sábado, 23 de noviembre de 2013

"De donde soy yo, de donde vengo, las cosas siguen igual."- Leonardo Oyola


—El más golpeante de los relatos reunidos en Sultanes del ritmo es, para mí, el primero: “Matador”. Ese motín con tal nivel de violencia, cortarle la cabeza a uno y obligar a su amigo a jugar a la pelota con esa cabeza…Cuesta otorgarle verosimilitud.
—Pero eso ocurrió. Me convocaron para una antología llamada In fraganti, que era ficcionalizar motines carcelarios ocurridos en Argentina. Justo había terminado Chamamé, donde tengo un motín, y cuando me dieron ese tema, basado en el motín que llamaron “de Los 12 Apóstoles”, no quería porque pensé que me iba a repetir. Pero no había caso, ya estaban todos repartidos. Me puse entonces a leer diarios de la época y me di cuenta de que eso daba para hacer una novela, pero el antologador me aconsejó que me concentrara en una de las tantas cosas que pasaron allí, no en todo el motín. No se podía usar el nombre real de Los 12 Apóstoles, que era la banda, yo los llamé Los 11 del Chelo. Al que no se sumaba al motín lo mataban y de una forma extremadamente cruel, como para que nadie más se negara a ser parte. Lo de la cabeza cortada es escalofriante, pero hubo cosas más horribles que dejé afuera, como por ejemplo que para que no les siguieran imputando crímenes, a los presos que mataron los cocinaron y dentro de empanadas se los hicieron comer a los guardiacárceles que tenían de rehenes, diciéndoles que ahora iban a ser mejores personas porque tenían un preso adentro… Ese motín fue en Semana Santa, y a muchos les vino como una enajenación de tipo mesiánico, bíblico. Cuando el juicio de Los 12 Apóstoles parecía El silencio de los inocentes, venían encadenados a más no poder, y durante los careos y el juicio estaban en jaulas de cristal blindadas. Y ellos con una frialdad terrible.
—El dato viene de la realidad, lo que inventaste fue el personaje que lo cuenta.
—Quería que fuera distinto al motín narrado en Chamamé, entonces decidí hacerlo a través de esa historia de amor, que además no te deja saber si alguna vez sucedió algo o no entre el narrador y el chileno, o sólo fue una relación platónica; pero a la vez ese narrador, en primera persona, es un testigo de lo que pasó. El fin del relato es de una violencia extrema, en realidad ahí comenzaría una serie de hechos horribles, de los que algunos se conocen y cuántos ni siquiera se habrán contado.
—¿Pero has tenido en tu vida trato directo, conocimiento, de personas así?
—En los barrios se convive mucho con gente que trabaja “por izquierda”, y uno no se mete ni los juzga, lo mejor es saber lo menos posible porque a lo mejor un día precisás un favor de vecino y el tipo está ahí y hay que sostenerle la mirada. No hablo de gente como Los 12 Apóstoles, eso es algo enajenado, fuera de lo común. Motines hay muchos, pero ese se inició como un motín y se convirtió en el infierno
—Resulta muy atractivo el personaje de “Oxidado”, el veterano que con años de cárcel se convierte en un gran lector.
—Ese personaje, en un 50 y 50, está inspirado en cosas de mi abuelo y cosas de mi maestro, (Alberto) Laiseca. Ahí lo que me gustó fue explorar la relación de ese abuelo y ese nieto que no se conocieron nunca; se encuentran como dos adultos, pero con todo lo que le pasó a cada uno, llegado el momento, la sangre tira…



¿Qué era una villa antes y qué es ahora?
Las villas han ido cambiando, no solo por el paso del tiempo, sino también por el uso de las nuevas tecnologías. También por los gobiernos que van pasando. En mi caso, lo que veo, es que la droga, el paco, destrozó todo. Los mismos políticos, cuando no pueden conquistar el voto de los pibes chorros, usan un verbo, que es fantasmear, que significa volverlos zombis. Está el concepto de que son adictos, y que si no están para ellos en las elecciones, pues que no sirvan para nadie, para nada. El tema de la adicción hace que uno no se domine, que rompa los códigos. Antes el pibe que robaba no lo hacía en el barrio, se iba  a otro lado. Ahora roban a la madre, asaltan al vecino, le afanan la ropa a los niños. Esas cosas hay que cortarlas, pero es como un monstruo al que no debió despertarse nunca.

¿Hay una cultura de los pobres de la villa que reivindicar?
No es reivindicar, es contar. Y tampoco es estetizar la pobreza, ni hacer pobres felices. Yo creo que hay gente que ahí adentro trata de ser feliz a su manera. Hay gente que elige seguir viviendo ahí a pesar de todo, y hay que respetarla.

¿Cómo se podrían erradicar las villas miseria?
Es complicado. La historia muestra que en Argentina ningún gobierno reconoce lo que hizo el anterior. Más allá de la pobreza, que es un problema principal en mi país, está el tema de la centralización de Capital Federal. De ahí surge la pobreza, el olvido, el abandono. Hay lugares del interior que están dejados a la mano de Dios, con una lógica casi primitiva. El campo es aterrador en Argentina. Hay todavía un régimen de señores feudales. Allá el que ostenta el poder es el dueño de las tierras. Con eso es muy difícil luchar. La cantidad de villas de emergencia que se han formado en torno a los lugares turísticos es impresionante. Yo no tengo estudios como para encontrar una solución; espero que se hagan las cosas bien, tengo fe. Pero ya tengo una edad que digo: sí creo, pero tampoco lo firmo. Yo no lo veré, quizá mis hijos. Qué lindo que un día se pregunten: “¿Eso pasaba en mi país?” Y que les parezca imposible.


Los anteriores son fragmentos de dos entrevistas sostenidas por periodistas de Brecha y de El Observador con el escritor argentino Leonardo Oyola, ganador del premio Dashiell Hammett en Gijón. Vale detenerse en ellas porque, como el propio escritor lo afirma, procede del Oeste de Buenos Aires, más precisamente de una villa miseria: “Lo que me preocupa actualmente es lo mismo de siempre: de donde soy yo, de donde vengo, las cosas siguen igual. Y mis papás, mi hermano y mi sobrino todavía están allá. Decidieron quedarse”.


Matador



Yo solo era carne fresca cuando entré.

Sabía muy bien que, aunque quisiera, no podía ponerme a llorar. Y que tampoco tenía que mostrar el cagazo de estar ahí. Que donde olieran mi miedo se me iban a venir encima de una. Que esos soretes iban a hacer cola para hacerme la cola.

Adentro, no importa si sos puto o no. No te preguntan qué es lo que te gusta. Cero mimo. Cuando llegás, sos solo eso: un agujero nuevo. Un agujero que se tiene que conocer. Un agujero más para probar.

La primera noche es la jodida. Se apagan las luces y en la oscuridad los escuchás llamándote. Gastándote. Desde cualquier lado.

El primer apodo que te ponen es por tu apariencia física. A mí me gritaban “Narigueta”. Al pobre gordo con el que me habían llevado en el celular estuvieron toda la puta noche hinchándole las pelotas con “chanchito” de acá, “chanchito” de allá. Que “cómo me voy a morfar esos jamones”. Que “chancha, ¡estás en el horno!”. Y que “cuando te cocine, una manzana para ponerte en la jeta no tengo… pero sí flor de banana”. El gordo no aguantó más y se puso a llorar. Los hijos de puta empezaron a aplaudir.

Ya sabían cuál de nosotros iba a pasar primero por el fierrito. Cuál era el fácil. Ahí cambió la mano. Las voces anónimas empezaron a consolarlo. A prometerle todo lo que uno miente cuando quiere llevarse a alguien a la cama.

“Chanchito, yo te voy a cuidar”.

“No llores más, gorda. Quedate conmigo. Nadie te va a hacer nada”.

“Tranquilo bebé, tranquilo. Papá ya te va a abrazar…”.

Uno se acordó de mí.

“¿Y, Narigueta? ¿Sos mudo o ya se la estás mamando a alguien?”.

Y otro agregó:

“¡Flor de trola la narigona!”.

“¡Rápida esa ñata, eh!”.

El gordo lloraba más fuerte todavía. Y yo estaba cagado entre las patas. Y tenía unas ganas de moquear tremendas. Pero lo que me sobraba era bronca y orgullo.

Porque puto soy. Pero no me regalo.

• • •

No habíamos cumplido una semana de estar guardados, cuando se apareció el gordo con la cara llena de dedos. Flor de paliza se había morfado. Y no era lo único que se había comido.

Era la hora del almuerzo. Se sabía sentar solo. Hasta ese día. Waldemar le acarició la espalda y el gordo tembló, dejando caer al piso los cubiertos de plástico.

–Tranquila, cariño –dijo sentándose en la mesa delante de él. A los costados, se le ubicaron el Negro Sergio y Chiquetete. Los tres tenían tatuados en la derecha los cinco puntos de un dado–. Me gusta que peleen un poco. Eso está lindo al principio. Después me aburro. No está bueno que pase siempre lo mismo. Te voy a decir algo, linda. Sabelo: vos no servís para los guantes. Así que no te cuadres más. Es al pedo. La podemos pasar mejor, ¿entendés? No te vuelvas a resistir. Y lavate bien la cola para esta noche.

Waldemar se paró y empezó a mirar las demás mesas. No abrió la boca. Pero bien que estaba gritando algo cuando se fue. Su silencio decía: “este culo es mío y nadie me lo toca”. Y en la tumba con eso no se jode.

–Unos kilitos menos a vos no te vendrían nada mal, ¿eh? –comentó Chiquetete al gordo, mientras arrastraba la bandeja hasta dejarla delante suyo. Con la mano agarró algo de puré y se lo mandó al buche. Después hizo lo mismo con todas las albóndigas. Mientras, el Negro Sergio no dejaba de olerle al gordo las orejas, cuando no lo verdugueaba repitiendo una y otra vez “¡oink! oink!”.

Waldemar, Chiquetete y el Negro Sergio eran miembros de los Once.

Los Once del Chelo.

Todos porongas. Los pesados del pabellón cuatro. Con los que no te tenías que meter. Con solo mirarlos ya te dabas cuenta lo que eran.

Pero igual me los terminó de marcar el chileno Francisco Vadell. El Matador.

El Matador. Solo dejaba que lo llamaran así cuando jugábamos a la pelota. Lo tomaba como un piropo. Le gustaba que lo compararan con su compatriota, con Salas, aunque él se pareciera más a Iván Zamorano.Tenía ese look de indio. La piel oscura. Unos ojos tan negros. Fran –como le decíamos todos, porque nunca hubiera dejado que se dirigieran a él llamándolo “Pancho”– era el capo de nuestra ala. La de los invertidos. Ningún nene de pecho. Robo calificado reiterado y tenencia de arma de guerra en el prontuario.

Les decía que Fran supo marcarme quiénes eran los Once, además de saber cómo acercarse. Cómo llegarme. Yo no tenía ningún conocido adentro. Mucho menos un amigo.

Decí que Waldemar se la había agarrado con el gordo. Porque el otro que tenía todos los números para terminar de gato era yo.

• • •

El tiempo en la tumba no pasa más.

Todo es rutina cuando estás guardado. Con muy pocas cosas podés distraerte. Y de eso te agarrás. Porque ahí está el antídoto para el lento veneno que es cumplir una condena.
Me gustaba engancharme con algún libro. Pero más disfrutaba de jugar a la pelota.

Todo un tema el fulbito en la tumba. No cualquiera se puede prender en un picado. Te tienen que dejar entrar “los que saben”. Y “los que saben” no necesariamente son los más habilidosos con el balón. El que te sube o baja el pulgar es un grosso.

Y “…Todo llega. Era mi turno de estar en el centro”.

Con esa frase terminaba el cuento que estaba leyendo. No me la olvido más porque me hace acordar la primera vez que hablé con Fran. Cerré el libro y ahí estaba él.

–Nos hace falta un jugador, ¿te prendés? ¿O el deporte no es lo tuyo?

–Me defiendo en el arco –le respondí.

También esa fue la primera vez que le robé una sonrisa.

No sé si el chileno estaba mirando la tapa del libro o mis manos cuando me retrucó con su “obvio”.

–Gustavo Caiozzi, ¿no?

–Tavo, sí.

–Bueno, Tavo: me imagino que no debe ser lindo que te digan todo el tiempo “Narigueta”. Peor es tener esa nariz.

Ahí él me hizo recordar lo que era sonreír.

Jugamos entre nosotros. Tuve mis momentos. Un par de tapadas y un penal que atajé hicieron que me pusieran una ficha.

Nos juntábamos a la tarde para patear un poco. Seguí manteniendo mi desempeño individual, y así me gané la titularidad cuando pintaban los desafíos con los demás pabellones. Venía con el arco invicto hasta que nos tocó jugar con los del cuarto.

Con los Once del Chelo.

–Gelóu, Fran –le dijo el Negro Sergio cuando vino a arreglar el desafío–. ¿Todo piola? Mejor así. ¿Quedamos el sábado, entonces?

–Ahí vamos a estar, Negro.

–Ajá. ¿Y el otro partido? ¿También lo van a jugar, chileno?

–Yo estoy haciendo conducta hace rato. Me van a perdonar pero a esa cancha no pienso entrar.

–No la podés jugar de Feliciano en esta, chileno.

–Estoy por cumplir, Negro. Decile al Chelo que no
quiero hacer ruido.

–¿Y las chicas? ¿Qué van a hacer?

–Yo no los obligo a nada. Van a hacer lo que quieran.

El Negro Sergio se fue. Fran también encaró para su celda.

No te vayas, Matador.

En ese momento supe muy bien que lo poco bueno que había conseguido se nos iba a terminar.

• • •

Adentro, hay cosas que se vuelven familiares. Para bien o para mal.

En la lista de las buenas estaba, por ejemplo, la forma de arquearse en el aire de Fran para matar una pelota en el pecho. Primero llevando los hombros hacia atrás. Y cómo los cerraba después. Su aterrizar clavando solo una rodilla.

En las malas, en las que tenía que dejar pasar, estaba el pobre gordo. “El chanchito”. Cada vez más estropeado. Se le notaba en la jeta que seguía resistiéndose al pedo. No tenía que importarme el culo del gordo hasta que me importó. Eso fue cuando no salió vivo de la enfermería. Había aguantado más de lo aconsejado.

Eran malas noticias para el número dos en la lista.

Y como un boludo, no me puse en guardia por estar pensando a cada momento en el Matador.

Para hacerme la paja me acuesto boca abajo, perforando la almohada. Me gusta apretarme contra algo duro y pensar que aunque no me dejen hacerlo yo sigo, sigo, sigo. Por mi colchón, por mi cabeza, ya había pasado Fran. Y esa madrugada le tocaba otra vez.

En eso estaba, cuando sentí la rodilla y el peso de Chiquetete en mi espalda. Puse los brazos a los costados para intentar levantarme y sacármelo de encima. El guacho estuvo rápido. Me agarró de las muñecas y me hizo la toma manubrio, la de Mr. Moto.

Así es como te la dan. Así es como te quiebran la primera vez. En cuclillas, Waldemar me apretó la boca y los cachetes con una mano.

–Tranquila, cariño. No te resistas. La vamos a pasar bien.

Se arrodilló, y ya la estaba por pelar, cuando se apareció el chileno. Ninguno lo escuchó llegar. Lo que sí se escuchó fue la patada y la paliza que le dio a Chiquetete. Waldemar se subió la bragueta y se estaba abrochando el pantalón cuando lo taclié. Lo arrinconé contra una pared y él me dio un cabezazo. Después me refregó la frente por la herida que me había hecho en el párpado. Aproveché y le mordí una oreja, a lo Tyson. Le arranqué un pedazo. La marca de mis dientes nunca le cicatrizó. Me iba a matar ahí nomás, si no era por Fran que le dio un puntinazo en las pelotas.

–¡No se metan más en este pabellón! –les escupió en la cara.

Cuando se fueron, después de lamerse el pulgar, me pasó su saliva en el corte que tenía en la ceja.

–Tavo, ¿cómo estás?

Nos miramos. Yo le agarré esa mano y la llevé contra mi pecho. En esos ojos tan negros no me pude encontrar. Me hubiera gustado que otra hubiera sido nuestra historia.
Matador, Matador… si todo estuviera mejor.

Y lo que teníamos era eso. Nada. Pero mi colchón desde ese momento se quedó con el olor de Fran.

Por lo menos hasta que se prendió fuego.

• • •

El sábado, cuando llegó la hora, estábamos nosotros solos en la cancha.

El equipo del Matador. Solo los jugadores y nuestra hinchada: los otros internos con los que rancheábamos en el pabellón. Violetas, putos y reinas. Nos pareció raro. Al principio. Después nos cayó la ficha. No solo que no estuvieran los rivales de turno sino también la ausencia de los otros presos. El único que se apareció fue el Negro Sergio.

–Gelóu, Fran –le dijo al chileno, cabeceando–. Quedate tranquilo que se juega. Pero ahora estamos en el medio de algo, ¿entendés? Lo que me gustaría saber es si ustedes se prenden. No lo tendría que preguntar porque, la verdad, todos estamos en la misma, ¿no?

Fran me miró antes de contestarle. Con los ojos le rogué para que le dijera que nos íbamos a sumar.

–Negro: yo solo hablo por mí. En esta foto no me peino. No pienso salir.

El Sergio arrugó la pera.

–Al Chelo no le va a gustar, Matador.

–Ya hablaremos con el Chelo, entonces.

–El Chelo habla poco... Bueno, Fran. Banquen un toque, ¿sí?

Ese “toque” fueron dos horas.

¿Qué suenan? ¡Son balas!

Los Once obligaron a un grupo de perejiles a intentar fugarse por la entrada principal. Se dieron masa con los cobani. Y no se sacaron ventajas hasta que los del Chelo tomaron cartas en el asunto. El Chango, El Gringo y el Deivi se la aguantaban. Siempre. También Depepi era bueno para dar pongazos. Lo mismo el Melli, ese enano de mierda. Pablito y el Buda agarraron a uno de los guardias como escudo y lo empezaron a tajear con puntas y cuchillos. Les ordenaron a los otros que largaran los fierros, si no el cobani iba a ser boleta. Como no le dieron bola, lo apuñalaron en un pulmón. Dejaron que se acercara el médico del penal para atenderlo. Cuando lo tuvieron en su terreno, al tordo lo hincaron en los brazos y en las piernas.

–Se les está muriendo un compañero. Ustedes son responsables de que viva o no. Y acá el único que lo puede atender es el doctor. Si no bajan las armas, también lo vamos a estropear al tordo. ¡No va a servir para un carajo!

Los pocos que se habían quedado adelante tuvieron que obedecer. Se entregaron doce guardias y un jefe penitenciario. Minutos más tarde llegó la jueza en lo Criminal y Correccional para escuchar las demandas. Cuando se acercó a negociar, no se imaginó la que le esperaba.

–¿Nombre y ocupación anterior? –le pidió que se identificara a la Vaca Touceda.

–Soy el Doctor Tangalanga, mamita, y vendo lencería erótica. ¡No sabés el conjuntito que tengo para vos!

Los Once del Chelo ya no manejaban códigos. Estaban jugados. Por eso buscaron tomar un rehén importante. Le pegaron el tiro de una tumbera en el estómago al secretario de la jueza, y a ella se la chuparon. Se la trajeron para el patio del penal. Chillaba tanto que le tuvieron que atar un pañuelo en la boca, mientras dos negros se ocupaban de cada uno de los brazos de la mina. La Vaca, después de amordazarla, le manoseó el culo y le dio un beso en el cuello. Ella, como pudo, intentó resistirse.

–¡Dale! ¡No seas arisca! Vení a mirar el partido.

• • •

De pronto el día se me hace de noche.

Murmullos, corridas.

Aquel golpe en la puerta, llegó la fuerza policial…

Los demás internos prendieron colchones, papeles, todo lo que se pudiera incendiar y lo tiraban desde los pisos más altos del penal.

Al otro día iba a ser Domingo de Ramos. Empezaba la Semana Santa. Pero parecía Pentecostés con las lenguas de fuego escupidas por el cielo. Fueron cayendo al patio la mayoría de los internos. Entre ellos, recién ascendidos a porongas, traían esposados a los cobanis con sus propios grillos. El guardia que Pablito y el Buda habían agujereado terminó desangrándose. Nuestro médico se había hecho torniquetes en las piernas con las mangas de su camisa. Jugándola de novio cargoso, la Vaca Touceda le daba un beso en la frente a la jueza antes de entrar a la cancha.

Sí, la Vaca fue el primero en llegar. Y, como yo, atajaba. Después de él, por el pasillo vimos a los otros diez.

Sus sombras agigantadas por los incendios en las celdas. Después ellos mismos, en carne y hueso. Waldemar. El Negro Sergio. Chiquetete. El Chango Orellana. El Gringo Grinóvero. El Deivi Calodolce. Nicasio Depepi. Pablito Cesán. El Buda Machado. El Melli Rodríguez. Cada uno ocupó su lugar en la cancha. Cuando llegó el Chelo, el resto de los presos lo ovacionó.

¡Oleeé! ¡Olé! ¡Olé! ¡Olé! ¡Chelooo! ¡Cheloooooo!

¡Oleeé! ¡Olé! ¡Olé! ¡Olé! ¡Chelooo! ¡Cheloooooo!

Sin saludar a la hinchada, el capo de los Once, de una, fue al encuentro del chileno.


Te están buscando, Matador.

–Fran, ¿es como me dijo el Negro?

–Ustedes hagan la suya, yo no me meto.

–¿Y los de tu pabellón?

–Van a hacer lo que tengan que hacer. Yo solo hablo por mí.

El Chelo retrocedió sin dejar de mirarlo, haciéndole caiditas de ojos.

–Yo te respeto, loco. Vine a chamuyar bien. De onda. Si te digo que es carnaval, vos apretá el pomo. Si no bailás el carioca, sabé muy bien que te vas a quedar afuera de la fiesta… Maraca… Maracaibo.

–No me la pasé haciendo conducta al pedo, Chelo.

–Cuando entren los pata negra haciéndose los Rambo, ¿te pensás que con solo verte la trucha van a saber que vos te portás bien? ¡Reparten a troche y moche, chileno! Parejito. Decide después la Vieja Cosechera a quién se lleva y a quién no. Pero para la gruesa de llavero: estás vos, estoy yo, estamos todos.

Fran tenía el cassette puesto.

–Ustedes hagan la suya. Yo no me meto.

–’Ta bien. ’Ta bien. Que empiece el partido entonces –ordenó.

Sacaban ellos.

El Chango se la tocó al Gringo. El rubio de un zapatazo colgó la pelota afuera del penal; donde ya se estaban juntando viejitas, amores, hijas y amigas buscando noticias de lo que estaba pasando adentro. Los hombres del Chelo no nos dieron tiempo de ponernos las manos en la cintura. Ni siquiera de pensar: “¿y ahora?”.

–¡Gelóu, Fran! –le dijo el Negro Sergio.

Y ahí, el Matador se arqueó en el aire, llevando primero los hombros hacia atrás. Después los cerró hacia delante y apoyó una rodilla en el suelo. No había pelota cerca de sus pies o en el arco rival. Lo que tenía el chileno era un punzón clavado donde le nacía la columna –gentileza de Chiquetete–, y la faca y la zurda de Waldemar revolviéndole los intestinos. El resto de los Once no dejaba de mantenernos la marca personal. Veían que nos quedáramos todos en el molde. Mientras, esos dos hijos de puta lo acostaron a Fran. Ahí se acercó el Chelo. Traía una sierra chica. Le aplastó con una mano la cara al Matador para mantenerla pegada al piso. Y empezó a serruchar.

Matador: te están matando.

Un hilo de sangre se le escapó de la boca al chileno. Pero lo que salpicó, lo que baldeó de rojo, fue el corte en el cuello.

Lo último que vieron los ojos de Fran fue mi cara. Mi jeta estúpida haciendo un gesto estúpido. De asco. De terror. Una mueca estúpida, ¡la concha de mi madre!

El Chelo levantó la cabeza de los pelos. Girando sobre sus talones, hasta dar una vuelta completa, la exhibió ante todos los presentes. La jueza, histérica, lloraba y gemía desesperada a través de la mordaza.

–Antes de reanudar el juego: ¿hay alguien más que no se prenda en el motín? –quiso saber el Chelo.

Nadie dijo nada.

Waldemar se puso de pie. No abrió la boca. Pero bien que me estaba gritando algo con la mirada. Eso. Sus ojos y su silencio me decían: “¡Tu culo es mío!”.

Ahora sé que en cualquier momento me la van a dar.

El Chelo apoyó la cabeza de Fran al costado del cuerpo decapitado.

–Ahí tienen balón nuevo.

El Deivi dio un pase corto. La cabeza de Fran rodó un metro. Depepi a la carrera le pegó como venía y me la clavó en un ángulo.

¡Goooool! Gritaron los jugadores del Chelo.

¡Goooool! Gritaron las tribunas.

¡Goooool! Me gritó en la cara Waldemar.

El único de ellos que no cantaba el gol era el autor del tanto, el Nicasio Depepi. Saltando en una pata, se estaba agarrando el pie derecho, llorando sus “¡ay! ¡ay! ¡ay! ¡ay!”.

–¡Golazo, Depepi! –lo felicitó Rodríguez, pasándole un brazo sobre los hombros.

–Sí, sí… golazo. ¡Pero creo que me fracturé la pata!¡Chileno y la puta que te parió!

El Melli le dio un chirlo en el culo.

–¿Y qué querés? ¡Si le diste con tres dedos! Ahora, aguantátela.

Todos los de mi equipo nos quedamos duritos. No se podía creer lo que habían hecho. No se podía creer lo que estaba pasando.

–Fue gol, cariño –me dijo, face to face, Waldemar–.

–Saquen del medio –me ordenó, pellizcándome un pezón.

Cerré los ojos. Di media vuelta. Ahí estaba Fran.

Mirá, hermano, en qué terminaste.

Lo agarré con las dos manos, tapándole las orejas. Tenía la nariz rota. La cara desfigurada. Sus ojos, tan negros y ahora bizcos, invadidos por su sangre. La boca, los labios, todavía intactos para rompérselos de un beso.

–¡Dale, puto! ¡Es para hoy! –me apuró una voz que no pude identificar.

Y yo lo tiré a Fran a la mitad de la cancha para que siguiera el partido.

Leonardo Oyola



“Estudié. No doy con el look pero de verdad a mí siempre me gustó estudiar. Hago hincapié en eso porque considero que tuve una preparación que excede lo autodidacta. Si me hago cargo de que siempre leí mucho y de que eso es fundamental para ponerse a escribir. Pero la llama que uno puede tener por sus experiencias personales o el lugar de donde vino, si eso no se canaliza bien termina en nada. Mi paso por la escuela y la universidad y sobre todo por el taller de mi maestro, Alberto Laiseca, me han dado una vida. Una buena vida”.

De: http://www.concierge-masque.com

 
De Estuario Editora