La
justicia uruguaya: un enfoque político
Este artículo tiene por objetivo analizar la independencia de la
justicia uruguaya, a partir de un enfoque politológico y al mismo tiempo
político. Para ello revisaremos la independencia del Poder Judicial uruguayo en
las dimensiones más “clásicas” utilizadas en la literatura, discutiremos este
tópico a la luz de la “historia reciente”, analizaremos algunos fenómenos de la
“judicialización” de la política y revisaremos las bases y fundamentos de la
confianza en la justicia uruguaya.
1. La independencia del poder judicial: enfoques politológicos
En América Latina, el Poder Judicial históricamente, se ha caracterizado por una alta dependencia del Poder Ejecutivo y por carecer de un pronunciado nivel de “activismo” en la interpretación de la ley. Esto se verifica tanto en la impugnación de la legalidad de las acciones ejecutivas, como en la revisión de la constitucionalidad de las leyes.
Sin embargo, el Poder Judicial se viene haciendo cada vez más activo, y esto se verifica en el aumento del número de fallos judiciales contrarios al Poder Ejecutivo. La llamada “judicialización” de la política, nos remite así a un campo confuso, donde la línea de demarcación de lo que es propiamente “político” y lo que es propiamente “jurídico” se vuelve difusa. Sin lugar a dudas no lo es en la teoría, pero se vuelve así en la práctica. Y esto es especialmente remarcable en sociedades que, como la uruguaya, han sido siempre “partidocéntricas” y con un estilo de partidocentrismo caracterizado por la búsqueda de consensos y compromisos que luego permea toda la estructura jurídica del Estado.
Esta estructura política y esta superestructura jurídica desembocaron en dos tipos de peculiaridades del sistema que han sido señalados por el Dr. Óscar Sarlo (2010).
En primer lugar, al hecho de que “el sistema judicial está al servicio del aparato político” por consiguiente “los jueces se limitan a ser <<la boca de la ley>>, esto es, a explicitar el mandato del legislador en los casos concretos”. En segundo lugar, al hecho que el principal protector de las libertades sea el propio sistema político y no la justicia, o que la justicia sea subsidiaria respecto del primero (“el sistema se autocontrola, incluyendo a todos dentro de él”)
Sin embargo, diversos sucesos alteraron la ecuación de “equilibrio” que venía de la vieja tradición política uruguaya. La discusión sobre los derechos humanos mostró un actuar relativamente errático de todos los poderes del Estado. Frente a casos similares, la Suprema Corte de Justicia (SCJ) falló primero a favor de la constitucionalidad de la Ley Nº 15.848 de Caducidad de la Pretención Punitiva del Estado (a la salida de la dictadura, en 1988, por votación dividida), y luego a favor de su inconstitucionalidad (en tres oportunidades y por unanimidad en cada una de ellas: en 2009, para el “caso Nibia Sabalsagaray” y en 2010 y 2011 para los expedientes caratulados “Organizaciones de derechos humanos denuncian” y “García Hernández, Amaral y otros” respectivamente). El Poder Ejecutivo cambió de posición como resultado del cambio de gobierno: durante veinte años “interpretó” la Ley de Caducidad en sentido cabalmente restrictivo, al impedir el juzgamiento y castigo de los crímenes cometidos durante la dictadura cívico-militar, pero a partir de 2005 comenzó a excluir del amparo de dicha ley casos de violaciones a los derechos humanos, y hacia 2011, decretó la revocación de los actos administrativos de gobiernos anteriores por los cuales otros casos habían quedado comprendidos en la ley. El Parlamento también modificó su posición: votó en 1986 la Ley de Caducidad y luego, en 2010 y 2011 hizo dos intentos por anularla, venciendo en el segundo, en octubre de 2011. Finalmente, también el soberano fue consultado, recogiéndose su opinión en dos compulsas realizadas en 1989 y en 2009, donde los intentos por terminar con la ley fracasaron en ambas instancias.
En segundo lugar, desde 1985 hasta el presente, la Justicia ostenta un rol subordinado en relación a los otros dos poderes del Estado en materia presupuestal. Eleva su presupuesto al Poder Legislativo, pero en los hechos, es el Poder Ejecutivo el que “mandata” al Parlamento sobre los recursos que deben o no deben darse, y el veto interpuesto por el Poder Ejecutivo en 1986 al presupuesto votado por el Parlamento es un claro antecedente de ello. Las permanentes demandas de recursos para juzgados y fiscalías de violencia doméstica, o para capacitación en derechos humanos, habida cuenta de la “inflación” de demandas sobre estos temas que realiza el Poder Judicial al Parlamento en el mensaje del presupuesto quinquenal o de la rendición de cuentas, muestran la dificultad que el Poder Judicial tiene respecto del Poder Ejecutivo en esta cuestión.
En tercer lugar, existen diversos fenómenos de “judicialización” de la política y de las políticas públicas. Cabe mencionar a este respecto al menos tres.
En primer término, la política con relación a los menores infractores. A tono con la “tradición” del consenso antes señalada, por acuerdo entre los cuatro partidos políticos con representación parlamentaria, se introdujeron modificaciones a la ley penal y al Código de la Niñez y la Adolescencia (2006), muchos de los cuales no contaban con la anuencia de altos representantes del Poder Judicial. La mantención de los antecedentes judiciales y administrativos de los menores de 18 años de edad que hubieren estado en conflicto con la ley penal bajo ciertas circunstancias, fue aprobada en 2011 por presión del sistema político, aunque en su momento, el Presidente de la SCJ se manifestó contrariamente. Asimismo, una iniciativa de recolección de firmas para reformar la Constitución de la República y “bajar la edad de imputabilidad” amenaza con introducir una consulta popular sobre un tema en el cual la SCJ no ha adoptado posición institucional, estando los jueces a menudo divididos.
En segundo lugar, la “judicialización” de baja intensidad de diversos temas que hacen a las políticas públicas: el hacinamiento carcelario, los asesinatos por “eutanasia” en los centros de terapia intensiva (CTIs) y cuidados intermedios de hospitales públicos y mutualistas, o la compleja realidad de niños y niñas en situación de calle, amenaza con llevar a los tribunales lo que debería ser resuelto a través de las políticas.
Baste mencionar tres ejemplos:
a. En julio de 2010 murieron quemados doce presos en un incendio en la Cárcel Departamental de Rocha. El hecho, que denota el problema de hacinamiento y de la violación a los derechos humanos -ya denunciado en 2009 en un informe del Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la Tortura tras una misión en Uruguay-, tuvo una respuesta “judicializada”: se envió a la justicia la investigación sobre el siniestro.
b. En 2007, la Justicia falló favorablemente ante un recurso de amparo presentado por el Fiscal Enrique Viana para que, en un plazo perentorio, el Instituto del Niño y el Adolescente del Uruguay – INAU, se encargara de retirar a todos los niños en situación de calle, en el entendido que esta era una responsabilidad del Estado. Por su parte, el Estado amenaza accionar sobre los padres que no se “responsabilizan” de los niños. Y en el cruce de acusaciones recíprocas, parece claro que el problema se “despolitiza”.
c. Finalmente, cabe mencionar la situación de la Jueza Penal Mariana Mota, quien tras destacarse por su accionar en el campo de los derechos humanos, ha sido colocada en el banquillo de los acusados por parte de la prensa, de dirigentes políticos de variado origen y de autoridades públicas, tanto por su eventual participación en la Marcha del Silencio de mayo de 2011, como por sus declaraciones en cuanto al “rezago” que tiene el Estado uruguayo en materia de derechos humanos. La apertura de dos sendos expedientes en la SCJ por tales hechos, ante las presiones políticas indican que, en este caso la judicialización de la política va de la mano con la vulneración a la independencia de los jueces.
2. Midiendo independencia y autonomía: justicia y políticas públicas
En La política de las políticas públicas. Progreso económico y social en América Latina, Informe 2006, elaborado por el Banco Interamericano de Desarrollo, se señalan cuatro funciones del Poder Judicial con diverso activismo en cada una de ellas. Una primera función, quizá la más destacada, es la de “árbitro imparcial”; esto puede aplicarse, o bien, respecto a las personas (la fase más conocida y “clásica” de la justicia), o bien, a las propias leyes y poderes del Estado. Así, la justicia puede funcionar de “árbitro” en relación a temas impositivos (como lo hizo respecto al Impuesto a la Renta de las Personas Físicas – IRPF y las pasividades); a decretos del Estado que deberían ser leyes o; velando, en general, para que el Poder Ejecutivo no se exceda de sus facultades. Una segunda función, es la del poder de veto, en general, cuando determinadas normativas se declaran “inconstitucionales”. Esta función es más amplia cuando refiere a la ley en general que cuando refiere a casos específicos (como sucede en Uruguay), mas en cualquier caso, cuando las sentencias de la SCJ son continuadas y sistemáticas, pueden derivar en que una ley se modifique o se “reinterprete”. La tercera función es la de representante de la sociedad. A menudo esta función se olvida bajo el entendido que es el Parlamento el representante de la sociedad, sin embargo, el Poder Judicial puede jugar un rol proactivo tanto en el conocimiento de los derechos, especialmente de los sectores menos educados y con menor poder relativo en la sociedad, como en el de su vigilancia efectiva.
El reporte da cuenta de la situación de trece países de América Latina, y señala, respecto de Uruguay que “La SCJ tiene capacidad limitada para fallar sobre la constitucionalidad de las leyes, pero puede desempeñar una función de jugador con poder de veto cuando el Congreso ha aprobado una ley y un ciudadano se ha visto afectado por ella” (BID 2006: 90).
En el informe se detallan asimismo, cuatro dimensiones a las que recurre la literatura para medir de la independencia del Poder Judicial: i) la independencia sustantiva, o la facultad de tomar decisiones judiciales y ejercer sus funciones oficiales con sujeción a ninguna otra autoridad salvo la ley; ii) la independencia personal, o estabilidad en el cargo y libertad de intimidación o amenazas; iii) la independencia colectiva o participación judicial en la administración central de los tribunales y; iv) la independencia interna, o independencia de los superiores y colegas del sistema judicial.
En función de estos criterios, el informe del BID señala una serie de factores que afectan la independencia del Poder Judicial: el grado de autonomía presupuestaria; el nivel de transparencia y el uso de criterios meritocráticos en el proceso de nominación de candidaturas y designación de jueces; la estabilidad en el cargo y el alcance de las facultades de revisión judicial. A su vez, la efectiva independencia judicial depende también del comportamiento de otros actores, como los partidos políticos.
La medición sobre la independencia del Poder Judicial se hace en base a dos escalas: una primera en la que quienes evalúan son los ejecutivos de empresas, realizada por el Foro Económico Mundial, y una segunda, el índice de Feld y Volig, que se basa en: la duración efectiva del nombramiento de los magistrados, desviaciones de la duración del nombramiento de jure, remoción de los jueces antes de cumplir su mandato, aumento del número de jueces de la Corte y cambios en el presupuesto de la Corte Suprema y en el ingreso real de los magistrados.
En el primer índice, el del Foro Económico Mundial, Uruguay rankea después que Chile, como el país con mayor independencia del Poder Judicial de las Américas: esto es, a criterio de jueces “empresarios”. En el índice que mide desempeño “objetivo”, el Uruguay aparece en el medio de la escala, detrás de países como Colombia, Costa Rica, Honduras o México. ¿Qué determina estas diferencias?
Contrastemos otros sistemas de medición. Miremos el Índice de Percepción de la Corrupción elaborado por la organización no gubernamental Transparencia internacional (TI), también a partir de la valoración de un sistema de jueces, empresarios y analistas en este caso. Hacia 2011, en materia de corrupción, Haití y Venezuela son los países latinoamericanos que recibieron las peores notas, al tiempo que las mejores de la región correspondieron a Chile y Uruguay.
Para este organismo, existe una tendencia absolutamente negativa en cuanto a la confianza en el Poder Judicial en América Latina. Datos de TI de 2007 indicaban que un 73% de las personas encuestadas en diez países de América Latina manifestaban que el Poder Judicial era corrupto. “La incapacidad de los sistemas judiciales para sancionar a quienes cometen delitos en algunos países fomenta la percepción de impunidad de los sectores poderosos, la sensación de inseguridad entre los ciudadanos comunes y un menor interés por parte de los inversionistas extranjeros”, señalaba el reporte de TI de ese año.
Según el Informe 2004 del Proyecto sobre el Desarrollo de la Democracia en América Latina – Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PRODDAL – PNDU), el Uruguay no rankeaba tan bien en cuestiones relativas a la justicia. Nuevamente, aquí se enfocaba a datos “objetivos” que contrarrestan, muchas veces, con la información que se releva con un sistema de jueces recogido de grandes empresarios y “analistas”. Este informe revela un “lado oscuro” en la justicia como política pública que refiere a la propia administración de la justicia: aquí el Uruguay lejos de mostrar buenos resultados, exhibe una situación más bien preocupante. El porcentaje de presos sin sentencia en el país es muy alto: 65,2% de las personas privadas de libertad estaban sin condena o sin proceso hacia mediados de 2011 según cifras de la organización británica Centro Internacional de Estudios Penitenciarios (ICPS por sus siglas en inglés). De acuerdo a los datos de dicho centro, en Estados Unidos, este porcentaje es tres veces menor (21,5% en 20120), al tiempo que Uruguay rankea cuarto en América del Sur, detrás de Bolivia (83,6% en 2011), Paraguay (71,2% en 2009) y Venezuela (66,2% en 2010).
También el hacinamiento (personas privadas de libertad sobre plazas disponibles) coloca al sistema carcelario del país en un lugar delicado. Según datos del Informe de actuación y evaluación del Sistema Penitenciario Nacional (avance) del Comisionado Parlamentario, hacia el primer semestre de 2009, la densidad general del sistema se ubicaba en el orden del 138% (cuando 120% es el límite considerado crítico). Asimismo, cifras del ICPS en base a estimaciones del Centro Latinoamericano De Desarrollo - CELADE, ubican la tasa de prisionización de Uruguay (población carcelaria sobre población total del país) en 268 reclusos por cada 100.000 habitantes para el año 2011. Este guarismo supera ampliamente el promiedo de América del Sur (162) y el mundial (164).
A pesar de ello, la confianza en el Poder Judicial es muy alta en Uruguay, si comparado con otros países de la región y del mundo. El estudio Perspectivas desde el Barómetro de las Américas 2011; N° 54. ¿Qué determina la confianza en la Corte Suprema en América Latina y el Caribe? elaborado por Arturo Maldonado, posiciona al país en el primer lugar del ranking de confianza en la Suprema Corte de Justicia. A su vez, este estudio indica que a la hora de evaluar al Poder Judicial, “la confianza en la Corte está fuertemente relacionada con el desempeño del Presidente [de la República]” y que tan estrecho vínculo “sugiere que las personas no perciben los poderes judicial y ejecutivo como completamente independientes”
3. La ¿“clásica”? independencia del Poder Judicial uruguayo sometida a escrutinio
Podemos ver en numerosos artículos y conferencias dadas por representantes del Poder Judicial que se habla de la independencia del Poder Judicial como “una tradición nacional”. Dos datos sin embargo, corroborarán que esta “tradición nacional”, o bien, no es tal, o bien, está cuestionada por distintos conjuntos de hechos que, a su vez, tienen una concatenación forzada. Los primeros, remiten al pasado; los segundos, remiten al futuro, y a la necesaria adecuación del Poder Judicial a los cambios requeridos, tanto por las transformaciones en la sociedad uruguaya (violencia doméstica, derechos de las mujeres, nuevo código de los derechos del niño) como por los cambios producidos a nivel del derecho internacional (tales como la priorización del llamado “bloque de derechos humanos”).
En el pasado, baste recordar que el proceso de institucionalización de la justicia en Uruguay fue tardío, como lo fue la propia consolidación del Estado-nación, y por ello, recién asistimos a la creación de la Alta Corte de Justicia en 1907 después de, como señala Sarlo (2010), “77 años de omisión al respecto”.
Lo segundo que desafía a la “clásica” independencia del Poder Judicial uruguayo es el hecho de que la misma se “suspendió” durante más de una década luego de la dictadura cívico-militar. A partir de la creación del Ministerio de Justicia (Acta N°1 de 1976, y más aún, con el acta Institucional N° 8) se degradó al Poder Judicial a una mera “función” subordinada del Poder Ejecutivo, perdiendo aquel toda su autonomía. De hecho, al asumir en sus cargos, los magistrados juraban respeto a las actas institucionales de la dictadura y no sólo a la Constitución de la República. La creación del Consejo Superior de la Judicatura, en 1981, mantuvo al Poder Judicial bajo “tutela” del Poder Ejecutivo.
Esta falta de autonomía se mantuvo durante el primer período democrático: no sólo el Poder Ejecutivo vetó el presupuesto del Poder Judicial en 1986, sino que además, el gobierno inaugural de Julio María Sanguinetti (1985-1990) desarrolló una estrategia que perpetuaba en sus cargos a los ministros de la SCJ de la dictadura que no hubieran renunciado. Contra la oposición del Partido Nacional y del Frente Amplio, que querían designar nuevos titulares a esos órganos, se mantuvo una cierta “continuidad” y se conservó a uno de sus integrantes, el mismo que en 1988, sería uno de ministros en votar favorablemente a la constitucionalidad de la Ley de Caducidad.
En cuarto lugar, y como corolario a este largo proceso de “usurpación” de la independencia de la justicia, cabe citar los largos años en los que la vigencia de la Ley de Caducidad dejó a la justicia rehén de la “interpretación política” que las administraciones de turno realizaban sobre si los casos estaban o no comprendidos en la misma, con todos las diferencias político-ideológicas que quedaron manifestadas entre estos gobiernos, especialmente luego que el Frente Amplio asumiera la Presidencia de la República.
Puestas las cosas en este marco, la tradición de “independencia” del Poder Judicial no es un atributo “clásico” de nuestro sistema de gobierno republicano, ya que entre 1968 y hasta la eliminación de la Ley de Caducidad en 2012, su independencia se vio vulnerada de diversas maneras. La inclusión a la referencia “desde 1968”, alude al atropello a los derechos civiles y políticos que el país sufrió al menos desde la implantación de las Medidas Prontas de Seguridad en 1967. La muestra de la vulneración de estos derechos es la aprobación de la ley N° 18.596 de 2009, en la que se reconoce “el quebrantamiento del Estado de Derecho que impidiera el ejercicio de derechos fundamentales a las personas, en violación a los Derechos Humanos o a las normas del Derecho Internacional Humanitario, en el período comprendido desde el 27 de junio de 1973 hasta el 28 de febrero de 1985”, así como “la responsabilidad del Estado uruguayo en la realización de prácticas sistemáticas de tortura, desaparición forzada y prisión sin intervención del Poder Judicial, homicidios, aniquilación de personas en su integridad psicofísica, exilio político o destierro de la vida social, en el período comprendido desde el 13 de junio de 1968 hasta el 26 de junio de 1973…” .
Durante los últimos 44 años, entonces, el Poder Judicial ha estado sometido a toda clase de presiones y su independencia e imparcialidad ha sido vulnerada de diversas maneras. ¿De qué hablamos cuando hablamos de independencia entonces?
Como apuntamos antes, la literatura especializada señala cuatro dimensiones de la independencia del Poder Judicial: la presupuestaria, la transparencia en el sistema de ascensos, la estabilidad en el cargo sin intimidación ni amenazas “externas”, y la no intervención partidos o gobierno en los tribunales.
En materia presupuestal, datos de 2002 indican que mientras en América Latina se destinaba en promedio 2,5% del presupuesto público al Poder Judicial, en Argentina este porcentaje era del 3,2%, en Costa Rica del 5,2% y en El Salvador del 4,5% (PRODDAL – PNDU 2004). En nuestro país, el Reporte 2011 de la Asociación de Magistrados del Uruguay (AMU) Estado de Independencia Judicial de Uruguay, sostiene que “la autonomía financiera del Poder Judicial uruguayo no está suficientemente asegurada como lo reclama su calidad de Poder del Estado, de por lo menos igual jerarquía con el mandato, entre otros, de juzgar la constitucionalidad de las leyes. Ni la Constitución ni la Ley aseguran un porcentaje mínimo del presupuesto nacional para el Poder Judicial, que en los hechos cuenta con los fondos que esté dispuesto a concederle el Poder político quinquenal o anualmente. Tampoco se reconoce derecho a la inalterabilidad, intangibilidad o irreductibilidad de las retribuciones de los jueces (las más bajas del continente)”. Ello explica, en parte, cómo el Uruguay, a pesar de tener un presupuesto judicial notoriamente más bajo que el promedio latinoamericano, supera con creces el promedio de la región en número de jueces, erigiéndose como el país con mayor número de jueces cada cien mil habitantes (15,5%), superado únicamente por Costa Rica (16%) y seguido por Argentina (11%).
Respecto al sistema de nombramientos, el mismo informe de la AMU señala que “en materia de integración, organización y administración de recursos financieros” el Poder Judicial es estructuralmente independiente del Ejecutivo, aunque el Senado interviene preceptivamente en la designación de los Ministros de los Tribunales de Apelaciones (otorgando o negando su venia) y la Asamblea General designa a los integrantes de la Suprema Corte, en cuyo defecto (vencimiento del plazo de noventa días de producida la vacante) asciende el Ministro de Tribunal de Apelaciones con mayor antigüedad. De más está decir que dado el sistema “consensual” propio del sistema político uruguayo, las posibilidades de nombramientos de miembros de la SCJ, de los Fiscales de Corte, etcétera, dependen de un “consenso” político, lo cual limita mucho las posibilidades de que los jueces más “activos” (y por consiguiente, más “díscolos” respecto del Poder Ejecutivo) sean designados. Un caso muy resaltado de esto fue la imposibilidad de nombrar a la Fiscal Mirtha Guianze como Fiscal de Corte en 2006.
En cuanto a la estabilidad, el mismo reporte señala la diferencia que existe entre los Jueces Letrados de Primera Instancia y los Jueces de Paz en cuanto a la inamovilidad externa. Aunque “está prohibida la avocación y los juicios por comisión, no existe ninguna norma que consagre la inamovilidad interna: los jueces uruguayos pueden ser trasladados sin su consentimiento, bastando razones de mejor servicio y mayoría de votos de los integrantes de la SCJ, incluso a cargos de menor grado y menor remuneración, oyendo al Fiscal de Corte”. La intimidación sufrida en numerosas ocasiones por la Jueza Mota a la que hiciéramos referencia anteriormente, es un ejemplo de las “amenazas” que limitan, en este caso, la autonomía de una magistrada para actuar con imparcialidad en los asuntos que le competen, dado que su propia permanencia en las causas que tiene a su cargo se ve en riesgo.
4. Concluyendo…
El sociólogo Henry Trujillo (2008) ha sostenido que el Poder Judicial ha sido sometido, luego de la dictadura, a tensiones propias de una sociedad en transformación y a unas exigencias que lo colocan en un lugar más “político” del que se lo viera con anterioridad al período autoritario. En una presentación realizada en el II Congreso Uruguayo de Ciencia Política, Trujillo ha señalado que el Poder Judicial es en la actualidad objeto de al menos tres nuevas demandas: i) asegurar el respeto de los derechos frente a los desbordes de los gobiernos; ii) asegurar la legitimidad del control político de las protestas públicas y los conflictos sociales y iii) regular el comportamiento del personal político.
Una de las tendencias que parece afirmarse en Uruguay, es la de una creciente “judicialización” de la política, aunque sabemos, como en el caso de las demandas por inconstitucionalidad de leyes que las mismas surgen no tanto para “destrabar” un conflicto político sino como forma de operar “dentro” del conflicto político (los recursos de inconstitucionalidad interpuestos por la aplicación del IRPF a las pasividades, o por la Ley de Caducidad por casos de violaciones a los derechos humanos durante la dictadura son más que ilustrativos a este respecto). En otras palabras: los actores político-partidarios o político-sociales pueden estar siendo llevados, por esta nueva actuación del Poder Judicial, a recurrir al mismo como forma de operar “dentro” del sistema político y no fuera de él. En el caso del IRPF a las jubilaciones, la demanda fue canalizada por los partidos de la oposición (que habían perdido la votación en el Parlamento) aunque también vehiculizados desde organizaciones (como sucedió con querellantes retirados de la Caja de Jubilaciones y Pensiones de Profesionales Universitarios) cuyos integrantes se sintieron perjudicados. Lo mismo sucedió con la demanda presentada en 2011 por la Asociación de Escribanos del Uruguay ante la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA) por el pasaje de estos profesionales al Sistema Nacional Integrado de Salud (FONASA) y la eliminación de las llamadas “cajas de auxilio”. Algo similar sucedió en el campo de los derechos humanos, pero ya dentro de la propia izquierda. Así, el proceso de “judicialización” no es coyuntural, y responde a factores múltiples. La aparición de nuevas demandas y movimientos sociales; la complejización y fragmentación de “lo político” (por más que la “partidocracia” goce entre nosotros aún de buena salud); la llegada de la izquierda al gobierno y la alteración de la dinámica del sistema de partidos; así como los cambios en el derecho internacional, especialmente en el campo de los derechos humanos y de “tercera” generación, son todos factores que coadyuvan a aumentar el rol “político” de la justicia y señalan tendencias a la “judicialización” de lo político en los términos antes dichos.
En cuanto a la independencia del Poder Judicial, El Informe de Desarrollo Humano en Uruguay (INDH) publicado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo en 2008, señala que pese a las fortalezas de nuestro sistema judicial, cabe destacar que “es claro que la actuación autónoma del Poder Judicial no se ha producido frente a consensos fuertes del sistema político ni frente a una combinación de mayorías políticas y actores con fuerte poder de veto: el caso de las investigaciones de las violaciones de derechos humanos en la dictadura es paradigmático. Por el contrario, la autonomía del Poder Judicial es más probable cuando no existen consensos fuertes en el sistema político” (INDH 2008: 306).
Los factores que limitan la independencia del Poder Judicial son por todos conocidos y no tienen nada que ver con la reconocida honestidad de los jueces, su apoliticidad pública o la profesionalidad de su carrera. La contribución al fortalecimiento del Poder Judicial parte del examen de sus limitaciones reales y de la predisposición a buscar soluciones para fortalecer la administración de la justicia en su conjunto. El debate que nos debemos en el Parlamento sobre la reforma del proceso penal, o sobre el propio Código Penal, en un contexto caracterizado por crispaciones múltiples y diferencias substantivas sobre delitos y penas que atraviesan casi todas las áreas de la actividad humana, muestran la necesidad de profundizar las reflexiones cruzadas sobre estos temas.
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