A esta altura de mi práctica docente en Contextos de
Encierro, ya nada debería asombrarme ni maravillarme (aunque si así fuera, ya
no podría estar ejerciendo).
Y esta suposición no es, en absoluto, la ostentación
de ninguna soberbia, porque aun naciendo y reproduciendo mi vida cien veces, jamás
adquiriría cierto grado de omnisciencia.
No obstante, parece factible que la experiencia vaya
dotándonos de alguna habilidad de predicción. Es posible, sí, con respecto a
algunos fenómenos. Pero cuando se trata de ese sutil entramado del vínculo
humano, nada está sujeto a predeterminación. Menos, cuando ese vínculo se teje
en el acto pluridimensional de la educación.
Personalmente, leer y escribir fueron mi refugio en
momentos agónicos (creo que me lo susurró Dante porque lo había comprobado
haciendo su duelo por Beatriz). Por eso, cuando se plantea la oportunidad, es
la verdad que transmito. Pero no todos mis interlocutores pueden sintonizar con
este mensaje inmediatamente; no obstante, siempre siento esa certeza interior
de que en algún momento, y al modo de cada uno/a, la recomendación será
vivenciada.
Así ocurrió con un alumno de Cárcel Central, una
persona mayor a quien mucho estimo. Llamémosle Álvaro. Hace tres o cuatro años
cursó Primero de Secundaria; conmigo, Idioma Español. Sin duda, su situación
interior contribuía a complejizar todo lo que vivía y, cuando rindió su examen,
me transmitió la decisión de que no cursaría el segundo año de Lengua porque,
entre todas las asignaturas, le parecía la más difícil y embarazosa hasta el
punto de conflictuarlo. ¡Qué drama me significó su confesión!
En marzo de este año, se acercó a conversar. Desde
su punto de vista, su panorama interior no había cambiado. Entonces le recordé
aquel consejo. “Sí, sabés que tenías razón. Porque empecé a escribir y me ha
aliviado mucho”, me respondió. Yo me envalentoné y le propuse que se atreviera
a cursar, que le prepararía un programa ajustado a sus necesidades, un programa
que no le generara aquella vieja tensión. Aceptó.
A la clase siguiente, le planteé “la fórmula mágica”
que llevaba preparada. Para mi total sorpresa y gratificación me dijo: “No,
Ana, voy a cursar tal cual lo hagan mis compañeros. Perdoname si te hice
trabajar en vano, pero me voy a animar”.
Al correr de las clases, me demostró que realmente
está comprometido con su decisión y hoy, en especial, dejó un muy lindo
testimonio de ello, que voy a compartir. ¿Por qué?
Porque cuando alguien sube desde su mero infiernillo
(ése que todos llevamos dentro) o desde el Infierno cuasi-real al que rodó hace
mucho tiempo por su delito, y es capaz de enfrentar de nuevo un tema tan
sagrado como el Amor, bien vale mostrar ese acontecimiento. Como sostiene
Carlos Skliar: “Es un acontecimiento, o sea, el estallido de sentido, es decir,
las reconfiguraciones y reelaboraciones de la educación, de sujeto, de cómo
este se ve y la forma de verse. Los acontecimientos sólo impactan a través de
la relación que se establece con nosotros (relación, del otro, lo otro y los
otros) en donde se provoca o produce algo del concernimiento personal”.
A los efectos de cohesionar el texto que leerán con la actividad concreta que lo originó, diremos que después de trabajar con la narración “Las Flores” (que también expondremos), solicité una producción que cerrara la historia, dado que presenta un final abierto; ninguna otra condición se planteó.
Las
Flores
El
escritor brasileño Nelson Rodrigues estaba condenado a la soledad. Tenía cara
de sapo y lengua de serpiente, y a su prestigio de feo y fama de venenoso
sumaba la notoriedad de su contagiosa mala suerte: la gente de su alrededor
moría por bala, miseria o desdicha fatal.
Un
día, Nelson conoció a Eleonora. Ese día, el día del descubrimiento, cuando por
primera vez vio a esa mujer, una violenta alegría lo atropelló y lo dejó bobo.
Entonces quiso decir alguna de sus frases brillantes, pero se le aflojaron las
piernas y se le enredó la lengua y no pudo más que tartamudear ruiditos.
La
bombardeó con flores. Le enviaba flores a su apartamento, en lo más alto de un
alto edificio de Río de Janeiro. Cada día le enviaba un gran ramo de flores,
flores siempre diferentes, sin repetir jamás los colores ni los aromas, y abajo
esperaba: desde abajo veía el balcón de Eleonora, y desde el balcón ella
arrojaba las flores a la calle, cada día, y lo automóviles las aplastaban.
Y
así fue durante cincuenta días. Hasta que un día, un mediodía, las flores que
Nelson envió no cayeron a la calle y no fueron pisoteadas por los automóviles.
Ese
mediodía, él subió hasta el piso último, tocó el timbre y la puerta se abrió.
Eduardo Galeano
El Libro de los Abrazos
Allí apareció en escena la bella Eleonora y Nelson
se quedó nuevamente atontado con tanta beldad.
Ella le preguntó: “¿Qué hace usted en mi puerta?
Seguro que debe ser el dueño de la florería de la esquina. Si la tiene a la
venta ya mismo se la compro; a mi novio le gustan mucho las flores”.
Recuperado Nelson de su primera impresión sobre la
dama, interpretó el mensaje como un rechazo, pero su lengua era incontenible y
le respondió:
-Hermosa señora, no se trata de un comercio. Yo sólo
junto flores para el viento y para usted son todos mis pensamientos.
Con rápida respuesta, Eleonora le advirtió que ya
estaba por llegar su novio, y como hacía mucho no se encontraban, quería
cumplir con su deseo que era esperarlo de puertas abiertas.
No del todo convencido, Nelson intentó ya en
retirada su último piropo:
-Recuerde que el amor es una flor que sólo crece en
el borde de los precipicios... Yo sólo he venido a cobrarle las flores que no
cayeron a la calle.
“¡Largo de aquí, poeta loco!”, fue todo lo que
terminó gritando Eleonora.
Perdiéndose de vista se marchó del lugar Nelson, cargando a cuestas su mala suerte.
Álvaro
Cárcel Central
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