El lugar de la prisión en el nuevo gobierno
de la miseria (Cap. 2)
Lo que hay que retener,
más que el detalle de las cifras, es la lógica profunda de ese vuelco de lo
social hacia lo penal. Lejos de contradecir el proyecto neoliberal de
desregulación y extinción del sector público, el irresistible ascenso del
Estado penal norteamericano constituye algo así como su negativo –en el sentido
de reverso pero también de revelador-, porque traduce la puesta en vigencia de
una política de criminalización de la miseria que es el complemento
indispensable de la imposición del trabajo asalariado precario y mal pago como
obligación ciudadana, así como de la nueva configuración de los programas
sociales en el sentido restrictivo y punitivo que le es concomitante. En el
momento de su institucionalización en la Norteamérica de mediados del siglo
XIX, "la cárcel era ante todo un método que apuntaba al control de las
poblaciones desviadas y dependientes", y los detenidos eran principalmente
pobres e inmigrantes europeos recién llegados al Nuevo Mundo. En nuestros días,
el aparato carcelario estadounidense cumple un papel análogo con respecto a los
grupos a los que la doble reestructuración de la relación salarial y la caridad
estatal ha hecho superfluos o incongruentes: los sectores en decadencia de la
clase obrera y los negros pobres de las ciudades. Al actuar de ese modo, ocupa
un lugar central en el sistema de los instrumentos de gobierno de la miseria,
en el cruce del mercado del empleo no calificado, los guetos urbanos y unos
servicios sociales "reformados" con vistas a apoyar la disciplina del
trabajo asalariado desocializado.
a.- Prisión y
mercado del trabajo no calificado. En primer lugar, el sistema penal contribuye
directamente a regular los segmentos inferiores del mercado laboral, y lo hace
de manera infinitamente más coercitiva que todas las deducciones y gravámenes
sociales y reglamentaciones administrativas. Aquí, su efecto es doble. Por una
parte, comprime artificialmente el nivel de desocupación al sustraer por la
fuerza a millones de hombres de la "población en busca de un empleo"
y, de manera secundaria, al provocar el aumento del empleo en el sector de
bienes y servicios carcelarios, fuertemente caracterizado por los puestos
precarios (y más aún con la privatización del castigo). Se estima así que
durante la década del noventa las cárceles disminuyeron en dos puntos el índice
de desocupación norteamericano. De hecho, y según Bruce Western y Katherine
Beckett, una vez tomados en cuenta los diferenciales de índice de
encarcelamiento entre los dos continentes, y al contrario de la idea comúnmente
admitida y activamente propagada por los vates del neoliberalismo, los EEUU
mostraron un índice de desocupación superior al de la Unión Europea durante 18
de los últimos veinte años (1974/94).
Western y Beckett
muestran, de todas formas, que la hipertrofia carcelaria es un mecanismo de
doble filo: si bien a corto plazo embellece la situación del empleo al recortar
la oferta de trabajo, en un plazo más largo no puede sino agravarla, al hacer
que millones de personas sean poco menos que inempleables: "El encarcelamiento
redujo el índice de desocupación norteamericano, pero su mantenimiento en un
nivel bajo será tributario de la expansión ininterrumpida del sistema
penal". De allí el segundo efecto del encarcelamiento masivo sobre el
mercado laboral (que Western y Beckett ignoran), consistente en acelerar el
desarrollo del trabajo asalariado de miseria y de la economía informal, al
producir sin cesar una amplia reserva de mano de obra sometida a voluntad: los
ex detenidos no pueden pretender prácticamente otra cosa que empleos degradados
y degradantes a causa de su status judicial infamante. Y la proliferación de
los establecimientos de detención a través del país –su número se triplicó en
treinta años y hoy supera los cuatro mil ochocientos- contribuye directamente a
alimentar la difusión nacional y el crecimiento de los tráficos ilícitos
(drogas, prostitución, encubrimiento) que son el motor del capitalismo de
rapiña de la calle.
b.- Prisión y
mantenimiento del orden racial. La sobrerrepresentación masiva y creciente de
los negros en todos los escalones del aparato penal ilumina con una luz cruda
la segunda función que asume el sistema carcelario en el nuevo gobierno de la
miseria en los EEUU: suplir al gueto como instrumento de encierro de una
población considerada como desviada y peligrosa lo mismo que superflua, tanto
en el plano económico –los inmigrantes mexicanos y asiáticos son mucho más
dóciles- como político -los negros pobres apenas votan y el centro de gravedad
electoral del país, de todas formas, se desplazó de los centros decadentes de
las ciudades a los suburbios blancos acomodados.
En este aspecto, la
prisión no es más que la manifestación paroxística de la lógica de exclusión de
la que el gueto, desde su origen histórico, es instrumento y producto. Durante
el medio siglo (1915/1965) dominado por la economía industrial fordista para la
que los negros representan un aporte de mano de obra indispensable, vale decir,
desde la Primera Guerra Mundial, que desencadena la "gran migración"
de los estados segregacionistas del sur a las metrópolis obreras del norte,
hasta la revolución de los derechos civiles, que por fin les abre el camino al
voto cien años después de la abolición de la esclavitud, el gueto hace las
veces de "prisión social", en el sentido de que asegura el ostracismo
sistemático de la comunidad afroamericana, a la vez que permite la explotación
de su fuerza de trabajo. Desde la crisis del gueto, simbolizada por la gran ola
de revueltas urbanas de la década del sesenta, corresponde a la cárcel, a su
turno, cumplir el papel de "gueto", al excluir las fracciones del (sub)
proletariado negro persistentemente marginadas a causa de la transición a la
economía dual de los servicios y la política de retirada social y urbana del
Estado federal. Las dos instituciones se acoplan y se completan, en la medida
en que cada una de ellas sirve, a su manera, para asegura el apartamiento
(segregare) de una categoría indeseable percibida como generadora de una doble
amenaza, inseparablemente física y moral, sobre la ciudad. Y la simbiosis
estructural y funcional entre el gueto y la prisión encuentra una expresión
cultural y sobrecogedora en los textos y el modo de vida exhibidos por los
músicos de "gangster rap", como lo atestigua el destino trágico del
cantante y compositor Tupac Shaku.
c.- Prisión y
asistencia social. Como en su origen, la institución carcelaria está de ahora
en más en contacto directo con los organismos y programas encargados de
"asistir" a las poblaciones desheredadas a medida que se opera una
interpenetración creciente de los sectores social y penal del Estado poskeynesiano.
Por un lado, la lógica panóptica y punitiva característica del campo tiende a
contaminar y luego a redefinir los objetivos y dispositivos de la ayuda social.
Así, además de haber reemplazado el derecho a la asistencia de los niños
indigentes por la obligación para sus padres de trabajar al cabo de dos años,
la "reforma" del welfare avalada por Clinton en 1996 somete a los
beneficiarios de la ayuda pública a un registro invasivo y establece una
supervisión estrecha de sus conductas –en materia de educación, trabajo, droga
y sexualidad-, susceptible de desembocar en sanciones tanto administrativas
como penales. (Por ejemplo, desde octubre de 1998, en Michigan, los receptores
de ayuda deben someterse obligatoriamente a una prueba de detección de
estupefacientes, a semejanza de los condenados en libertad vigilada o
condicional). Por otro lado, las cárceles, quiéranlo o no, deben hacer frente,
a las apuradas y con los medios disponibles, a las dificultadas sociales y
médicas que su "clientela" no pudo resolver en otra parte: en las
metrópolis, la principal vivienda social y la institución en que se brindan
cuidados accesibles a los más indigentes es la prisión del condado. Y la misma
población circula en un circuito casi cerrado de un polo a otro de ese
continuum institucional.
Por último, las
restricciones presupuestarias y la moda política de "menos Estado"
incitan a la mercantilización tanto de la asistencia como de la prisión. Muchas
jurisdicciones, como Texas o Tennessee, ya consignan a una buena parte de sus
detenidos en cárceles privadas y subcontratan con empresas especializadas el
seguimiento administrativo de los receptores de ayuda sociales. Lo cual es una
manera de hacer que los pobres y los presos (que eran pobres afuera y, en una
abrumadora mayoría, volverán a serlo al salir) sean "rentables",
tanto en el plano ideológico como en el económico. De tal modo, se presencia la
génesis, no de un mero complejo carcelario industrial, como lo sugirieron
algunos criminólogos, seguidos en esto por los militantes del movimiento de
defensa de los presidiarios, sino en verdad de un complejo comercial carcelario
asistencial, punta de lanza del Estado liberal paternalista naciente. Su misión
consiste en vigilar y sojuzgar, y en caso de necesidad castigar y neutralizar,
a las poblaciones insumisas al nuevo orden económico según una división
asexuada del trabajo, en que su componente carcelaria se ocupa principalmente
de los hombres, en tanto que la componente asistencial ejerce su tutela sobre
(sus) mujeres e hijos. De acuerdo con la tradición política norteamericana,
este conjunto institucional heterogéneo en gestación se caracteriza, por un
lado, por la interpenetración de los sectores público y privado, y por el otro,
por la fusión de las funciones de señalamiento, recuperación moral y represión
del Estado.
Revista Contratiempo | Buenos Aires |
Argentina
Directora: Zenda Liendivit
Sobre Las cárceles de la miseria.
Diego Campos
En Las cárceles de la miseria, Wacquant lleva a cabo una doble tarea.
En primer lugar,
desentraña los orígenes de esta nueva "sensatez penal", rastreando
sus orígenes en los think tanks neoconservadores estadounidenses y
develando el proyecto de ordenación social que proponen; en segundo lugar,
sitúa este corpus doctrinario en el contexto de una
trasformación mayor, de carácter supranacional, relativa a una nueva gestión
estatal de la miseria urbana.
En efecto, plantea
el autor, el tratamiento penal de la miseria no obedece tanto a un aumento en
la cantidad o virulencia de los delitos como a una nueva forma de entender el
papel que le cabe al Estado en el manejo de los problemas asociados a la
marginalidad y la pobreza. En este sentido, el nuevo "sentido común
penal" se plantea correlativo a la ideología neoliberal que concibe el
ordenamiento económico y social en términos del individualismo y la
mercantilización, constituyendo así en materia de justicia su
traducción y complemento.
En esta aparente paradoja radica el
corazón del argumento de Wacquant. ¿Cómo aquellos que en un momento defendían a
ultranza el "menos Estado", hoy claman por una mayor presencia de
éste en lo penal? En la era de la desocupación masiva y del empleo precario,
atribuidos a las transformaciones económicas del "nuevo capitalismo"
y la economía global (Bourdieu, 1999; Sennett, 2000), la gestión punitiva de la
miseria funge como una poderosa herramienta de control social: "Mano
invisible del mercado y puño de hierro del Estado se conjugan y se completan
para lograr una mejor aceptación del trabajo asalariado desocializado y la
inseguridad social que implica" (Wacquant, 2000: 166). En último término, la
transformación del Estado providencia al "Estado penitencia" en la terminología del autor se valida como un dispositivo que, al
igual que las instituciones disciplinarias de Foucault (1996), se ejerce sobre el cuerpo
de las ciudadanos a fin de hacerlos dóciles y útiles. En este sentido, el texto
da cuenta de una triple utilidad del aparato penal hipertrofiado: disciplinar a
los sectores obreros reticentes al trabajo asalariado precarizado; neutralizar o excluir a sus elementos díscolos o
superfluos, de acuerdo a los vaivenes de la oferta de empleos, y reafirmar la
autoridad del Estado en este dominio restringido.En Estados Unidos, la política social carcelaria cristaliza en cinco tendencias: una "hiperinflación carcelaria" o el aumento exorbitante del número de encarcelados; un incremento sostenido en la cantidad de personas en manos de la justicia, en las "antecámaras y bastidores" de la prisión; el crecimiento desmesurado del sector penitenciario dentro de la administración pública; el florecimiento de la industria privada de la prisión, y finalmente lo que el autor denomina una "política de affirmative action carcelaria", que se traduce en el ejercicio preferente de la política punitiva sobre las familias y barrios desheredados, particularmente los enclaves negros de las grandes ciudades. Wacquant es enfático en señalar que esta orientación no responde a una mayor propensión de los afroamericanos a las conductas desviadas, sino que "delata, ante todo, el carácter fundamentalmente discriminatorio de las prácticas policiales y judiciales llevadas adelante en el marco de la política de ley y orden de las dos últimas décadas" (101).
Estos procesos son replicados de manera análoga en Europa, donde el marcado viraje a la derecha política de los últimos años ha allanado el camino para la difusión del pensamiento punitivo y la subsecuente realineación de las políticas sociales. Tal como en su país de origen, y legitimado por el "fino barniz científico" que le otorgan ciertos centros de estudios y usinas reproductoras de discursos en el sentido que Foucault (1970) le da al término, el "sentido común penal" tiene como su objeto preferente ciertas capas específicas de la población; en este caso, los extranjeros inmigrantes. Es posible entonces redefinir la comprensión del Estado como el ente que detenta el monopolio de la violencia legítima (Weber, 1998), en tanto ésta se ejerce sobre "aquellos a quienes podemos describir como los inútiles o insumisos del nuevo orden económico y etnorracial que se introduce en la otra orilla del Atlántico, y que los Estados Unidos proponen hoy como patrón al mundo entero" (6).
Sin embargo, como reza el título de la entrevista al autor que cierra el libro¾, "el advenimiento del Estado penal no es una fatalidad" (165). Dado que la utilización de los dispositivos penitenciarios con fines de control social es producto, según Wacquant, de decisiones políticas a las cuales es posible oponerse, existe la alternativa de proponer y construir una política social alternativa, que permita el real progreso de los derechos sociales y económicos de las personas. La extensión del sistema penal es a la vez una máquina de exclusión y de pauperización; por tanto, la encrucijada que enfrenta Europa pone en juego, en último término, la construcción de un Estado social digno de ese nombre.
Si bien el libro
responde ¾como reconoce el autor¾ a la preocupación por la amplia difusión en
Europa del modelo de gestión punitiva de la miseria, no está ausente de su
reflexión el hecho de que América Latina constituye cada vez más un campo
fértil para las ideas del "más Estado penal", así como en los 70 y
80 fue la tierra prometida del "menos Estado social". En la
perspectiva de Wacquant, a los Chicago
boys los suceden los New York boys encabezados por el mismísimo Bratton, quien
ha visitado en dos ocasiones la ciudad de Buenos Aires (que a estos efectos
cumple para Latinoamérica el mismo rol que Londres en el contexto europeo, a
saber, el de vitrina de estas ideas). La rápida y acrítica adopción de la
doctrina de la "tolerancia cero" en Argentina es señalada con
preocupación por el autor, quien recalca una vez más que su objetivo "es
menos combatir el delito que librar una guerra sin cuartel contra los pobres y
los marginales del nuevo orden económico neoliberal que, por doquier, avanza
bajo la enseña de la libertad recobrada" (17).
Lo social se
explica por lo social; Wacquant actualiza el viejo postulado de Durkheim (1986)
insistiendo en que el delito así como la miseria y la inseguridad obedece a
factores que una política social coherente y responsable debe necesariamente
considerar. A diferencia del darwinismo brattoniano (que plantea que "la
desocupación no está relacionada con el delito", 11), su análisis apunta a
la precarización del trabajo asalariado, aunque deja abierta la posibilidad de
posteriores interpretaciones. De cualquier manera, su trabajo se revela
extremadamente contingente en el contexto de nuestras sociedades; particularmente
para el caso de Chile, donde desde hace casi una década se ha instalado con
fuerza en el debate público la preocupación por el control del delito y la
seguridad ciudadana.
Esta preocupación
articula tanto una inseguridad generalizada como una percepción del incremento
sostenido del delito. Una mirada que se haga cargo de la complejidad y
multidimensionalidad del fenómeno social puede proveer de un cuerpo de
respuestas y análisis a esta problemática como aquellas indicadas al comienzo
de este texto. Sin embargo, el principal aporte del trabajo de Wacquant, en el
marco de la ciudad latinoamericana de comienzos de milenio, puede ser la
invitación que nos hace a precavernos del "social panoptismo"
asociado a una administración penal de la pobreza urbana. La pregunta de fondo
sigue siendo la misma que la sociología ha tratado de responder desde sus
orígenes; ¿Cómo organizamos nuestra vida en sociedad? En último término: ¿Qué
queremos para nuestras ciudades?
Referencias
bibliográficas
Bourdieu, P.
(1999). Contrafuegos. Reflexiones para servir a la resistencia contra la
invasión neoliberal. Barcelona: Anagrama. [ Links ]
Durkheim, E.
(1986). Las reglas del método sociológico. México: Fondo de Cultura Económica
[1895]. [ Links ]
Foucault, M. (1970).
El orden del discurso. Barcelona: Tusquets. [ Links ]
_________ (1996).
Vigilar y castigar. México: Siglo XXI.
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Moulian, T. (1997).
Chile actual. Anatomía de un mito. Santiago: LOM. [ Links ]
Programa de
Naciones Unidas para el Desarrollo (1998). Desarrollo humano en Chile. Las
paradojas de la modernización. Santiago: Naciones Unidas. [ Links ]
Ramos, M. y J.
Guzmán (2000). La guerra y la paz ciudadana. Santiago: LOM. [ Links ]
Sennett, R. (1978).
El declive del hombre público. Barcelona: Península. [ Links ]
_________2000). La
corrosión del carácter. Barcelona: Anagrama. [ Links ]
Wacquant, L. (2001). Parias urbanos. Marginalidad en la ciudad a comienzos del
milenio. Buenos Aires: Manantial.
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Weber, M. (1998).
El político y el científico. Madrid: Alianza [1918]. [ Links ]
Diego Campos
-Licenciado en Sociología, P. Universidad Católica de Chile, Chile.
© 2013
Pontificia Universidad Católica de Chile
Facultad de
Arquitectura, Diseño y Estudios Urbanos
Instituto de
Estudios Urbanos y Territoriales
El Comendador 1916
Casilla 16002,
Correo 9
Santiago,Chile
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De: Rafael Olbinsky |
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