y eficaces. O
bien considérese la propaganda que difunden los pedagogos itinerantes al servicio
de las corporaciones, tendiente a menoscabar el profesionalismo de los docentes
para ofrecerles luego la panacea de una “capacitación continua” que es
prolijamente usada para adoctrinarlos en masa.
En segundo término, y a causa de lo anterior,
resulta obvio que la posición intelectual de los educadores es cada vez más
frágil. Han perdido ya el protagonismo en la toma de decisiones estratégicas
relacionadas con su labor, y lo están perdiendo rápidamente en lo que hace a la
propia pedagogía. En una mayoría de países hispanoamericanos
los educadores ni siquiera discuten lo que se les pide hacer. En otros, como en
Argentina, sólo discuten, pero son incapaces de cualquier acción proactiva en
defensa de sus ideales o aún de sus intereses.
Si fuesen ciertas las premoniciones de
Drucker y otros pensadores contemporáneos, en una “sociedad del conocimiento”
-con la educación como eje central del progreso- los educadores deberían
convertirse en amos y señores. La lógica así lo indica. Pero semejante situación
es por completo inconveniente para otros intelectuales, en particular para
aquellos que aplican su mente a la dominación y son movidos por la avaricia.
Los educadores, por lo general, tenemos el mal hábito de ser personas morales,
difundimos valores éticos rigurosos y no congeniamos con el darwinismo social y
esa feroz competencia donde el más fuerte -y no el mejor- es el que triunfa.
Entonces no es en vano que Drucker nos advierta que los valores “dejarán de ser
considerados asuntos profesionales de responsabilidad exclusiva del educador”.
El mundo corporativo no está dispuesto a dejar que pensemos como posible alterar
sus planes.
La única defensa ante estos embates consiste en recuperar la
intelectualidad para los educadores. Una intelectualidad seria y responsable,
profunda y comprometida, construida sobre un minucioso análisis de la realidad,
definitivamente crítica de todo aquello que no responda a los ideales supremos
de la Educación, y decidida a pelear con uñas y dientes por conservarlos. Si no
lo hacemos, si no nos abocamos al estudio de los hechos, al análisis permanente
de la realidad sin dejarnos vencer por los prejuicios o las tentaciones, si no
nos convertimos en enérgicos defensores de la verdad, acabaremos siendo
esclavos de los ambiciosos y, peor aún, nos convertiremos
en instrumentos para la esclavitud de las futuras generaciones.
Recuperar la intelectualidad del docente tradicional no basta. Ya
no es suficiente con maestros que sean capaces de debatir la Historia que
enseñan, o que puedan teorizar sobre la Ciencia que dictan en el aula. Tampoco
alcanza hoy con empeñarnos en defender los privilegios de la profesión con
arengas políticas o con luchas sindicales. Sobre la escuela se ha echado un
pesado manto de intrigas y conspiraciones cuyo propósito manifiesto es cambiar
el poder de manos. Comprender la magnitud de la amenaza y los riesgos de sucumbir
es quizás el primer paso hacia la recuperación de nuestro rol de intelectuales,
pero éste nunca estará satisfecho hasta que encontremos una respuesta al
problema y la pongamos en marcha.
Es urgente convertir a cada docente en un pensador crítico y
volverlo a las filas de la intelligentzia. Pero debemos tener en cuenta esto:
en dicho punto recién estaremos en igualdad de condiciones con quienes
pretenden apropiarse de la Educación. Por lo tanto, también es necesario
cultivar aquello que nos distingue de los intelectuales de la avaricia y el
egoísmo: el corazón generoso de los que hacen de su vida un servicio. La razón
es poderosa, pero si la impulsan el amor y los ideales nobles se torna
invencible.
(Artículo extraído de la Revista electrónica " Con texto
Educativo": http://contextoeducativo.com.ar/)