Cárcel de Berkshire |
16 de octubre de 1854- Dublín, Irlanda. |
En ella permaneció cumpliendo condena a trabajos forzados durante dos años (1895-1897) el escritor Óscar Wilde.
A raíz de la relación amorosa que mantenía con Alfred Douglas, hijo de un miembro de la aristocracia, se vio envuelto en un siniestro plan que encubría el rechazo homofóbico de la sociedad de la época.
Durante el período de prisión, Wilde escribió "De Profundis" (una obra epistolar muy extensa dirigida a su pareja) y La Balada de la Cárcel de Reading, un poema que dedicó a un soldado que sería ajusticiado, en el que son claras las críticas a la institución carcelaria.
Este poema fue firmado originalmente con un seudónimo -C.3.3.- que codificaba pabellón, piso y celda del escritor.
Al recobrar la libertad, el escritor cambió su nombre por el de Sebastian Melmoth y no logró rehacer su vida en ningún aspecto, a pesar de haber emigrado a París.
(...) “Pero más que nada me culpo de la total degradación ética en que
permití que me sumieras. La base del carácter es la fuerza de voluntad, y lamía
se plegó absolutamente a la tuya. Suena grotesco, pero no por ello es menos
cierto. Aquellas escenas incesantes que parecían ser casi física-mente
necesarias para ti, y en las que tu mente y tu cuerpo se deformaban y te
convertías en algo tan terrible de mirar como de escuchar; esa manía espantosa
que has heredado de tu padre, la manía de escribir cartas repugnantes y
odiosas; esa absoluta falta de control sobre tus emociones que se manifestaba
lo mismo en tus largos y rencorosos esta-dos de silencio reconcentrado como en
los accesos súbitos de ira casi epiléptica; todas esas cosas, en alusión a las
cuales una de las cartas que te escribí, dejada por ti en el Savoy o en otro
hotel y por lo tanto presentada ante el Tribunal por el abogado de tu padre, contenía
un ruego no exento de patetismo, si en aquel tiempo hubieras sido capaz de ver
el patetismo en sus elementos o en su expresión, esas cosas, digo, fueron el origen
y las causas de mi fatídica rendición a tus demandas cada día mayores. Me
agotabas. Era el triunfo de la naturaleza pequeña sobre la grande. Era esa
tiranía de los débiles sobre los fuertes que en no sé dónde de una de mis obras
describo como «la única tiranía que dura».Y era inevitable. En toda relación de
la vida con otros tiene uno que encontrar algún moyen de viere. En tu caso,
había que ceder ante ti o dejarte. No cabía otra alternativa. Por cariño hacia
ti, profundo aunque equivocado; por una gran compasión de tus defectos de modo
de ser y temperamento; por mi proverbial buen carácter y mi pereza celta; por una
aversión artística a las escenas groseras y las palabras feas; por esa incapacidad
para el rencor de cualquier clase que en aquel tiempo me caracterizaba; por mi
negativa a que me amargasen o afeasen la vida lo que para mí, con la vista
realmente puesta en otras cosas, eran meras minucias que no valían más de un
momento de pensamiento o interés; por esas razones, aunque parezcan tontas, yo
cedía siempre. Y el resultado natural era que tus pretensiones, tus ansias de
dominio, tus imposiciones fueran cada día más descomedidas. Tu motivo más ruin,
tu apetito más bajo, tu pasión más vulgar, eran para ti leyes a las que había que
amoldar siempre las vidas de los demás, y a las cuales, llegado el ca-so, había
que sacrificarlas sin escrúpulo. Sabiendo que con una escena podías siempre
salirte con la tuya, era lo más natural que recurrieras, no dudo que casi
inconscientemente, a todos los excesos de la violencia ruin. Al final no sabías
a qué meta corrías, ni con qué propósito. Habiendo entrado a saco en mi genio,
mi voluntad y mi fortuna, quisiste, con la ceguera de una codicia sin fondo, mi
existencia entera. La tomaste. En el momento supremo y trágicamente decisivo de
toda mi vida, el que precedió al lamentable paso de iniciar mi acción absurda,
de un lado estaba tu padre atacándome con tarjetas repugnantes dejadas en mi
club, de otro lado estabas tú atacándome con cartas no menos detestables. La
carta que recibí de ti en la mañana del día en que te dejé llevarme al juzgado de
guardia para solicitar la ridícula orden de detención de tu padre fue una de
las peores que nunca escribieras, y por la más vergonzosa razón. Entre vosotros
dos perdí la cabeza. Mi juicio me abandonó. El terror ocupó su lugar. No vi
escapatoria posible, lo digo francamente, de ninguno de los dos. Ciegamente
avancé como un buey al matadero. Había cometido un error psicológico colosal.
Siempre había pensado que el ceder ante ti en las cosas menudas no significaba
nada: que cuando llegase un gran momento podría reafirmar mi fuerza de voluntad
en su superioridad natural. No fue así. En el gran momento mi fuerza de
voluntad me falló por completo. En la vida no hay verdaderamente cosa pequeña
ni grande. Todas las cosas son del mismo valor y del mismo tamaño. Mi
costumbre-al principio fruto, más que nada, de la indiferencia- de ceder a ti
en todo había venido a ser insensiblemente una parte real de mi naturaleza. Sin
yo saberlo, había estereotipado mi temperamento en un solo estado permanente y
fatal. Por eso, en el sutil epílogo a la primera edición de sus ensayos, dice
Patter que «El fracaso es formar hábitos». Cuando lo dijo, los obtusos de
Oxford no vieron en la frase más que una inversión traviesa del texto un tanto
manido de la Ética de Aristóteles, pero lleva escondida una verdad prodigiosa,
terrible. Yo te había dejado minar la fuerza de mi carácter, y para mí la
formación de un hábito había sido no ya Fracaso, sino Ruina. Éticamente habías sido
todavía más destructivo para mí que en lo artístico. (...)
(...) Tras mi terrible sentencia, cuando me vestí de presidiario y la puerta
de la cárcel se cerró, me quedé así, entre las ruinas de mi vida maravillosa, aplastado
por la angustia, desatinado por el terror, aturdido por el sufrimiento. Pero no
quise odiarte. Todos los días me decía: «Hoy tengo que conservar el Amor en mi
corazón, porque si no, ¿cómo soportaré el día?» (...)
(...) El sufrimiento es un único momento largo. No lo podemos dividir en
estaciones. Sólo podemos registrar sus modos y anotar su retorno. Para nosotros
el tiempo en sí no avanza. Gira. Parece dar vueltas en torno a un único centro
de dolor. La inmovilidad paralizante de una vida regulada en cada una de sus
circunstancias según un patrón invariable, de forma que comemos y bebemos,
caminamos y nos acostamos y rezamos, o por lo menos nos arrodillamos en
oración, conforme a las leyes inflexibles de una fórmula de hierro: esa
inmovilidad, que hace que cada día terrible sea igual a los demás hasta en el
menor detalle, parece comunicarse a aquellas fuerzas externas cuya esencia
misma es el cambio incesante. De la época de la siembra o de la recolección, de
los segadores que se doblan sobre la mies o los vendimiadores que serpean entre
las viñas, de la hierba del huerto blanqueada de capullos rotos o salpicada de
frutos caídos, no sabemos nada, ni podemos saber nada. Para nosotros sólo hay
una estación, la estación del Dolor. Es como si hasta el sol y la luna nos
hubieran quitado. Afuera el día podrá ser azul y oro, pero la luz que se filtra
por el grueso vidrio del ventanuco enrejado que tenemos encima es gris y
miserable. En la celda siempre es atardecer, como en el corazón es siempre
media-noche. Y en la esfera del pensamiento, no menos que en la esfera del tiempo,
ya no hay movimiento. Aquello que tú personalmente habrás olvidado hace mucho
tiempo, o puedes olvidar con facilidad, a mí me está pasando ahora, y mañana me
volverá a pasar. Acuérdate de esto, y podrás comprender un poco el porqué de
que te escriba, y te escriba de esta manera. "(...)
De: DE PROFUNDIS
(A: lord Alfred Douglas)
Balada de la cárcel
de Reading por el prisionero C.33 (Oscar Wilde)
In memoriam
Carlos T. Wooldridge,
soldado que fue de la Guardia Real Montada, ajusticiado en la Cárcel de Su
Majestad, en Reading (Berksire) el 7 de julio de 1896.
(fragmento)
III
En la prisión de Debtors Yard, las piedras
duras son, y es alto el chorreado muro;
allí tomaba el aire el prisionero
bajo el cielo de plomo, y un gendarme
a cada lado suyo caminaba
por el terror de que muriese el preso.
O también se sentaba con aquellos
que guardaban su angustia noche y día,
cuando para llorar se levantaba
o cuando se inclinaba para el rezo,
y que lo vigilaban hasta lo último
por temor de que él mismo se robase
su vil presa al patíbulo sangriento.
El jefe del penal era un estricto
cumplidor del severo Reglamento:
el doctor sostenía que la muerte
era un simple fenómeno científico,
y el capellán, dos veces en el día,
un folleto piadoso le dejaba
cuando iba a hacerle la habitual visita.
Y dos veces al día fumaba pipa
y se bebía su jarro de cerveza;
su alma era resuelta y no tenía
un lugar escondido para el miedo;
con frecuencia decía que se alegraba
porque el día de la horca se acercaba.
Pero por qué decía cosas tan raras
los guardas nunca osaron preguntarle,
porque aquel a quien dieron por destino
vigilar una cárcel de desgracia,
sellar debe sus labios con cerrojos
y transformar su rostro en una máscara,
pues también él podría ser ablandado
y dar confortativos y consuelos;
mas... la Humana Piedad, ¿qué hacer podría
mirando el antro de los asesinos?
¿Qué palabra de gracia allí podría
a un alma hermana procurar alivios?
IV
Con crudo balanceo los presidiarios
alrededor del círculo ensayábamos
la Marcha de los Tontos. ¡Qué importaba!
¡Nosotros bien sabíamos que éramos
tan sólo la Brigada del Demonio!
¡Pies de plomo y cabezas afeitadas
hacen las más alegres mascaradas!
Deshilábamos las cuerdas embreadas
con uñas embotadas y sangrantes;
frotábamos las puertas y los suelos,
y las rejas de hierro las limpiábamos;
con fuerza, tabla a tabla, enjabonábamos
el piso, y con baldes lo golpeábamos.
Cosíamos los sacos, y quebrábamos
las piedras y las rocas, y volteábamos
el polvoso taladro, y golpeábamos
las latas, y gritábamos los himnos,
y sudábamos siempre en el molino;
pero en el corazón de cada hombre
yacía el Terror aún, como escondido!
El Terror se arrastraba cada día
cual ola henchida de marinas algas;
nos olvidamos del destino amargo
que al bandido y al loco les espera,
hasta que cierta vez, yendo al trabajo,
al pasar vimos una tumba abierta,
con bostezante boca de hondo hueco
como para tragarse a un ser viviente;
el mismo barro reclamaba sangre
al sitibundo círculo de asfalto;
y nosotros supimos que mucho antes
de despertar el alba sobre el mundo,
el compañero aquel sería colgado.
Y nosotros seguimos a las celdas
en el alma metidas ya la Muerte
y el Terror y el Destino. Y el verdugo,
con su pequeña bolsa, se iba abriendo
paso entre las tinieblas, renqueando...
Yo estaba tembloroso cual si fuese
camino hacia un sepulcro numerado.
Tal noche, los vacíos corredores
llenos de formas de Terror estaban;
de arriba a abajo, en la ciudad de hierro,
rondaban con pisadas taciturnas
para que no pudiéramos oírlas;
y entre las barras férreas que ocultan
la luz de las estrellas, caras blancas
entre ¡a oscuridad se percibían.
Era como quien duerme un dulce sueño
en una extensa y plácida llanura;
custodiábanlo a él mientras dormía
los celosos guardianes, pero éstos
no podían entender cómo él tenía
tan tranquilo dormir, con un verdugo
de su mano pegado noche y día.
Mas no hay sueño posible cuando lloran
los ¡hombres que jamás habían llorado;
así, todos nosotros, los insanos,
y los bandidos y los fraudulentos,
velamos esa noche interminable;
y con manos de pena se arrastraba
el ajeno Terror en los cerebros.
Qué cosa tan horrenda es sentir uno
las culpabilidades de los otros!,
porque la espada del delito, recta,
penetra hasta su puño envenenado;
¡y eran como de plomo derretido
las lágrimas ardientes que lloramos
por una sangre que jamás vertimos!
Con zapatos de fieltro, los guardianes
marchaban a atisbar por las rehendijas
de las puertas cerradas con candado,
grises figuras que les daban miedo
trazadas en los pisos, y los guardias
pensaban en por qué se arrodillaban
a rezar los que nunca habían rezado.
Hincados de rodillas nos pasamos
toda la noche recitando preces;
¡Locos de luto conduciendo a un muerto!
Las plumas agitadas y revueltas
de mitad de la noche, parecían
los penachos fatídicos de un féretro;
y como vino amargo en una esponja
el sabor era del Remordimiento.
Yo no sé si las leyes serán rectas,
yo no sé si serán equivocadas;
todo lo que yo sé, es que para quienes
yacen entre presidios inhumanos,
el muro es fuerte, y cada día, es como
un año cuyos días fuesen muy largos.
Pero lo que sí se yo es que toda Ley
que los hombres han hecho para el hombre
desde que el primer hombre de la tierra
arrebató la vida de su hermano
y tuvo su principio el triste mundo,
desecha el trigo, lo convierte en paja,
o lo cierne en el peor de los cedazos.
Y demasiado sé también yo esto:
-¡ay, ojalá que lo supiesen todos!-
que cada cárcel que construye el hombre
hecha está con ladrillos de vergüenza
y cegada por duros enrejados,
para que el mismo Cristo ver no pueda
cómo el hombre mutila a sus hermanos.
Con barras manchan la graciosa luna
y ciegan del buen sol los resplandores,
y su Infierno hacen bien en ocultar,
puesto que en la prisión cosas son hechas
que ni el Hijo de Dios ni el de los Hombres
no las debieran contemplar jamás.
Las acciones más viles, cual malezas
en la prisión envenenadas crecen;
pues en la cárcel se marchita y gasta
todo lo que en los hombres hay de bueno.
Y la Pálida Angustia es centinela
y guardián es también el Desespero.
Y aun al pequeño y temeroso niño
ellos lo matan con torturas de hambre
hasta que el niño llore noche y día;
y castigan al débil y al idiota
y algunos presidiarios se enloquecen
y se mofan del viejo encanecido,
y al fin todos los hombres se pervierten,
y un vocablo decir no es permitido.
Y cada estrecha celda que moramos,
es asquerosa y lóbrega letrina,
y ahoga la enrejada claraboya
el vaho hediondo de la Muerte Viva;
todo, con excepción de la Lujuria,
en polvo se convierte sin piedad
en la máquina de la Humanidad.
Y las aguas salobres que bebemos
arrastran un pantano repugnante,
y el pan amargo que en balanza pesan
está lleno de tiza y de cal blanca,
y el Sueño, sin bajar hasta nosotros,
al Tiempo grita, y con furor camina
mostrando siempre sus salvajes ojos.
Mas aunque el Hambre flaca y la Sed verde
luchen cual riña de serpiente y áspid,
ya poco nos importan las raciones,
pues lo que hiela y mata de continuo
con toda libertad, es que la piedra
que cada cual en su labor levanta
en el curso del día, se convierte,
¡ay! en el corazón de cada uno
durante nuestras noches de infortunio.
Siempre en el corazón es media noche
y crepúsculo triste en nuestras celdas;
volteábamos nosotros el manubrio
o también deshilábamos las cuerdas
y cada cual entre su propio Infierno!
¡Siempre en el corazón es media noche!
pero el Silencio es mucho más terrible
que el repicar de un esquilón de bronce!
Jamás humana voz se nos acerca
una gentil palabra a balbucirnos;
el ojo que en la puerta está mirando
nunca tiene piedad y es siempre duro;
nos podrimos, de todos olvidados,
con el alma y el cuerpo maniatados.
Y nosotros así, enmohecemos
la cadena de hierro de la vida
solos y depravados; hombres hay
que lanzan maldiciones y hay algunos
que lloran y otros hay que no se quejan,
pues las leyes de Dios son muy amables
y rompen siempre el corazón de piedra.
* * *
El corazón humano que se rompe
en celda de prisiones o en el patio,
es como el recipiente quebrantado
que lleva su tesoro a Jesucristo,
y unge la sucia casa del leproso
con su nardo más fino y delicado.
¡Ah ! Bienaventurados sean aquellos
cuyos sensibles corazones pueden
quebrantarse y ganar paz y perdones;
¿pues de qué otra manera podría el hombre
seguir sus rectos planes y limpiarse
el alma de pecado y padecer?
¿Si no de esta manera, de qué modo
puede Cristo Señor entrar en él ?
De: aMediaVoz.com