ENTREVISTA
EXCLUSIVA A ZYGMUNT BAUMAN (Fragmento)
Revista Ergo
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...” la “clase
marginal” pertenece a un imaginario social totalmente diferente: implica una
sociedad que tiene presente el estado recordatorio de Carl Schmitt de que el
distintivo de la soberanía es la prerrogativa de eximir y excluir, y de apartar
una categoría de personas a quienes se les aplica la ley denegando o
retractando su aplicación. “Clase marginal” evoca la imagen de un conjunto de
personas excluidas de los límites de todas las clases y de la jerarquía de
clases en sí misma, con pocas posibilidades y a las que no hay necesidad de
readmitir: personas sin función, que no realizan ningún aporte a la vida de los
demás y, en principio, están más allá de toda redención. Son aquellos que no
integran ninguna de las clases en que se divide una sociedad pero abrevan en
todas, borrando así el orden. Es exactamente igual a lo que sucedía en el
imaginario nazi de las especies humanas divididas por razas, donde a los judíos
ya no se los acusaba de ser una raza hostil, sino “una raza sin raza”, un
parásito en el organismo de todas las demás razas “buenas y auténticas”, una
fuerza erosiva que diluía la identidad e integridad del resto y que minaba y
socavaba el orden racial del universo.
Permítanme agregar
que el término “clase marginal” ha sido exquisitamente bien elegido. Evocaba e
involucraba asociaciones con el “bajo mundo” –Hades, Sheol, esos primeros y
afianzados arquetipos del submundo–, esa oscuridad tenebrosa, húmeda y amorfa
que envuelve a los que se alejan de la tierra ordenada, saturada de
definiciones, de los seres vivientes.
Un rasgo que los
identifica es que los demás, los que hicieron la lista y anotaron los nombres
de sus potenciales lectores, no ven ningún justificativo para su existencia y
creen que serían aún más acaudalados si no los tuvieran cerca. Los “marginales”
son excluidos en su bajo mundo porque son considerados inservibles, un simple estorbo,
algo de lo que podríamos desprendernos y continuar con nuestras vidas
perfectamente. En la sociedad de consumidores –donde todo y todos se evalúan
por su valor de mercado– los marginales no tienen “valor”, son hombres y
mujeres no mercantiles y su fracaso en integrar una categoría de mercadería
buena coincide con su fracaso en ejercer una actividad de consumo. Son
consumidores fracasados, símbolos vivientes del desastre que aguarda a los
consumidores caídos y del destino final del que no logra desempeñarse como
consumidor. Son los hombres sándwich con las leyendas “el fin está próximo” o
memento mori, que andan por las calles alertando o asustando a los consumidores
bona fide. Son el hilo con el que se tejen las pesadillas; aunque la versión
oficial prefiere catalogarlos como los yuyos feos y angurrientos, que no
aportan nada a la armónica belleza del jardín y dejan famélicas a las plantas,
chupando y devorando gran parte del alimento.
Como ninguno de
ellos sirve, son los peligros que auguran y representan los que dominan su
percepción. Los demás integrantes de la sociedad ganarían si ellos
desaparecieran. Piensen: cualquiera ganaría cuando usted se quede afuera del
juego del consumo y llegue su turno de desaparecer.
Los pobres de la
sociedad de consumo no tienen utilidad. Los miembros decentes y normales –los
consumidores bona fide– no quieren nada de ellos y no esperan nada. Nadie –y lo
que es más importante, nadie que verdaderamente cuente, hable en voz alta y sea
escuchado– los necesita. Para ellos, tolerancia cero. La sociedad estaría mucho
mejor si los pobres quemaran sus carpas y se quemaran con ellas, o se fueran.
El mundo sería mucho más agradable y atractivo sin ellos. A los pobres no se
los necesita y por eso son indeseados.
Los padecimientos
de los pobres contemporáneos, los pobres de la sociedad de consumo, no integran
una causa común. El consumidor imperfecto lame sus heridas en soledad o, en el
mejor de los casos, en compañía de su familia aún unida. Los consumidores
imperfectos son solitarios y cuando se los aísla durante un buen tiempo, les
suele gustar estar solos; no comprenden cómo podría ayudarlos la sociedad o
algún grupo social (a menos que sea una banda delictiva); no desean ser
ayudados, no creen que su suerte pueda ser modificada por algún medio legal,
salvo a través de la lotería y apuestas de ese tipo.
Prescindibles,
indeseados, abandonados… ¿Cuál es su lugar? La respuesta más breve: donde no se
vean. Primero hay que sacarlos de las calles y los lugares públicos que usamos
nosotros, los residentes legítimos del soberbio mundo consumista. Si por
casualidad son recién llegados y no tienen en perfecto orden sus permisos de
residencia, podrían ser deportados fuera de las fronteras y, por lo tanto,
desalojados físicamente del reino de obligaciones contraídas con los portadores de derechos humanos.
Cuando no hay ninguna excusa para su deportación, se los podría encerrar en
cárceles alejadas o en especies de campamentos penitenciarios (mejor si se
levantan en destinos parecidos al desierto de Arizona); o en barcos anclados
bien lejos de las rutas de navegación; o en cárceles totalmente automatizadas,
de alta tecnología, donde no puedan ver a nadie y donde nadie –ni siquiera los
guardias– tenga muchas oportunidades de encontrarse con ellos cara a cara.
Para que el
aislamiento físico sea sencillo de manejar, se lo puede reforzar con una
separación mental, desterrando a los pobres del universo de empatía moral.
Aunque expulsando a los pobres de las calles, también se los puede desterrar de
la comunidad netamente humana: del mundo de los deberes éticos. Esto se logra
reescribiendo sus historias con el lenguaje de la depravación en lugar de
utilizar el de la privación. Los medios de prensa colaboran alegremente con la
Policía presentando a un público ávido de sensaciones escabrosas imágenes de
“elementos criminales” infectados por el delito, la droga y la promiscuidad
sexual, que buscan refugio en la oscuridad de sus inaccesibles guaridas y
sórdidas calles. Cada vez que se detecta y se da a conocer una falla en el
orden normal, los pobres se erigen en “los sospechosos de siempre”, con el
ruidoso acompañamiento de un público indignado y vociferante. Entonces, el
argumento es que el problema de la pobreza constituye principalmente (y quizás
exclusivamente) un problema de ley y orden, y la respuesta que debe dársele es
la misma que se le da a otro tipo de violaciones a la ley.
Excluidos de la
comunidad humana, excluidos de la conciencia pública. Sabemos lo que podría
suceder cuando esto ocurre. Hay una fuerte tentación de sacarse de encima un
fenómeno degradado a la categoría de auténtico incordio, que no puede ser
rescatado, ni siquiera mitigado, por ninguna consideración ética hacia el otro
lastimado, ofendido y que sufre; el paisaje perfecto quedaría arruinado por
tratar de quitar una mancha del lienzo intacto.
–A veces su pensamiento puede ser calificado
de pesimista. Esta entrevista, de alguna manera, nos puede dejar con sensación
de impotencia. ¿Cómo podría cerrar entonces?
–Hace un año participé
en el festejo del cumpleaños de Vaclav Havel, en Praga. Havel está declarando
públicamente que “la esperanza no es una pronosticación”. La esperanza tiene
poco o nada de respeto por las estadísticas, por las “tendencias” que se
calculan con pedantería y tampoco respeta la voluble “opinión de la mayoría”.
La esperanza mira y se proyecta a sí misma, como regla, más allá de hoy y
mañana e incluso mucho más allá de las próximas elecciones. Es por esta razón
que la mayoría de los políticos avezados no se metería con ella. Havel, que
prácticamente sin ayuda logró derrocar uno de los regímenes más deprimentes y
siniestros del bando comunista, no contaba con bombarderos, portaaviones,
misiles inteligentes marines… Todas esas armas que, según nos dicen, son las
que deciden el curso de la historia. Sólo tenía tres armas: esperanza, coraje y
obstinación. Son armas primitivas, nada en ellas es de alta tecnología. Y son
las armas más mundanas, más comunes:
todos las tenemos, como mínimo desde la era paleolítica. Lo que sucede
es que las utilizamos poco, demasiado poco…
Es por esto que
creo que los obituarios de los intelectuales son groseramente exagerados… Yo
preferiría el anuncio de renacimiento/rejuvenecimiento eterno de Franz Kafka:
“Si no encuentra nada en los corredores, abra las puertas; si no encuentra nada
detrás de esas puertas, hay más pisos para recorrer, y si tampoco encuentra
nada más arriba, no se preocupe, salte al siguiente tramo de escaleras.
Mientras no pare de subir, las escaleras no terminarán, debajo de sus pies
trepadores siempre habrá escaleras para seguir subiendo”.
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