“El saber de la violencia y la violencia del saber”
En las jornadas y congresos
profesionales suele hablarse de la violencia de los otros: de los hombres, de
los estudiantes, de los adolescentes, nunca de nuestra violencia como
profesionales, de la violencia que nosotros ejercemos. Considero que en la
actualidad se hace imprescindible subsanar este “olvido”, inaugurar un ámbito
de reflexión, de intercambio, y de producción de sentido en relación con la
violencia del saber, los modos en que éste se efectúa y cómo prevenirnos de
nosotros mismos. Para hacerlo voy a abordar sólo cuatro cuestiones que
considero fundamentales:
1) La violencia del absoluto:
Esta violencia se relaciona
directamente con los modelos esencialistas que suponen que la violencia es algo
absolutamente y totalmente definido. Ya
se considere desde un esencialismo psíquico, biológico, o social, siempre se
trata a la violencia como un “objeto” (no en vano se utiliza un sustantivo) y
se la piensa como propiedad o característica de un “sujeto de la violencia” que
puede ser un hombre, una especie, un grupo. Además, es muy común encontrar que
los que profesan un esencialismo psicológico creen que los únicos esencialistas
son los biólogos; a su vez, los sociólogos acusan de esencialismo a los
psicólogos. Y así, de acusación en acusación. Podría ser gracioso, si no fuera
que es tan peligroso para la convivencia. De hecho, cuando el tono es de
acusación, es muy probable que estemos tratando con creencias esencialistas.
Podemos utilizar este rasgo como un detector
de “violencias encubiertas y al acecho”.
2) La violencia de las generalizaciones
Esta es una violencia estructural
de aquellos que ven el mundo a la luz de un solo marco teórico, ideológico o religioso, al que
confunden con el mundo. Las generalizaciones como “los hombres siempre son más
violentos que las mujeres”, “las personas de tal clase, grupo, raza son
naturalmente violentas”, tan extendidas en muchos discursos nos presentan
un mundo sin relieve, en blanco y negro.
Este tipo de actitud generalizadora presenta aristas más peligrosas aún
cuando concebimos categorías rígidas,
absolutamente excluyentes, sin matices, sin estructura interna, sin diversidad.
Es muy común, encontrar textos cuyo título informa que se tratará el tema de la
“violencia doméstica” y ya en la segunda hoja, se han deslizado -para nunca más
volver- de la temática inicial a la de la “violencia contra la mujer”, como si
ésta fuera la única forma de violencia que se ejerce en los hogares.
3) La violencia del “a priori”:
Esta es una de las formas más extendidas
de la violencia de los profesionales que “combaten” la violencia. Es la que
está implícita en cualquier sabelotodo que, amparado en una teoría, modelo, o
dispositivo encuentra únicamente lo que ya previamente ha puesto como
condición. Desde esta mirada sólo son visibles las entidades y procesos que la
teoría ha descrito, sólo puede preguntarse aquello que está predefinido en la
grilla de intervención. Esta posición, o mejor aún, esta estética-ética
relacional, es responsable de la incapacidad de ligarse con la situación
particular en la que se está trabajando y con la singularidad de cada contexto.
Desde los “a-priori” (que no sólo significa antes sino también
independientemente de la experiencia)
hacen que cada encuentro con el mundo sea un caso particular de lo que
uno ya sabía, otro ejemplo de la teoría, y no una posibilidad nueva para pensar
y construir sentido específico que legitime una situación única.
La última, y no por eso menos
importante:
4) La violencia dicotómica:
La violencia dicotómica, que consiste
en dividir al mundo en dos polos opuestos y antagónicos (bien-mal,
violento-pacífico, cuerpo-mente, sujeto-objeto), es el modo estructural de la
violencia teórica en toda la modernidad y en todas las disciplinas. En este
contexto quiero tomar solamente ejemplos que competen a los temas más comunes
cuando se habla de violencia: uno es la dicotomía entre violencia física y
violencia simbólica, y la otra es la polaridad infierno-paraíso. Consideremos
ahora la dicotomía entre la violencia física y la violencia simbólica. Tal vez
por “formación” profesional, no puedo dejar de pensar que lo que llamamos
simbólico no es un conjunto de abstracciones que descienden mágicamente en
nuestro cerebro. Los largos años que pasé en la facultad de bioquímica me
enseñaron que el cuerpo no procesa “palabras” o “imágenes” sino intercambios de
materia y energía. Las palabras que escuchamos son el resultado de un
movimiento vibratorio que es transformado a impulso nervioso y que establece
diferencias neuronales específicas que son luego traducidas a palabras con
sentido. Un bioquímico que no está metido dentro de un tubo de ensayo, sabe que
todo lo que es simbólico va a entrar al cuerpo a través de procesos materiales
y energéticos: va a producir el aumento de alguna hormona, una disminución de
inmunoglobulinas, un “disparo neuronal”, una contracción muscular. No hay
ningún fenómeno simbólico que no tenga un correlato fisiológico.
Por otra parte, mi trabajo como
epistemóloga y mi relación con la problemática de las redes sociales, ha
permitido que me percatara que cuando se habla de la violencia física es
importantísimo tener en cuenta que el daño producido no es directamente
proporcional al impacto material o energético del golpe en sí. Es
imprescindible tener en cuenta el “daño moral” que el golpe físico produce, el
efecto emocional, afectivo, simbólico de toda situación vivida. Si no hay
humillación, iniquidad, ofensa, insulto o
ultraje, no lo llamamos violencia.
Si somos capaces de ir más allá
de las teorías, modos de pensamiento y
actitudes heredadas del dualismo moderno, si hacemos el esfuerzo de pensar de
forma no dicotómica, nos damos cuenta que en toda y cualquier circunstancia
estos dos modos de violencia -que no son opuestos, que están siempre correlacionados-,
se dan conjuntamente. Es más, no resulta difícil encontrar que no siempre la violencia física es
corporalmente más intensa que la violencia simbólica. A veces un insulto, un
grito, una mirada desdeñosa, un gesto deja una marca para toda la vida. Y no me
refiero sólo a una huella psicológica. Me refiero a un rastro corporal: un
infarto, un espasmo, un desequilibrio iónico, etc. El efecto físico de la
violencia simbólica puede ser devastador, llegando hasta el extremo de matar.
En la película “La última ola”,
dirigida por de Peter Weir, se puede ver
“una muerte ritual”, o tal vez debamos decir “virtual: un brujo le muestra un
hueso -o lo que nosotros al menos concebimos como tal- a otro aborigen
provocándole una muerte instantánea. Todo ocurre a distancia, sin contacto
“físico” -o lo que nosotros solemos llamar contacto físico-. También entre
nosotros ocurren cosas semejantes aunque de modos muy distintos y con
diferentes efectos, no se trata de un ejemplo exótico. En nuestra cultura es
algo comúnmente aceptado el hecho de que es posible llevar una persona al
suicidio, o a la locura, o producirle un inmenso daño corporal presionándola
con palabras, imágenes u otros medios simbólicos. La violencia simbólica tiene
siempre un correlato físico, que no es lineal pero no por ello es menos eficaz
o abstracta.
Lo oposición extremista entre una
situación infernal y otra paradisíaca es peor aún, si cabe, que la anterior,
impidiéndonos pensar los fenómenos de una manera multidimensional, en su
sutileza y complejidad. Desde esta posición se establece una emocionalidad y
una práctica que inhibe todo trato con la diversidad de la vida y sobre todo
con la problemática de la convivencialidad. Si salimos del estrecho marco de la
problemática de la “prevención de la violencia” y ampliamos nuestra mirada,
nuestra inteligencia y sensibilidad, podremos ver que lo que está en cuestión
son “las formas de convivencia”, y no sólo entre humanos sino con la naturaleza
a la que pertenecemos. Pretender que
existe alguna clase de situación que es completamente y absolutamente no
violenta, ni agresiva, ni tensa, en cualquier campo vital no sólo resulta
ingenuo sino más bien absurdo. Estos ideales absolutos constituyen lo que he
denominado “la trampa platónica”. En
comparación con estos arquetipos perfectos todo es fallido, degradado, impuro,
menoscabado. Cualquier situación real de la vida, comparada con ese ideal, será
un pequeño infierno, porque ninguna podrá nunca aspirar a igualar el paraíso.
Y, además, tenemos que estar contentos, porque tampoco se trata del verdadero
infierno que estará siempre acechándonos.
Si partimos de una concepción
infernal de la violencia y orientamos nuestras prácticas hacia situaciones
pretendidamente idílicas nuestros éxitos serán escasos y además deslucidos.
Estaremos siempre en falta pues nuestro objetivo es por definición inalcanzable.
En cambio, si somos capaces de pensar la violencia de otro modo, sabiendo que
ningún ideal es fértil ni real, tendremos la oportunidad de pensar la
convivencialidad en las situaciones vitales en las que nos encontramos y no
como desviaciones lamentables de una naturaleza torcida. Se inicia así una
búsqueda sin término que exige en cada situación distinguir entre tensión
productiva, agresión y violencia. Muchos autores han avanzado en ese camino, y
disponemos de útiles herramientas para pensar…en tanto no las transformemos en
fetiches para idolatrar, en modelos únicos portadores de verdades absolutas, y
seamos capaces de utilizarlos como instrumentos para configurar pensamiento en
cada encuentro.
Quisiera advertir que no se trata
de una cuestión de palabras, hay quienes usan “violencia” para dar a entender
lo mismo que otros hacen con “agresión”, esto depende de cada corriente, cada
autor e incluso cada traductor. Es preciso, tener en cuenta aquí también la
violencia que ejercemos cuando exigimos que todos hablen (y piensen) como
nosotros. Para entender qué se está
diciendo en cada caso es preciso atender al contexto específico en relación al
cual y desde el que se está pensando.
Los escenarios que yo quisiera
compartir ahora con ustedes, son muy diferentes a las obras en “blanco y negro”
que hemos comentado. Lo que hemos denominado como “el abordaje de la
complejidad”, implica un modo diferente de pensar el conocimiento y las
prácticas profesionales. Desde esta perspectiva, yo diría que la simplicidad es
un modo de conocimiento centrado en lo ya sabido. Y que, desde lo ya sabido,
obtura el pensar. Todo lo que ocurre tiene que ser mirado a través del filtro
instituido previamente, sea lo que fuera. En los abordajes desde la
complejidad, en cambio, el conocimiento o lo ya sabido es una condición para el
pensar, pero no determina el producto del pensamiento. Es un punto de partida
inevitable y valioso, imprescindible para pensar pero no suficiente, ni
privilegiado, puesto que “pensar es
cambiar de ideas”.
En relación al tema de la violencia hay un aspecto muy
importante que quisiera destacar y es que en casi todos los modelos, programas,
proyectos que tienen que ver con la “prevención de la violencia”, los
profesionales suelen ubicarse como totalmente ajenos a las situaciones
violentas. Se supone que el que está previniendo la violencia es alguna clase
de sabio ecuánime (nuestra moderna versión del santo), que sabe perfectamente
qué es la violencia -puesto que él se va
a ocupar de prevenirla-, y que puede diagnosticarla, evitarla y/o curarla.
Con Elina Dabas –presidenta de
FUNDARED- trabajamos en un proyecto junto a un equipo de la Universidad
Católica de Santiago de Chile que fue transformándose a lo largo del tiempo. En
un principio el equipo chileno venía desarrollando un programa para la
prevención de la violencia en las escuelas. A través de las conversaciones,
cursos, seminarios y encuentros fuimos cambiando el eje de “la prevención de la
violencia” hacia el de “la promoción de
la convivencia”, y hacia el final del proyecto estábamos ya trabajando la
noción de “cogestión de la convivencia”. El trabajo culminó con la realización
de un gran “Encuentro de Promoción de la Cultura del Buen Trato”. Nuestra
actitud y modalidad de trabajo, así como el espíritu que compartimos con los
participantes del encuentro estuvo sesgada por la idea de que cualquier
intervención en relación a problemas de
violencia puede ser abordada con más dignidad y eficacia si los profesionales reconocen y aceptan su
implicación y son capaces de abandonar las categorías dicotómicas que llevan a
intervenciones basadas en la culpa y el castigo, para construir modos de
abordaje basados en la responsabilidad común en la convivencia. Para ello hay
que asumir que parte de la violencia institucional que hoy vivimos incluye
muchas veces la violencia de los “agentes de prevención”.
Llevar adelante una práctica
implicada y responsable exige que seamos capaces de reconocer simultáneamente
la paridad y la diversidad. Este es un gran desafío para todos los
profesionales, especialmente los que tienen título universitario o que ejercen
cargos directivos, pues están acostumbrados a “disfrutar” de una posición
jerárquicamente superior. Esa asimetría, cuando se considera como un absoluto,
es ya de por sí violencia estructural y, para colmo, invisibilizada. En toda
institución piramidal la arquitectura –física y organizativa- resulta violenta.
Hasta el lenguaje es violento en su gramática de exclusiones, algo que pasa
desapercibido si sólo prestamos atención al tono o al carácter políticamente
correcto del discurso.
La violencia no es algo que se
pueda predicar del “ser” sino que es algo que se efectúa en el espacio
relacional y nuestra existencia en los vínculos siempre se da desde la paridad
en la pertenencia y simultáneamente la diferencia en la modalidad. Paridad no
es horizontalidad ni tampoco simetría. Pertenecemos en paridad a la relación,
nadie tiene un estatus privilegiado absoluto, total o eterno. Aún cuando se
manifiesten importantes asimetrías actuales o locales, pues la paridad no
significa igualdad. Cada persona habita el espacio relacional de modos
diferente, pero en tanto lo habita tiene derecho a ser reconocido como un
legítimo otro. Esta distinción es fundamental porque muchos de los que trabajan
en las temáticas relacionadas con la violencia,
iniciaron un camino interesante al reconocer la paridad: los modelos
sistémicos particularmente. Sin embargo, en la mayoría de los abordajes
olvidaron –o quedó en un punto ciego- el aspecto asimétrico de toda relación.
Otros, por el contrario, sólo son capaces de ver las diferencias pero nunca la
paridad. Las feministas, por ejemplo,
suelen tener el buen gusto o el buen tino de denunciar las asimetrías, pero acostumbran
“dejar de lado” la paridad. Desde un abordaje de la complejidad, que implica no
sólo una concepción sino también una ética y una estética, es posible afirmar al mismo tiempo la
asimetría y la paridad, pues partimos de un enfoque multidimensional. De este
modo evitamos caer en una concepción extremista que concibe a las personas como
víctimas o victimarios absolutos. Nadie es esencialmente ni lo uno ni lo otro.
Todos podemos ocupar en distintos momentos de nuestra vida una u otra posición
en cada relación. No es nada extraño que un marido que acostumbra a ejercer
violencia sobre su mujer y sus hijos resulte ser un subordinado sumiso, un
amigo plácido y un hijo bondadoso. Más aún, en otros momentos puede también ser
un marido apacible, un amigo furioso o un hijo brutal. Lo mismo, por supuesto,
es válido para las mujeres. Esas descripciones terribles en las que las mujeres
golpeadas o abusadas aparecen como
“mosquitas muertas” pueden corresponder a algunas situaciones, incluso a
muchas, pero esa “víctima total” es también una figura ideologizada, o
teorizada, que muchas veces no corresponde en absoluto a la persona que está
sufriendo la posición de víctima en una relación violenta. Por el contrario,
muchas mujeres de las caratuladas como “fuertes” e incluso como “fálicas” han
padecido maltratos. Estas
generalizaciones además de ser otro modo de la violencia, tienden a poner a esa
mujer todavía en un lugar peor del que está en la relación violenta, porque
ponen la condición de víctima en su ser.
Si abandonamos los ideales de
pureza absoluta, y con ellos las esperanzas vanas que éstos crean, así como los
miedos que producen, podemos generar modos de convivencia responsable en los
que podamos modular las tensiones sin caer en las etiquetas, la patologización
o la judicialicación de las prácticas sociales.
Es necesario producir y cultivar
una gramática que no esté centrada en el verbo “Ser” que convierte todo acto en
un destino, y toda característica local en atributo total, de tal modo que un
hombre ES un maltratador y una mujer ES una víctima. La forma del discurso de
los abordajes de la complejidad, que no son mero formalismo, nos lleva a
decir-sentir-pensar que en una relación en un momento dado alguien actúa como
victimario y otro como víctima. Cada dominio de experiencia es a su vez múltiple,
facetado. Es necesario ver cada situación desde las distintas perspectivas y en
el contexto específico de la vida de los protagonistas.
Entonces, la construcción social
de la violencia como fenómeno multidimensional nos lleva a darnos cuenta de que
tenemos que estar alertas para no caer en la violencia de la generalización y
así poder pensar en cada situación para pensar cómo una familia, un grupo, o un
colectivo particular construye la situación como violenta, o no. Muchas veces
nosotros para no pecar de excesivamente universalistas plateamos que algo es
propio de “nuestra cultura”. Pero, ¿cuál es nuestra cultura?. Cuando hago esta
pregunta, suelen contestarme con una mueca condescendiente: “La cultura
occidental”. Una respuesta que puede ser correcta en cierto sentido, pero su
generalidad la hace completamente inadecuada para el que estamos considerando.
En relación a lo que se considera o no, violento, suele ser muy diferente la
apreciación de una familia de paraguayos que la de los argentinos o franceses.
Los porteños poco tienen en común con los mapuches, los jóvenes de la Villa 31 raramente comparten códigos y
sensibilidades con los de La Horqueta, y los miembros de la iglesia evangélica
tienen una concepción y una vivencia muy diferente de la violencia de la que
tienen los budistas.
En nuestra experiencia de trabajo
de Fundared y el grupo chileno encontramos que al cambiar el estilo de
intervención y pasar de la “la
prevención de la violencia” a “la promoción de la cultura del buen trato” no sólo
se transformaban las prácticas, las actitudes y las percepciones de los
participantes –tanto profesionales como “beneficiarios” del proyecto- sino que
aparecían otros actores que hasta ese momento estaban completamente
invisibilizados: los no-docentes, los vecinos y otros miembros de la comunidad
educativa y su contexto que no figuran en los organigramas clásicos.
En los inicios de proyecto cuando se hablaba de la prevención de la
violencia escolar sobre todo se destacaba la que protagonizaban los alumnos
(esta modo de concebir la cuestión es probablemente el más extendido). Al
transformar el estilo de abordaje y pasar de la prevención de la violencia a la
gestión de la convivencia es hizo evidente la necesidad de incluir a todos los
actores sociales que participan de la comunidad educativa. Tampoco era posible
decir a-priori qué era buen trato, sino que era algo que iba surgiendo en
función de las interacciones locales, a veces sin poder ser explicitado pero
claramente vivido y sentido por los participantes. Lo que es buen trato en
Argentina puede ser un trato espantoso en Japón, o lo que se acepta entre
adolescentes resulta chocante para los adultos. Lo que es buen trato dentro de
un colectivo protestante puede ser mal trato en un colectivo judío. Es en cada
situación que irá creándose y expandiéndose la posibilidad de gestar y sostener
un espacio de convivencia estimulante, productivo, capaz de aceptar la
diversidad y navegar los conflictos.
El problema es que muchas veces
los profesionales caemos en lo que he denominado “captura definicional”. Esta
es una de las formas de la violencia del saber desde la cual se dictamina desde
afuera qué es la violencia, sin pensar la situación específica que se está
tratando sino haciéndola “objeto de conocimiento”. Es decir, codificándola,
cuadriculándola según el marco teórico y las casillas del proyecto surgido de
las usinas académicas o burocrática (o mixtas).
La estética-ética del abordaje de
la complejidad para trabajar con los problemas de violencia queda maravillosamente
expresada en una frase de Gilles Deleuze: “No hay método, no hay receta, sólo
una larga preparación…”
Dra. Denise
Najmanovich
De: www.violentologia.org