jueves, 2 de mayo de 2013

Las cárceles de la miseria- Loic Wacquant


El lugar de la prisión en el nuevo gobierno de la miseria (Cap. 2)

Lo que hay que retener, más que el detalle de las cifras, es la lógica profunda de ese vuelco de lo social hacia lo penal. Lejos de contradecir el proyecto neoliberal de desregulación y extinción del sector público, el irresistible ascenso del Estado penal norteamericano constituye algo así como su negativo –en el sentido de reverso pero también de revelador-, porque traduce la puesta en vigencia de una política de criminalización de la miseria que es el complemento indispensable de la imposición del trabajo asalariado precario y mal pago como obligación ciudadana, así como de la nueva configuración de los programas sociales en el sentido restrictivo y punitivo que le es concomitante. En el momento de su institucionalización en la Norteamérica de mediados del siglo XIX, "la cárcel era ante todo un método que apuntaba al control de las poblaciones desviadas y dependientes", y los detenidos eran principalmente pobres e inmigrantes europeos recién llegados al Nuevo Mundo. En nuestros días, el aparato carcelario estadounidense cumple un papel análogo con respecto a los grupos a los que la doble reestructuración de la relación salarial y la caridad estatal ha hecho superfluos o incongruentes: los sectores en decadencia de la clase obrera y los negros pobres de las ciudades. Al actuar de ese modo, ocupa un lugar central en el sistema de los instrumentos de gobierno de la miseria, en el cruce del mercado del empleo no calificado, los guetos urbanos y unos servicios sociales "reformados" con vistas a apoyar la disciplina del trabajo asalariado desocializado.

a.- Prisión y mercado del trabajo no calificado. En primer lugar, el sistema penal contribuye directamente a regular los segmentos inferiores del mercado laboral, y lo hace de manera infinitamente más coercitiva que todas las deducciones y gravámenes sociales y reglamentaciones administrativas. Aquí, su efecto es doble. Por una parte, comprime artificialmente el nivel de desocupación al sustraer por la fuerza a millones de hombres de la "población en busca de un empleo" y, de manera secundaria, al provocar el aumento del empleo en el sector de bienes y servicios carcelarios, fuertemente caracterizado por los puestos precarios (y más aún con la privatización del castigo). Se estima así que durante la década del noventa las cárceles disminuyeron en dos puntos el índice de desocupación norteamericano. De hecho, y según Bruce Western y Katherine Beckett, una vez tomados en cuenta los diferenciales de índice de encarcelamiento entre los dos continentes, y al contrario de la idea comúnmente admitida y activamente propagada por los vates del neoliberalismo, los EEUU mostraron un índice de desocupación superior al de la Unión Europea durante 18 de los últimos veinte años (1974/94).

Western y Beckett muestran, de todas formas, que la hipertrofia carcelaria es un mecanismo de doble filo: si bien a corto plazo embellece la situación del empleo al recortar la oferta de trabajo, en un plazo más largo no puede sino agravarla, al hacer que millones de personas sean poco menos que inempleables: "El encarcelamiento redujo el índice de desocupación norteamericano, pero su mantenimiento en un nivel bajo será tributario de la expansión ininterrumpida del sistema penal". De allí el segundo efecto del encarcelamiento masivo sobre el mercado laboral (que Western y Beckett ignoran), consistente en acelerar el desarrollo del trabajo asalariado de miseria y de la economía informal, al producir sin cesar una amplia reserva de mano de obra sometida a voluntad: los ex detenidos no pueden pretender prácticamente otra cosa que empleos degradados y degradantes a causa de su status judicial infamante. Y la proliferación de los establecimientos de detención a través del país –su número se triplicó en treinta años y hoy supera los cuatro mil ochocientos- contribuye directamente a alimentar la difusión nacional y el crecimiento de los tráficos ilícitos (drogas, prostitución, encubrimiento) que son el motor del capitalismo de rapiña de la calle.

b.- Prisión y mantenimiento del orden racial. La sobrerrepresentación masiva y creciente de los negros en todos los escalones del aparato penal ilumina con una luz cruda la segunda función que asume el sistema carcelario en el nuevo gobierno de la miseria en los EEUU: suplir al gueto como instrumento de encierro de una población considerada como desviada y peligrosa lo mismo que superflua, tanto en el plano económico –los inmigrantes mexicanos y asiáticos son mucho más dóciles- como político -los negros pobres apenas votan y el centro de gravedad electoral del país, de todas formas, se desplazó de los centros decadentes de las ciudades a los suburbios blancos acomodados.

En este aspecto, la prisión no es más que la manifestación paroxística de la lógica de exclusión de la que el gueto, desde su origen histórico, es instrumento y producto. Durante el medio siglo (1915/1965) dominado por la economía industrial fordista para la que los negros representan un aporte de mano de obra indispensable, vale decir, desde la Primera Guerra Mundial, que desencadena la "gran migración" de los estados segregacionistas del sur a las metrópolis obreras del norte, hasta la revolución de los derechos civiles, que por fin les abre el camino al voto cien años después de la abolición de la esclavitud, el gueto hace las veces de "prisión social", en el sentido de que asegura el ostracismo sistemático de la comunidad afroamericana, a la vez que permite la explotación de su fuerza de trabajo. Desde la crisis del gueto, simbolizada por la gran ola de revueltas urbanas de la década del sesenta, corresponde a la cárcel, a su turno, cumplir el papel de "gueto", al excluir las fracciones del (sub) proletariado negro persistentemente marginadas a causa de la transición a la economía dual de los servicios y la política de retirada social y urbana del Estado federal. Las dos instituciones se acoplan y se completan, en la medida en que cada una de ellas sirve, a su manera, para asegura el apartamiento (segregare) de una categoría indeseable percibida como generadora de una doble amenaza, inseparablemente física y moral, sobre la ciudad. Y la simbiosis estructural y funcional entre el gueto y la prisión encuentra una expresión cultural y sobrecogedora en los textos y el modo de vida exhibidos por los músicos de "gangster rap", como lo atestigua el destino trágico del cantante y compositor Tupac Shaku.

c.- Prisión y asistencia social. Como en su origen, la institución carcelaria está de ahora en más en contacto directo con los organismos y programas encargados de "asistir" a las poblaciones desheredadas a medida que se opera una interpenetración creciente de los sectores social y penal del Estado poskeynesiano. Por un lado, la lógica panóptica y punitiva característica del campo tiende a contaminar y luego a redefinir los objetivos y dispositivos de la ayuda social. Así, además de haber reemplazado el derecho a la asistencia de los niños indigentes por la obligación para sus padres de trabajar al cabo de dos años, la "reforma" del welfare avalada por Clinton en 1996 somete a los beneficiarios de la ayuda pública a un registro invasivo y establece una supervisión estrecha de sus conductas –en materia de educación, trabajo, droga y sexualidad-, susceptible de desembocar en sanciones tanto administrativas como penales. (Por ejemplo, desde octubre de 1998, en Michigan, los receptores de ayuda deben someterse obligatoriamente a una prueba de detección de estupefacientes, a semejanza de los condenados en libertad vigilada o condicional). Por otro lado, las cárceles, quiéranlo o no, deben hacer frente, a las apuradas y con los medios disponibles, a las dificultadas sociales y médicas que su "clientela" no pudo resolver en otra parte: en las metrópolis, la principal vivienda social y la institución en que se brindan cuidados accesibles a los más indigentes es la prisión del condado. Y la misma población circula en un circuito casi cerrado de un polo a otro de ese continuum institucional.

Por último, las restricciones presupuestarias y la moda política de "menos Estado" incitan a la mercantilización tanto de la asistencia como de la prisión. Muchas jurisdicciones, como Texas o Tennessee, ya consignan a una buena parte de sus detenidos en cárceles privadas y subcontratan con empresas especializadas el seguimiento administrativo de los receptores de ayuda sociales. Lo cual es una manera de hacer que los pobres y los presos (que eran pobres afuera y, en una abrumadora mayoría, volverán a serlo al salir) sean "rentables", tanto en el plano ideológico como en el económico. De tal modo, se presencia la génesis, no de un mero complejo carcelario industrial, como lo sugirieron algunos criminólogos, seguidos en esto por los militantes del movimiento de defensa de los presidiarios, sino en verdad de un complejo comercial carcelario asistencial, punta de lanza del Estado liberal paternalista naciente. Su misión consiste en vigilar y sojuzgar, y en caso de necesidad castigar y neutralizar, a las poblaciones insumisas al nuevo orden económico según una división asexuada del trabajo, en que su componente carcelaria se ocupa principalmente de los hombres, en tanto que la componente asistencial ejerce su tutela sobre (sus) mujeres e hijos. De acuerdo con la tradición política norteamericana, este conjunto institucional heterogéneo en gestación se caracteriza, por un lado, por la interpenetración de los sectores público y privado, y por el otro, por la fusión de las funciones de señalamiento, recuperación moral y represión del Estado.


Revista Contratiempo | Buenos Aires | Argentina
Directora: Zenda Liendivit



Sobre Las cárceles de la miseria.
Diego Campos

En Las cárceles de la miseria, Wacquant lleva a cabo una doble tarea.
En primer lugar, desentraña los orígenes de esta nueva "sensatez penal", rastreando sus orígenes en los think tanks neoconservadores estadounidenses y develando el proyecto de ordenación social que proponen; en segundo lugar, sitúa este corpus doctrinario en el contexto de una trasformación mayor, de carácter supranacional, relativa a una nueva gestión estatal de la miseria urbana.

En efecto, plantea el autor, el tratamiento penal de la miseria no obedece tanto a un aumento en la cantidad o virulencia de los delitos como a una nueva forma de entender el papel que le cabe al Estado en el manejo de los problemas asociados a la marginalidad y la pobreza. En este sentido, el nuevo "sentido común penal" se plantea correlativo a la ideología neoliberal que concibe el ordenamiento económico y social en términos del individualismo y la mercantilización, constituyendo así en materia de justicia su traducción y complemento.
En esta aparente paradoja radica el corazón del argumento de Wacquant. ¿Cómo aquellos que en un momento defendían a ultranza el "menos Estado", hoy claman por una mayor presencia de éste en lo penal? En la era de la desocupación masiva y del empleo precario, atribuidos a las transformaciones económicas del "nuevo capitalismo" y la economía global (Bourdieu, 1999; Sennett, 2000), la gestión punitiva de la miseria funge como una poderosa herramienta de control social: "Mano invisible del mercado y puño de hierro del Estado se conjugan y se completan para lograr una mejor aceptación del trabajo asalariado desocializado y la inseguridad social que implica" (Wacquant, 2000: 166). En último término, la transformación del Estado providencia al "Estado penitencia" en la terminología del autor se valida como un dispositivo que, al igual que las instituciones disciplinarias de Foucault (1996), se ejerce sobre el cuerpo de las ciudadanos a fin de hacerlos dóciles y útiles. En este sentido, el texto da cuenta de una triple utilidad del aparato penal hipertrofiado: disciplinar a los sectores obreros reticentes al trabajo asalariado precarizado; neutralizar o excluir a sus elementos díscolos o superfluos, de acuerdo a los vaivenes de la oferta de empleos, y reafirmar la autoridad del Estado en este dominio restringido.
En Estados Unidos, la política social carcelaria cristaliza en cinco tendencias: una "hiperinflación carcelaria" o el aumento exorbitante del número de encarcelados; un incremento sostenido en la cantidad de personas en manos de la justicia, en las "antecámaras y bastidores" de la prisión; el crecimiento desmesurado del sector penitenciario dentro de la administración pública; el florecimiento de la industria privada de la prisión, y finalmente lo que el autor denomina una "política de affirmative action carcelaria", que se traduce en el ejercicio preferente de la política punitiva sobre las familias y barrios desheredados, particularmente los enclaves negros de las grandes ciudades. Wacquant es enfático en señalar que esta orientación no responde a una mayor propensión de los afroamericanos a las conductas desviadas, sino que "delata, ante todo, el carácter fundamentalmente discriminatorio de las prácticas policiales y judiciales llevadas adelante en el marco de la política de ‘ley y orden’ de las dos últimas décadas" (101).
Estos procesos son replicados de manera análoga en Europa, donde el marcado viraje a la derecha política de los últimos años ha allanado el camino para la difusión del pensamiento punitivo y la subsecuente realineación de las políticas sociales. Tal como en su país de origen, y legitimado por el "fino barniz científico" que le otorgan ciertos centros de estudios y usinas reproductoras de discursos en el sentido que Foucault (1970) le da al término, el "sentido común penal" tiene como su objeto preferente ciertas capas específicas de la población; en este caso, los extranjeros inmigrantes. Es posible entonces redefinir la comprensión del Estado como el ente que detenta el monopolio de la violencia legítima (Weber, 1998), en tanto ésta se ejerce sobre "aquellos a quienes podemos describir como los inútiles o insumisos del nuevo orden económico y etnorracial que se introduce en la otra orilla del Atlántico, y que los Estados Unidos proponen hoy como patrón al mundo entero" (6).
Sin embargo, como reza el título de la entrevista al autor que cierra el libro¾, "el advenimiento del Estado penal no es una fatalidad" (165). Dado que la utilización de los dispositivos penitenciarios con fines de control social es producto, según Wacquant, de decisiones políticas a las cuales es posible oponerse, existe la alternativa de proponer y construir una política social alternativa, que permita el real progreso de los derechos sociales y económicos de las personas. La extensión del sistema penal es a la vez una máquina de exclusión y de pauperización; por tanto, la encrucijada que enfrenta Europa pone en juego, en último término, la construcción de un Estado social digno de ese nombre.
Si bien el libro responde ¾como reconoce el autor¾ a la preocupación por la amplia difusión en Europa del modelo de gestión punitiva de la miseria, no está ausente de su reflexión el hecho de que América Latina constituye cada vez más un campo fértil para las ideas del "más Estado penal", así como en los ’70 y ’80 fue la tierra prometida del "menos Estado social". En la perspectiva de Wacquant, a los Chicago boys los suceden los New York boys encabezados por el mismísimo Bratton, quien ha visitado en dos ocasiones la ciudad de Buenos Aires (que a estos efectos cumple para Latinoamérica el mismo rol que Londres en el contexto europeo, a saber, el de vitrina de estas ideas). La rápida y acrítica adopción de la doctrina de la "tolerancia cero" en Argentina es señalada con preocupación por el autor, quien recalca una vez más que su objetivo "es menos combatir el delito que librar una guerra sin cuartel contra los pobres y los marginales del nuevo orden económico neoliberal que, por doquier, avanza bajo la enseña de la ‘libertad’ recobrada" (17).

Lo social se explica por lo social; Wacquant actualiza el viejo postulado de Durkheim (1986) insistiendo en que el delito así como la miseria y la inseguridad obedece a factores que una política social coherente y responsable debe necesariamente considerar. A diferencia del darwinismo brattoniano (que plantea que "la desocupación no está relacionada con el delito", 11), su análisis apunta a la precarización del trabajo asalariado, aunque deja abierta la posibilidad de posteriores interpretaciones. De cualquier manera, su trabajo se revela extremadamente contingente en el contexto de nuestras sociedades; particularmente para el caso de Chile, donde desde hace casi una década se ha instalado con fuerza en el debate público la preocupación por el control del delito y la seguridad ciudadana.

Esta preocupación articula tanto una inseguridad generalizada como una percepción del incremento sostenido del delito. Una mirada que se haga cargo de la complejidad y multidimensionalidad del fenómeno social puede proveer de un cuerpo de respuestas y análisis a esta problemática como aquellas indicadas al comienzo de este texto. Sin embargo, el principal aporte del trabajo de Wacquant, en el marco de la ciudad latinoamericana de comienzos de milenio, puede ser la invitación que nos hace a precavernos del "social panoptismo" asociado a una administración penal de la pobreza urbana. La pregunta de fondo sigue siendo la misma que la sociología ha tratado de responder desde sus orígenes; ¿Cómo organizamos nuestra vida en sociedad? En último término: ¿Qué queremos para nuestras ciudades?

Referencias bibliográficas

Bourdieu, P. (1999). Contrafuegos. Reflexiones para servir a la resistencia contra la invasión neoliberal. Barcelona: Anagrama.         [ Links ]
Durkheim, E. (1986). Las reglas del método sociológico. México: Fondo de Cultura Económica [1895].         [ Links ]
Foucault, M. (1970). El orden del discurso. Barcelona: Tusquets.         [ Links ]
_________ (1996). Vigilar y castigar. México: Siglo XXI.         [ Links ]
Moulian, T. (1997). Chile actual. Anatomía de un mito. Santiago: LOM.         [ Links ]
Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (1998). Desarrollo humano en Chile. Las paradojas de la modernización. Santiago: Naciones Unidas.         [ Links ]
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Wacquant, L. (2001). Parias urbanos. Marginalidad en la ciudad a comienzos del milenio. Buenos Aires: Manantial.         [ Links ]
Weber, M. (1998). El político y el científico. Madrid: Alianza [1918].         [ Links ]
 

Diego Campos -Licenciado en Sociología, P. Universidad Católica de Chile, Chile.
©        2013  Pontificia Universidad Católica de Chile
Facultad de Arquitectura, Diseño y Estudios Urbanos
Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales

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De: Rafael Olbinsky


Residuos sociales


Fragmentos de: "LA CÁRCEL DEL PRESENTE, SU "SENTIDO" COMO PRÁCTICA DE SECUESTRO INSTITUCIONAL"*

De: Alcira Victoria Daroqui

La cárcel cuenta con al menos dos funciones indiscutidas: como integrante del archipiélago institucional que ha gestionado y gestiona la exclusión gestada en el siglo XVIII y como "la pena" por excelencia dentro del arsenal punitivo del sistema penal moderno a partir del siglo XIX. Esta última es la que ha sido y es fuertemente cuestionada por su falta de "eficacia" para unos o por su violencia productora de sufrimiento ilimitado para otros, pero es menos común que se cuestione su función como institución que "garantiza" la segregación de representantes de determinados sectores sociales y no de otros. Se cuestiona en general lo que sucede en su interior, pero no por qué y para qué surgió y mucho menos, a pesar de su "fracaso", su obstinada continuidad.
Como dice Pavarini(1995) "El modelo carcelario se concreta como ‘pena’ en un momento cronológicamente sucesivo a su manifestación como lugar de práctica de la exclusión".
La cárcel como pena justificará el encierro y a su vez ella necesitará de otras justificaciones para poder perpetuarse.
La existencia de la cárcel suele naturalizarse y entonces considerar que ha existido siempre, y no es así, entonces porqué la cárcel como tal surge hace solo 200 años, porqué responde a un proyecto más amplio que la comprende, porque se afirma que continúa hoy dando esa misma respuesta, cuáles son los objetivos en este presente de mantener y expandir la cárcel, son los mismos del siglo XVIII, XIX o del XX, quiénes y cuántos están hoy en las cárceles, quiénes y cuántos estuvieron hace 200 años.

Diferentes autores han destacado el nacimiento de la prisión desde ópticas distintas, pero nadie ha puesto en duda la relación directa entre ese fenómeno y el surgimiento del capitalismo, el "sentido de la cárcel" se hace evidente, por un lado el castigo-pena sobre aquellos que por medio del delito producían un daño a la sociedad que debían reparar, por el otro, el castigo-encierro, el secuestro de personas pertenecientes a sectores sociales que se constituían en amenaza para el naciente orden social burgués y sobre los que había que "operar" y "devolverlos" a un sistema de producción como obreros dóciles. "El crimen por tanto es algo que daña a la sociedad, el criminal es el que danmifica, perturba a la sociedad. El criminal es el enemigo social"(Foucault, 1978)

"El crecimiento de una economía capitalista ha exigido la modalidad especifica del poder disciplinario, cuyas fórmulas generales, los procedimientos de sumisión de las fuerzas y de los cuerpos, ‘la anatomía política’ en una palabra, pueden ser puestos en acción a través de los regímenes políticos, de los aparatos o de las instituciones más diversas. Instituciones como la escuela, la familia, el hospital, la fábrica integran este universo en donde la disciplina y sus dispositivos cobran un particular sentido, pero, " la prisión, pieza esencial en el arsenal punitivo es la que marca un momento importante en la historia de la justicia penal: su acceso a la "humanidad".(Foucault, 1984), o como expresa Pavarini(1995) "La respuesta segregativa a las diversas formas de malestar social en el estado del capitalismo competitivo responde adecuadamente a las necesidades disciplinarias del tiempo"....... "las necesidades disciplinarias del tiempo son las propias vinculadas a la fuerza –trabajo, es decir, la producción de trabajo como mercadería. Esta necesidad obliga a pensar en la práctica institucional como aquella en que, en los angostos espacios de la exclusión, sea posible educar coercitivamente a aquel factor de la producción que es el trabajo a la disciplina del capital"(Rusche y Kirchheimer, 1939).


La propuesta de una respuesta segregativa nacía a partir de dos claros procesos que se gestaban con el surgimiento del capitalismo: la pauperización y con ello, la cuestión social.(Castel R. 1997). Esa respuesta cuando de castigo se trató, fue la privación de la libertad como retribución al daño cometido por aquel que rompió el pacto social, en otras palabras, para que la privación de la libertad se convierta en el "castigo" generalizado, hubieron de producirse en la sociedad una serie de importantes transformaciones. En primer lugar, el tiempo cobró valor a partir de los cambios de los modos de producción, que igualó a todos los no propietarios de medios de producción, en poseedores de un único bien: la fuerza de trabajo. Esta fuerza de trabajo debía "venderse" en el mercado a cambio de un salario. El valor del trabajo así como el valor de las mercancías se fijarían en función del tiempo socialmente necesario para su producción, un tiempo normalizado, que se ajustaría según los avances tecnológicos de los medios de producción. Dado que el sustrato de este valor de intercambio es el tiempo, la privación de tiempo, constituye la efectiva privación de un bien con valor (de uso y de cambio). Es entonces cuando el tiempo puede ser utilizado como moneda de pago en retribución al daño producido en la comisión de un delito.

La retribución en tiempo, se convertirá en otra versión de intercambio de equivalentes, ya no trabajo por mercancía y salario, sino, privación de tiempo- valor por daño producido (a más perjuicio mayor privación de tiempo). Esta perspectiva que propone a la pena privativa libertad en el marco de sus funciones económicas y sociales dentro del programa político del Estado Moderno se vio históricamente desplazada, o al menos, opacada por la visión jurídico- penal, en donde la retribución no es otra cosa que el monto de sufrimiento o castigo que se infringe al ofensor debiendo adecuarse a la magnitud del agravio cometido. La severidad del castigo debe corresponder a la gravedad de la ofensa. Debe existir una proporcionalidad de la cual está excluida la tortura y la pena de muerte. La "pena justa" permite considerar a "la ley y al sistema penal como defensas del ciudadano (sociedad civil) y límite negativo a las arbitrariedades del poder punitivo del Estado" (García Méndez, 1998).

De pena justa se pasará a la pena útil, se afirmará entonces, que si toda sanción es un daño y es en si misma mala, entonces sólo podrá justificarse moralmente cuando se toman en cuenta las consecuencias valiosas que su aplicación puede llegar a producir.(Bentham J, 1985; Stuart Mill J,1997).

Así, el castigo deberá perseguir la reforma del ofensor o al menos su desaliento o disuación de cometer otras ofensas. El positivismo mediante sus representantes -específicamente los del positivismo criminológico-, fundamentarán que habrá que avanzar no sólo sobre el "cuerpo" sino el sobre "alma" de los encerrados. Convencidos que quién "pasa al acto" a través del delito es un enfermo, legitimarán la idea de tratamiento y cura para los ofensores a la ley.

Se dará una vuelta de tuerca al asunto del castigo, no sólo se "penará" con una condena de años de encierro sino que se trabajará y se estudiará al delincuente desde las diferentes disciplinas científicas, siendo la psiquiatría la fundamental. Se "trabajará" sobre su personalidad, se le infundirá "otra moral", se lo tratará de reeducar, de rehabilitar y de corregir. La ciencia estará al servicio de la pena, o mejor dicho del castigo, surge el correccionalismo o método correccional. (Pavarini, 1983).


Mientras la cárcel en sus comienzos, sin duda, encerraba para retribuir, secuestraba a aquellos que habían violado el contrato en una sociedad de "iguales" que la revolución francesa y la ilustración pregonó, casi cincuenta años después tenía la "oportunidad" de presentarse en sociedad con "un fin tan útil" como el de aquellas otras instituciones representantes de la lógica de secuestro- el manicomio, el asilo, el orfelinato, el hospicio- en los cuales se encerraba para ¿ curar?, cuidar?, proteger?.

Esta "voluntad pedagógica" propia del correccionalismo que transformó a las cárceles en laboratorios, a los delincuentes en enfermos, que patologizó el delito, que extendió su accionar mas allá de los muros, que se inscribió como "estrategia terapéutica" para "gobernar la cuestión social", que sumó "mal vivientes", "niños y ancianos abandonados", y se extendió aun más y llegó hasta aquellos que representaban una amenaza al orden social dominante, se constituyó en una "violencia pedagógica" con un corpus científico sostenido básicamente por el saber jurídico y el saber psiquiátrico El positivismo centrará su andamiaje conceptual y práctico en el campo de la peligrosidad social y ello si bien tendrá como referente "al delincuente", ese espacio social será ocupado por tantos "otros diferentes" sobre los que habrá que "operar" con un criterio de defensa social y de esta forma, garantizar la continuidad de un orden que los "acepta" en cuanto sujetos disciplinados y sometidos, sujetos-sujetados. Vigilancia, control y corrección desde la cárcel hacia la sociedad. Así es, la sociedad disciplinaria.


El correccionalismo fue tan significativo que aún habiendo fracasado, sin lugar a dudas, dentro del ámbito carcelario, sin haber cumplido ninguno de sus fines manifiestos, no habiendo resocializado, ni reeducado, ni rehabilitado a "los delincuentes", promoviendo la degradación y la violencia intramuros, utilizando la paradoja de "enseñar" a vivir en libertad desde el encierro, desde el ejercicio de estrategias pedagógicas a través de la violencia real y simbólica dentro de una función terapéutica no demandada por los sujetos secuestrados, aún así su mayor "virtud" fue la de "invadir" el campo social hasta nuestros días legitimándose en su dimensión de corrección del desviado y como cura del enfermo.

Sobre la cárcel el discurso jurídico va perdiendo paulatinamente argumentos que sostengan el sentido de la pena útil pero este proceso llevará años hasta que se reconozca el fracaso de semejante proposición, años de ocultamiento de un fracaso anunciado: la privación de la libertad no había nacido para "curar" o "corregir", había nacido para encerrar el malestar social, para castigar y producir sufrimiento y a través de ello, domesticar, someter a aquellos que deberán reintegrarse al proceso productivo. Durante el período de vigencia del Estado social, la idea resocializadora, aunque devaluada, seguía siendo posible, había un espacio social y productivo en expansión en el cual, supuestamente, se podía reintegrar al delincuente.

La cárcel en este marco, se mostraba en su dimensión "ejemplificadora" con una función básica de disuasión. En ella habitarán como siempre los pobres y dentro de ellos los individuos "más peligrosos", se encerrarán "las conductas verdaderamente indeseables", para ellos aparecerá la modalidad de la "máxima seguridad", se construirán verdaderas fortalezas, muchas, la gran mayoría estarán situadas en las grandes ciudades con el claro objetivo de que sean vistas y por tanto temidas.

Este escenario descripto, se desarrolla en un momento histórico con fuertes criterios inclusivos desde lo social y hacia lo social, en donde las propuestas de institucionalización segregativas no podían ser menos que cuestionadas (la cárcel) cuando no deslegitimadas (el manicomio). Mientras en el campo del saber y la institucionalización psiquiátrica el replanteo de paradigmas impactó en el diseño de políticas públicas y avanzó sobre la des-institucionalización de la locura, la cárcel soportó duras criticas, tanto como pena privativa de libertad por excelencia como por ser "la" institución segregativa, pero nada de ello significó su desaparición, su función ejemplificadora y disuasiva le conservó su vigencia. Tampoco se abandonó cierta obsesión correccional y siguió elaborando reglamentos internos, programas de trabajo y educación dentro de las cárceles, por supuesto más como justificación en cuanto a la conservación de la función otorgada que producto de una valoración positiva de la misma. Aún así, la idea resocializadora fue posible en una sociedad de pleno empleo, de satisfacción de necesidades básicas, en sociedades de bienestar (Bergalli,1997).

En este período el "tratamiento" del resto de las conductas desviadas estará a cargo del campo social, los servicios de asistencia, y las instituciones de control social informal, la escuela, la familia etc, cobrarán protagonismo en el discurso y en las prácticas sobre los sujetos problemáticos. "El nuevo disciplinamiento se iba a obtener en la misma sociedad, el territorio era propicio para continuar y ampliar los espacios del control" (Bergalli,1997)

Como siempre la función social compleja del castigo(Foucault, 1984) otorgaba la inteligibilidad necesaria para comprender la perpetuidad de una institución como la cárcel. Será conveniente entonces, como sostiene Garland(1999), "concebir al castigo como un auténtico 'artefacto cultural y social', ello permite examinarlo de modo sociológico sin descartar sus propósitos y efectos penitenciaristas". Desde estos enfoques, la cárcel debe ser entendida como una construcción social, como producto de estrategias que desde lo político y desde lo social han concebido al castigo legal como una forma de control de "unos" pocos sobre "otros" muchos. Sus diferentes expresiones en su desarrollo histórico responden, sin duda, a las formas de articulación entre lo político, lo social, lo económico y lo cultural.

El castigo-pena legitima y encubre la función real y simbólica del castigo encierro.

Es así como en la década de los ’80 se gesta un escenario en donde "el bienestar expandido a todos los países centrales se agota. Las políticas sociales cedieron a favor de los ajustes presupuestarios. Los espacios públicos y con ellos los servicios se convierten hacia la privatización, la dualización social avanza a favor de la concentración de la riqueza y la expansión de la miseria. Homelesses, toxicodependencias y desempleo son los nuevos rasgos de las políticas neoliberales y los orígenes de la nueva marginalidad. Ha recomenzado la era de la nueva Gran Segregación."(Bergalli, 1997).

La reducción del Estado afectando las áreas de desarrollo social promotoras de derechos ciudadanos, la pérdida de la condición salarial(Castel R., 1997) y el mercado como espacio privilegiado para regular las relaciones sociales, completan un panorama en donde la exclusión de amplios sectores se direcciona hacia un camino sin retorno.

La sociedad capitalista actual no se sostiene a través de los pilares fundamentales de la sociedad industrial. No son los ejes de sociabilidad, ni el trabajo, ni el salario, ni las protecciones sociales, ni la defensa y extensión de los derechos sociales y económicos las pautas de una gobernabilidad que pretende "comprender" a las mayorías populares.

El problema ya no es como gestionar la pobreza sino como convivir con la exclusión, en otras palabras, parece poco posible vislumbrar un horizonte en el cual se diseñen políticas de integración social, más bien se observan estrategias de gobernabilidad para contener y segregar a aquellos que sobran. (Castel, R. 1997)

En este sentido ha cobrado especial importancia dentro de la nueva cuestión social, el problema de la seguridad-inseguridad y con ello el gerenciamiento de lo delictual, pasando del concepto de peligrosidad al de riesgo, gestionar el riesgo es avanzar sobre poblaciones enteras que por su condición de excluidos se transforman en los "propietarios de la violencia, la incivilidad y el delito".

Esa suerte de pasaje de Estado Social al Estado Penal (Wacquant,2000), encuentra su legitimación cuando robustece al sistema penal a través de una demanda de castigo ilimitado al punto tal que habilita los ejercicios ilegales en los actos represivos por parte de las fuerzas de seguridad, la ausencia o insuficiencia de garantías procesales por parte de los jueces y por supuesto la existencia y la reproducción a escala diez de la institución cárcel, como sea, pero cárceles, y muchas. Esta "demanda" que se traduce en la solicitud por parte de las víctimas o de las potenciales víctimas y de sus soportes mediáticos, de una "intervención drástica y violenta" por parte del Estado para dar "solución" al problema del delito, es la que brinda los argumentos "más sólidos" para diseñar o mejor aún, apenas bosquejar políticas de seguridad.

El problema es preguntarse cómo es posible la supervivencia de la democracia en procesos de creciente desigualdad en donde la supremacía del mercado no habilita ni hace posible el diseño políticas públicas de desarrollo social (políticas sociales) que garanticen la recuperación de derechos universales y en este marco entonces que papel "juega" el diseño las políticas y programas de seguridad. Mas aún, un Estado que ha renunciado a lo social, que su retiro se ha dado especialmente en el campo de la promoción de derechos aumentando por lo tanto el campo de las necesidades, en los últimos diez años ha asumido un protagonismo "sospechoso" en el campo de la seguridad. Ello se reafirma a la hora de los ejes y temas que se instalan en la agenda política cuando esta considera los tipos de demandas que parten de los diferentes sectores que componen "cierta ciudadanía."

El reclamo, el cuestionamiento y la "protesta", exige al Estado y sus instituciones eficiencia y soluciones ya no al problema del desempleo, al de la educación pública, al de la salud pública y/o al de acceso a la vivienda, sino a la problemática de la seguridad.

En este marco pareciera que no le queda otro espacio a ese Estado más que diseñar o al menos implementar con cierta inmediatez sin planificaciones sostenidas, respuestas de control social duro. Promoverá el aumento de las penas, tipificará nuevos delitos, ampliará facultades a las fuerzas de seguridad y por consiguiente deberá construir más cárceles.

Pero qué sentido, cual será la función de la expansión de lo carcelario. La incapacitación y neutralización de los secuestrados, la invisibilización de los mismos.

El propio discurso jurídico penal ha abandonado cualquier justificación moral a la cuestión de la pena, la retribución no se ha podido sostener como pena justa al momento que se reconoció que ese contrato violado nunca había sido firmado entre iguales, al transformar esa pena justa en pena útil, el fracaso resocializador, reeeducador y rehabilitador significó no sólo el fracaso en sus fines manifiestos sino que "desnudó" el verdadero sentido de una institución nacida para producir dolor y sufrimiento, y nada más y claro, nada menos.

Hace varios años la tecnología penitenciaria abandonó la cuestión "tratamental", aunque la ha sostenido y sostiene en los discursos y en algunas prácticas, ya no pretende ni reformar, ni resocializar, ya no habrá un "lugar social" donde imaginar la reintegración, ellos, los presos y presas, provienen de sectores que padecen, previamente, la exclusión social, económica, política y espacial. De esta forma solo se administrará un sistema de premios y castigos (el sistema punitivo- premial), en un régimen de progresividad de la pena que garantizará, por un lado "laberintos de obediencia fingida" Rivera Beiras,(1997), por parte de los presos y presas para lograr "beneficios penitenciarios(salidas, permisos, visitas) y por el otro, al menos eso es lo que pretende, el "buen gobierno de la cárcel".

No habrá entonces otro objetivo que aquel que diera a su primer función clara e inobjetable, la de secuestrar ya no a aquellos que representaban "la dinamita social" (Cohen, S. 1988) de los siglos XVIII, XIX, y parte del XX, sino a aquellos que representan la "basura social" (Cohen, S.1988), los "inútiles para el mundo", (Castel, R. 1997), de las últimas décadas del siglo pasado y el comienzo del XXI. Con ellos no habrá que hacer "nada", la nueva estrategia será incapacitarlos y neutralizarlos en instituciones que cambiarán también y justamente para ellos su disposición espacial-territorial y espacial-intrainstitucional.

Foucault afirma en la Quinta Conferencia de su libro "La verdad y las formas jurídicas", "en consecuencia es lícito oponer la reclusión del siglo XVIII que excluye a los individuos del círculo social a la que aparece en el siglo XIX que tiene por función ligar a los individuos a los aparatos de producción a partir de la formación y la corrección de los productores: trátase entonces de una inclusión por exclusión. He aquí por qué opondré la reclusión al secuestro; la reclusión del siglo XVIII dirigida esencialmente a excluir a los marginales o reforzar la marginalidad y el secuestro del siglo XIX cuya finalidad es la inclusión y la normalización". Mas allá del planteo de algunas diferencias en particular aquella que destaco en este trabajo, es decir unificar el criterio de secuestro, en el siglo XVIII se secuestra para recluir en el siglo XIX se secuestra para disciplinar y normalizar, pero ambos son secuestros. Es importante destacar la afirmación del autor en cuanto a lo que sucedía en el siglo XVIII, el secuestro institucional como reclusión para realizar, confirmar y materializar la exclusión. Esta afirmación deberá ser analizada de acuerdo a los acontecimientos del naciente siglo XXI en cuanto a los interrogantes en términos de gobernabilidad de la exclusión en términos de dasafiliación de amplios sectores sociales.

Estamos en un presente donde ya no queda espacio para eufemismos, a la pena habrá que restituirle su condición de castigo, a la cárcel, al manicomio, al asilo, al instituto y el reformatorio, hoy más que nunca habrá que reconocerlas como instituciones de secuestro de ese residuo social que ya no se gestiona en "otros lugares sociales". Habrá que asumir, como dice Levi-Strauss(1955 citado por J Young,1992) "que las sociedades modernas son antropoémicas; proceden vomitando a los desviados, manteniéndolos fuera de la sociedad o encerrándolos en instituciones especiales dentro de sus perímetros.

A la nueva "gran segregación", habrá que conocerla, estudiarla, develarla, cuantificarla y cualificarla y en este sentido no permitir que se le cambie el nombre y el sentido.

Esto es bastante, al menos para encontrar los caminos necesarios para combatirla.

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