Detenido
en el tiempo. Devenir y porvenir
La
madre de Sebastián tiene graves problemas cardíacos a pesar de ser una mujer relativamente
joven (58), y lo alude a los pesares vividos con Sebastián. Como madre ha sufrido
no sólo traslados y requisas humillantes, vivió los miedos y torturas que
padeció su hijo siendo tan joven.
Retomo
para comprender esto algunos fragmentos del registro de campo donde se reflejan
algunos aspectos del ser familiar de un detenido, en conversaciones con ella,
su hija y César, un vecino que también había estado detenido:
(…)
la conversación derivó otra vez en cómo buscan [los agentes del SPB] las
divisiones entre presos.
Delia
contó la historia cuando los penitenciarios generaron una pelea entre Sebastián
y su compañero de celda para hacer apuestas. Contó que estaba “la policía”
(SPB) mirando y su amigo le decía “parate de manos o te mato” y lo amenazaba
con una faca. Que según Delia, el amigo estaba presionado por los penitenciarios
para que lo desafiara a Sebastián. “Ellos hacen apuestas” remarcó César en
línea con ella.
Delia
explicó que el muchacho le clavó dos puntazos con la faca a Sebastián y que su
hijo intentaba esquivarlos. Ella hacía la mímica del otro no como si tuviese
una espada o un cuchillo, sino una lanza que sostenía por encima de su pecho,
como si sostuviera una pala clavándola a la pared. “En ese momento – explicó
Delia- alguien le alcanzó una faca a Carlitos y este le clavó (de la misma
manera) un facazo al muchacho en el pulmón”. Yo rezaba para que no se muriera
ese muchacho, le rezaba a San Expedito para que Sebastián no cargue con una
muerte”. (…) “Yo vivo lo que mi hijo sufre adentro. No duermo pensando en que
mi hijo pueda dormir esa noche, y que luego se despierte y esté vivo”.
Cuando
fuimos a visitar a Sebastián, que se encontraba en un penal de mediana
seguridad, hacía tiempo que Delia no iba. A sus problemas cardíacos se le
sumaba una disputa con su hijo. Ya que una mujer del barrio (Susana) intentaba
sacarle dinero a su hijo y él le solicitaba a Delia que vendiera la forrajera
para dárselo a Susana, su novia. Delia asumía que la situación se daba por la
desesperación de su hijo de tener un amorío después de varios meses de continuos
traslados donde no había establecido relación alguna. Ella entendía por otras
redes del barrio que Susana tenía otra pareja detenida en otro penal, y que
incluso el hijo que esperaba hacer cargo a Sebastián era del susodicho.
Interpretaba que su hijo era víctima de una manipulación.
Lo
importante de esa problemática era la forma en que aparecía el tiempo para cada
uno. Mientras Delia reservaba la forrajera a pérdida, pagándole el sueldo a una
mujer, estaba apostando a la libertad de Sebastián que, desde una mirada que
sólo atisbaba el devenir de una semana, era capaz de vender una llave de
porvenir bastante segura.
La
visita en esa unidad no era como otras donde había entrado. Sebastián hacía dos
meses que estaba allí y lo consideraba el mejor lugar en el que había estado
luego de más de cinco años de traslados continuos. Las impresiones sobre la
visita reflejaron algunas tensiones entre las necesidades de familiares y
detenidos de construir un espacio de bienestar y las tensiones que median ese
espacio: nos sentamos de espaldas a la pared en el patio de la escuela que se
usaba para visitas los fines de semana. Sebastián llegó y se lo notaba tenso,
flaco,
y con una alteridad solapada. Buscaba mostrarse tranquilo, tardaba en contestar
y en mirar para hablar, como acostumbrado a no generar rispideces. Delia le
había llevado más de mil pesos en mercadería, contando unas zapatillas. Sin
haber podido entrar el grabador escribía sobre unas hojas sueltas.
Después
de que Delia y él no lograran ponerse de acuerdo sobre la forrajera, comencé a preguntarle
sobre la vida en la cárcel. Allí él era “limpieza” del patio, lugar al que
salían tres veces por semana.
-El resto del tiempo qué hacen?
-Nada, uno no puede hacer nada.
- Es ocio –remarca Delia-, la nada, no
trabajo, el tiempo se congela.
-Ni siquiera se trabaja para comer
-dice él-.
A
Sebastián le cuesta contar cómo vivió la cárcel a los 18 años, sus respuestas
son frías y cortantes, síntesis de crueldad aprendida. Pasó por Olmos, Batán,
Saavedra, y la 9 de La Plata. Le pregunté si se siente diferente al Sebastián
de esa época y dice escuetamente:
-Soy más grande, hay que sobrevivir.
-¿Cómo viviste la cárcel?
-Puñaladas, traslados en calzoncillos.
Te mojan, peleas por la carne, por un paquete de fideos o un pan. Aprendés a
pararte de manos antes.
Conocí
a Delia a partir de colaborar en el armado de una estrategia para sacar a
Sebastián del penal del circuito del campo donde estaba y donde peligraba su
vida. Lo que sigue es un relato extraído del registro de campo donde se pueden
entender dos procesos. Por un lado la lógica que ya había relatado Delia sobre
la generación de violencia desde los penitenciarios. Y por otra parte las
necesarias relaciones y acciones para sobrevivir.
-En Bahía Blanca me metieron en una
celda con un pibe que yo estaba mal. El jefe del penal me dijo que lo mate y me
dio una faca así de grande [con las manos marca como medio metro]. El pibe
había apuñalado al Jefe del penal. Ya lo había mandado a matar por otro en el
patio y no habían podido. Cuando me encerraron con él hablamos y todo bien,
fuimos y hicimos la denuncia en fiscalía. La denuncia la hizo el pibe gracias a
que intervino la fiscalía federal.
-Y
qué pasó?
-Me trasladaron a [nombra dos unidades
del cono urbano]. Ahí estaba todo mal. En la [primera] había perdido todo, así
que en la [segunda] rescaté algunas cosas. Acá llegué y me agarraron entre 12
con arpones. Yo peleé y me hicieron una puntada en la pierna.
En [la cárcel del campo] me había
apuñalado antes, en la cabeza, en los brazos [me muestra las heridas cicatrizadas]
y en la panza. Yo me había puesto la tabla de una silla en la panza pero la
faca rompió la tabla y me pinchó igual.
En la nueva me quisieron sacar las
zapatillas en Admisión [buzones]. Me agarraron entre 5 con las caras tapadas,
menos uno. Me dieron puñaladas en los brazos, piernas y panza. Después ni
importaron las zapatillas. Me vinieron a pedir disculpas después. “No sabíamos
que te ibas a parar de manos” me dijeron.
Yo les peleé con una faquita así (5 cm)
y ellos con facas largas. Les hicieron problemas por venirme a zarpar, porque
yo tenía amigos arriba en los pabellones.
Las
dos lógicas plasmadas a partir de los ejemplos relatados por Sebastián hablan
de la necesidad de conformar un capital social de supervivencia, y un habitus
de supervivencia.
Por un
lado las relaciones sociales que hacen a la posibilidad de ser socorrido,
“pedido” (cuando desde un pabellón se pide a alguien que está en buzones u otro
pabellón) y protegido. Lo que implicará algún tipo de retribución en otra
situación.
El habitus será la tensión, el sentirse y saberse “bestia” de supervivencia;
verse peligroso, temido, o sumiso. Forma de circulación, un modo de entender el
tiempo y el espacio, formas de sentir los afectos y la confianza.