jueves, 2 de mayo de 2013

Las cárceles de la miseria- Loic Wacquant


El lugar de la prisión en el nuevo gobierno de la miseria (Cap. 2)

Lo que hay que retener, más que el detalle de las cifras, es la lógica profunda de ese vuelco de lo social hacia lo penal. Lejos de contradecir el proyecto neoliberal de desregulación y extinción del sector público, el irresistible ascenso del Estado penal norteamericano constituye algo así como su negativo –en el sentido de reverso pero también de revelador-, porque traduce la puesta en vigencia de una política de criminalización de la miseria que es el complemento indispensable de la imposición del trabajo asalariado precario y mal pago como obligación ciudadana, así como de la nueva configuración de los programas sociales en el sentido restrictivo y punitivo que le es concomitante. En el momento de su institucionalización en la Norteamérica de mediados del siglo XIX, "la cárcel era ante todo un método que apuntaba al control de las poblaciones desviadas y dependientes", y los detenidos eran principalmente pobres e inmigrantes europeos recién llegados al Nuevo Mundo. En nuestros días, el aparato carcelario estadounidense cumple un papel análogo con respecto a los grupos a los que la doble reestructuración de la relación salarial y la caridad estatal ha hecho superfluos o incongruentes: los sectores en decadencia de la clase obrera y los negros pobres de las ciudades. Al actuar de ese modo, ocupa un lugar central en el sistema de los instrumentos de gobierno de la miseria, en el cruce del mercado del empleo no calificado, los guetos urbanos y unos servicios sociales "reformados" con vistas a apoyar la disciplina del trabajo asalariado desocializado.

a.- Prisión y mercado del trabajo no calificado. En primer lugar, el sistema penal contribuye directamente a regular los segmentos inferiores del mercado laboral, y lo hace de manera infinitamente más coercitiva que todas las deducciones y gravámenes sociales y reglamentaciones administrativas. Aquí, su efecto es doble. Por una parte, comprime artificialmente el nivel de desocupación al sustraer por la fuerza a millones de hombres de la "población en busca de un empleo" y, de manera secundaria, al provocar el aumento del empleo en el sector de bienes y servicios carcelarios, fuertemente caracterizado por los puestos precarios (y más aún con la privatización del castigo). Se estima así que durante la década del noventa las cárceles disminuyeron en dos puntos el índice de desocupación norteamericano. De hecho, y según Bruce Western y Katherine Beckett, una vez tomados en cuenta los diferenciales de índice de encarcelamiento entre los dos continentes, y al contrario de la idea comúnmente admitida y activamente propagada por los vates del neoliberalismo, los EEUU mostraron un índice de desocupación superior al de la Unión Europea durante 18 de los últimos veinte años (1974/94).

Western y Beckett muestran, de todas formas, que la hipertrofia carcelaria es un mecanismo de doble filo: si bien a corto plazo embellece la situación del empleo al recortar la oferta de trabajo, en un plazo más largo no puede sino agravarla, al hacer que millones de personas sean poco menos que inempleables: "El encarcelamiento redujo el índice de desocupación norteamericano, pero su mantenimiento en un nivel bajo será tributario de la expansión ininterrumpida del sistema penal". De allí el segundo efecto del encarcelamiento masivo sobre el mercado laboral (que Western y Beckett ignoran), consistente en acelerar el desarrollo del trabajo asalariado de miseria y de la economía informal, al producir sin cesar una amplia reserva de mano de obra sometida a voluntad: los ex detenidos no pueden pretender prácticamente otra cosa que empleos degradados y degradantes a causa de su status judicial infamante. Y la proliferación de los establecimientos de detención a través del país –su número se triplicó en treinta años y hoy supera los cuatro mil ochocientos- contribuye directamente a alimentar la difusión nacional y el crecimiento de los tráficos ilícitos (drogas, prostitución, encubrimiento) que son el motor del capitalismo de rapiña de la calle.

b.- Prisión y mantenimiento del orden racial. La sobrerrepresentación masiva y creciente de los negros en todos los escalones del aparato penal ilumina con una luz cruda la segunda función que asume el sistema carcelario en el nuevo gobierno de la miseria en los EEUU: suplir al gueto como instrumento de encierro de una población considerada como desviada y peligrosa lo mismo que superflua, tanto en el plano económico –los inmigrantes mexicanos y asiáticos son mucho más dóciles- como político -los negros pobres apenas votan y el centro de gravedad electoral del país, de todas formas, se desplazó de los centros decadentes de las ciudades a los suburbios blancos acomodados.

En este aspecto, la prisión no es más que la manifestación paroxística de la lógica de exclusión de la que el gueto, desde su origen histórico, es instrumento y producto. Durante el medio siglo (1915/1965) dominado por la economía industrial fordista para la que los negros representan un aporte de mano de obra indispensable, vale decir, desde la Primera Guerra Mundial, que desencadena la "gran migración" de los estados segregacionistas del sur a las metrópolis obreras del norte, hasta la revolución de los derechos civiles, que por fin les abre el camino al voto cien años después de la abolición de la esclavitud, el gueto hace las veces de "prisión social", en el sentido de que asegura el ostracismo sistemático de la comunidad afroamericana, a la vez que permite la explotación de su fuerza de trabajo. Desde la crisis del gueto, simbolizada por la gran ola de revueltas urbanas de la década del sesenta, corresponde a la cárcel, a su turno, cumplir el papel de "gueto", al excluir las fracciones del (sub) proletariado negro persistentemente marginadas a causa de la transición a la economía dual de los servicios y la política de retirada social y urbana del Estado federal. Las dos instituciones se acoplan y se completan, en la medida en que cada una de ellas sirve, a su manera, para asegura el apartamiento (segregare) de una categoría indeseable percibida como generadora de una doble amenaza, inseparablemente física y moral, sobre la ciudad. Y la simbiosis estructural y funcional entre el gueto y la prisión encuentra una expresión cultural y sobrecogedora en los textos y el modo de vida exhibidos por los músicos de "gangster rap", como lo atestigua el destino trágico del cantante y compositor Tupac Shaku.

c.- Prisión y asistencia social. Como en su origen, la institución carcelaria está de ahora en más en contacto directo con los organismos y programas encargados de "asistir" a las poblaciones desheredadas a medida que se opera una interpenetración creciente de los sectores social y penal del Estado poskeynesiano. Por un lado, la lógica panóptica y punitiva característica del campo tiende a contaminar y luego a redefinir los objetivos y dispositivos de la ayuda social. Así, además de haber reemplazado el derecho a la asistencia de los niños indigentes por la obligación para sus padres de trabajar al cabo de dos años, la "reforma" del welfare avalada por Clinton en 1996 somete a los beneficiarios de la ayuda pública a un registro invasivo y establece una supervisión estrecha de sus conductas –en materia de educación, trabajo, droga y sexualidad-, susceptible de desembocar en sanciones tanto administrativas como penales. (Por ejemplo, desde octubre de 1998, en Michigan, los receptores de ayuda deben someterse obligatoriamente a una prueba de detección de estupefacientes, a semejanza de los condenados en libertad vigilada o condicional). Por otro lado, las cárceles, quiéranlo o no, deben hacer frente, a las apuradas y con los medios disponibles, a las dificultadas sociales y médicas que su "clientela" no pudo resolver en otra parte: en las metrópolis, la principal vivienda social y la institución en que se brindan cuidados accesibles a los más indigentes es la prisión del condado. Y la misma población circula en un circuito casi cerrado de un polo a otro de ese continuum institucional.

Por último, las restricciones presupuestarias y la moda política de "menos Estado" incitan a la mercantilización tanto de la asistencia como de la prisión. Muchas jurisdicciones, como Texas o Tennessee, ya consignan a una buena parte de sus detenidos en cárceles privadas y subcontratan con empresas especializadas el seguimiento administrativo de los receptores de ayuda sociales. Lo cual es una manera de hacer que los pobres y los presos (que eran pobres afuera y, en una abrumadora mayoría, volverán a serlo al salir) sean "rentables", tanto en el plano ideológico como en el económico. De tal modo, se presencia la génesis, no de un mero complejo carcelario industrial, como lo sugirieron algunos criminólogos, seguidos en esto por los militantes del movimiento de defensa de los presidiarios, sino en verdad de un complejo comercial carcelario asistencial, punta de lanza del Estado liberal paternalista naciente. Su misión consiste en vigilar y sojuzgar, y en caso de necesidad castigar y neutralizar, a las poblaciones insumisas al nuevo orden económico según una división asexuada del trabajo, en que su componente carcelaria se ocupa principalmente de los hombres, en tanto que la componente asistencial ejerce su tutela sobre (sus) mujeres e hijos. De acuerdo con la tradición política norteamericana, este conjunto institucional heterogéneo en gestación se caracteriza, por un lado, por la interpenetración de los sectores público y privado, y por el otro, por la fusión de las funciones de señalamiento, recuperación moral y represión del Estado.


Revista Contratiempo | Buenos Aires | Argentina
Directora: Zenda Liendivit



Sobre Las cárceles de la miseria.
Diego Campos

En Las cárceles de la miseria, Wacquant lleva a cabo una doble tarea.
En primer lugar, desentraña los orígenes de esta nueva "sensatez penal", rastreando sus orígenes en los think tanks neoconservadores estadounidenses y develando el proyecto de ordenación social que proponen; en segundo lugar, sitúa este corpus doctrinario en el contexto de una trasformación mayor, de carácter supranacional, relativa a una nueva gestión estatal de la miseria urbana.

En efecto, plantea el autor, el tratamiento penal de la miseria no obedece tanto a un aumento en la cantidad o virulencia de los delitos como a una nueva forma de entender el papel que le cabe al Estado en el manejo de los problemas asociados a la marginalidad y la pobreza. En este sentido, el nuevo "sentido común penal" se plantea correlativo a la ideología neoliberal que concibe el ordenamiento económico y social en términos del individualismo y la mercantilización, constituyendo así en materia de justicia su traducción y complemento.
En esta aparente paradoja radica el corazón del argumento de Wacquant. ¿Cómo aquellos que en un momento defendían a ultranza el "menos Estado", hoy claman por una mayor presencia de éste en lo penal? En la era de la desocupación masiva y del empleo precario, atribuidos a las transformaciones económicas del "nuevo capitalismo" y la economía global (Bourdieu, 1999; Sennett, 2000), la gestión punitiva de la miseria funge como una poderosa herramienta de control social: "Mano invisible del mercado y puño de hierro del Estado se conjugan y se completan para lograr una mejor aceptación del trabajo asalariado desocializado y la inseguridad social que implica" (Wacquant, 2000: 166). En último término, la transformación del Estado providencia al "Estado penitencia" en la terminología del autor se valida como un dispositivo que, al igual que las instituciones disciplinarias de Foucault (1996), se ejerce sobre el cuerpo de las ciudadanos a fin de hacerlos dóciles y útiles. En este sentido, el texto da cuenta de una triple utilidad del aparato penal hipertrofiado: disciplinar a los sectores obreros reticentes al trabajo asalariado precarizado; neutralizar o excluir a sus elementos díscolos o superfluos, de acuerdo a los vaivenes de la oferta de empleos, y reafirmar la autoridad del Estado en este dominio restringido.
En Estados Unidos, la política social carcelaria cristaliza en cinco tendencias: una "hiperinflación carcelaria" o el aumento exorbitante del número de encarcelados; un incremento sostenido en la cantidad de personas en manos de la justicia, en las "antecámaras y bastidores" de la prisión; el crecimiento desmesurado del sector penitenciario dentro de la administración pública; el florecimiento de la industria privada de la prisión, y finalmente lo que el autor denomina una "política de affirmative action carcelaria", que se traduce en el ejercicio preferente de la política punitiva sobre las familias y barrios desheredados, particularmente los enclaves negros de las grandes ciudades. Wacquant es enfático en señalar que esta orientación no responde a una mayor propensión de los afroamericanos a las conductas desviadas, sino que "delata, ante todo, el carácter fundamentalmente discriminatorio de las prácticas policiales y judiciales llevadas adelante en el marco de la política de ‘ley y orden’ de las dos últimas décadas" (101).
Estos procesos son replicados de manera análoga en Europa, donde el marcado viraje a la derecha política de los últimos años ha allanado el camino para la difusión del pensamiento punitivo y la subsecuente realineación de las políticas sociales. Tal como en su país de origen, y legitimado por el "fino barniz científico" que le otorgan ciertos centros de estudios y usinas reproductoras de discursos en el sentido que Foucault (1970) le da al término, el "sentido común penal" tiene como su objeto preferente ciertas capas específicas de la población; en este caso, los extranjeros inmigrantes. Es posible entonces redefinir la comprensión del Estado como el ente que detenta el monopolio de la violencia legítima (Weber, 1998), en tanto ésta se ejerce sobre "aquellos a quienes podemos describir como los inútiles o insumisos del nuevo orden económico y etnorracial que se introduce en la otra orilla del Atlántico, y que los Estados Unidos proponen hoy como patrón al mundo entero" (6).
Sin embargo, como reza el título de la entrevista al autor que cierra el libro¾, "el advenimiento del Estado penal no es una fatalidad" (165). Dado que la utilización de los dispositivos penitenciarios con fines de control social es producto, según Wacquant, de decisiones políticas a las cuales es posible oponerse, existe la alternativa de proponer y construir una política social alternativa, que permita el real progreso de los derechos sociales y económicos de las personas. La extensión del sistema penal es a la vez una máquina de exclusión y de pauperización; por tanto, la encrucijada que enfrenta Europa pone en juego, en último término, la construcción de un Estado social digno de ese nombre.
Si bien el libro responde ¾como reconoce el autor¾ a la preocupación por la amplia difusión en Europa del modelo de gestión punitiva de la miseria, no está ausente de su reflexión el hecho de que América Latina constituye cada vez más un campo fértil para las ideas del "más Estado penal", así como en los ’70 y ’80 fue la tierra prometida del "menos Estado social". En la perspectiva de Wacquant, a los Chicago boys los suceden los New York boys encabezados por el mismísimo Bratton, quien ha visitado en dos ocasiones la ciudad de Buenos Aires (que a estos efectos cumple para Latinoamérica el mismo rol que Londres en el contexto europeo, a saber, el de vitrina de estas ideas). La rápida y acrítica adopción de la doctrina de la "tolerancia cero" en Argentina es señalada con preocupación por el autor, quien recalca una vez más que su objetivo "es menos combatir el delito que librar una guerra sin cuartel contra los pobres y los marginales del nuevo orden económico neoliberal que, por doquier, avanza bajo la enseña de la ‘libertad’ recobrada" (17).

Lo social se explica por lo social; Wacquant actualiza el viejo postulado de Durkheim (1986) insistiendo en que el delito así como la miseria y la inseguridad obedece a factores que una política social coherente y responsable debe necesariamente considerar. A diferencia del darwinismo brattoniano (que plantea que "la desocupación no está relacionada con el delito", 11), su análisis apunta a la precarización del trabajo asalariado, aunque deja abierta la posibilidad de posteriores interpretaciones. De cualquier manera, su trabajo se revela extremadamente contingente en el contexto de nuestras sociedades; particularmente para el caso de Chile, donde desde hace casi una década se ha instalado con fuerza en el debate público la preocupación por el control del delito y la seguridad ciudadana.

Esta preocupación articula tanto una inseguridad generalizada como una percepción del incremento sostenido del delito. Una mirada que se haga cargo de la complejidad y multidimensionalidad del fenómeno social puede proveer de un cuerpo de respuestas y análisis a esta problemática como aquellas indicadas al comienzo de este texto. Sin embargo, el principal aporte del trabajo de Wacquant, en el marco de la ciudad latinoamericana de comienzos de milenio, puede ser la invitación que nos hace a precavernos del "social panoptismo" asociado a una administración penal de la pobreza urbana. La pregunta de fondo sigue siendo la misma que la sociología ha tratado de responder desde sus orígenes; ¿Cómo organizamos nuestra vida en sociedad? En último término: ¿Qué queremos para nuestras ciudades?

Referencias bibliográficas

Bourdieu, P. (1999). Contrafuegos. Reflexiones para servir a la resistencia contra la invasión neoliberal. Barcelona: Anagrama.         [ Links ]
Durkheim, E. (1986). Las reglas del método sociológico. México: Fondo de Cultura Económica [1895].         [ Links ]
Foucault, M. (1970). El orden del discurso. Barcelona: Tusquets.         [ Links ]
_________ (1996). Vigilar y castigar. México: Siglo XXI.         [ Links ]
Moulian, T. (1997). Chile actual. Anatomía de un mito. Santiago: LOM.         [ Links ]
Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (1998). Desarrollo humano en Chile. Las paradojas de la modernización. Santiago: Naciones Unidas.         [ Links ]
Ramos, M. y J. Guzmán (2000). La guerra y la paz ciudadana. Santiago: LOM.         [ Links ]
Sennett, R. (1978). El declive del hombre público. Barcelona: Península.         [ Links ]
_________2000). La corrosión del carácter. Barcelona: Anagrama.         [ Links ]
Wacquant, L. (2001). Parias urbanos. Marginalidad en la ciudad a comienzos del milenio. Buenos Aires: Manantial.         [ Links ]
Weber, M. (1998). El político y el científico. Madrid: Alianza [1918].         [ Links ]
 

Diego Campos -Licenciado en Sociología, P. Universidad Católica de Chile, Chile.
©        2013  Pontificia Universidad Católica de Chile
Facultad de Arquitectura, Diseño y Estudios Urbanos
Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales

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De: Rafael Olbinsky


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