El hogar de los errabundos: el no-lugar
Yara
Salgado Martínez
...es
por eso que, a la deriva,
como
fantasma errante, vivo
ahora.
Debo vivir, temo, y hace
tiempo
que el resto me parece
sin
sentido
Friedrich
Hölderlin
El lugar es de quien lo habita, pero habitarlo, no significa que me pertenezca.
El único lugar que puede ser pensado con un prefijo que denote pertenencia es
el cuerpo. Aún así, el cuerpo mismo es considerado un lugar, un espacio
jerarquizado y fragmentado por el deseo exacerbado y por las necesidades
construidas; aquí subyacen los límites del dolor, de la felicidad, de la
creación y del reconocimiento. Sin embargo, pensar el cuerpo como posesión, es
el principio de la idea de propiedad, misma que transpolamos a diversos ámbitos
de nuestra vida cotidiana y que ancla la idea de consumo: desde pensar al mundo
como mi hogar (con todo lo que hay en él, por supuesto, mis ecosistemas, mis
instituciones, etc.), hasta comenzar el inmenso recorrido por las
posesiones materiales (mi carro, mi departamento, mi sofá de seda hindú, mi
computadora… etc.).
Toda la lista interminable de pertenencias está ahí para llenar un vacío que,
acrecentando el número de posesiones, se hace más profundo e imposible de
llenar. Esto, forma parte de una simulación y de un espectáculo que también
consumimos, como parte de la Historia y la historia. Tanto la Historia oficial
como la historia de vida individual, necesitan de vestigios, de un principio
anclado en un precedente que permita contextualizar una situación y una
experiencia particular (ojo: no singular) que articule nuestra idea de mundo.
Esta articulación será posible por el vínculo que sostengamos entre lo
individual y lo colectivo, cuando contextualicemos la experiencia y la relación
con el otro. La experiencia contextualizada, crea un referente ontológico de
seguridad y de pertenencia, es decir, crea un lugar.
Según Marc Augé, “Si un
lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un
espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional
ni como histórico, definirá un no lugar”[1]. Con
esta definición de Augé y con lo que se intenta plantear en este trabajo,
deduciremos pues que un lugar se define más allá de un espacio geográfico o
temporal determinados; es la interacción
y relación con los otros las que lo crean. ¿Qué es entonces un no-lugar?
Más allá de la dicotomía que plantea el antropólogo francés, el no-lugar estará
definido (al igual que el lugar) por quien lo habita. Siguiendo la idea
iniciaria de este ensayo, los no-lugares son espacios que, dadas las exigencias
de la experiencia de la modernidad (como la piensa Marshall Berman), son el
hogar de personas que, aún despojadas de su humanidad o de su condición civil,
necesitan un punto de partida que, posteriormente, les permita movilizarse (o
no).
Siguiendo el texto de “Turistas y
Vagabundos” de Zigmunt Bauman, el no-lugar sería el hogar de cierto tipo de
vagabundos y turistas: los errabundos. Volveremos más adelante con esta
cuestión, pero ahora, es necesario hablar de aquello que va a caracterizar la
concepción de los lugares y los no-lugares, así como las características de sus
habitantes.
En la modernidad, tendemos a relacionarnos cada vez más con aquellos que son
más semejantes a nosotros y a distanciarnos de aquellos que percibimos como
diferentes. Esta tendencia marca un estilo particular de relaciones humanas
matizadas por la exclusión, la xenofobia, el miedo y la anulación de los otros.
Creamos conjuntos de personas (más no comunidades) que se escudan con la
diferenciación, en principio terminológica, del “nosotros” y del “ellos”.
Esta diferencia semántica y lingüística, termina permeando todas las relaciones
humanas. Si bien es cierto que esta tendencia tampoco es exclusiva de la
modernidad, los alcances que se perciben del rechazo excesivo a la diferencia
son, en la actualidad, lamentables.
Esta repulsión a lo diferente es el
principio de la llamada cultura del miedo. Según Jean Delumeau en su libro “El
miedo en Occidente”, este
elemento se filtra en las nuevas sociedades occidentales a partir de
situaciones y actitudes que predican la destitución de los otros que se piensan
como diferentes. Sin embargo, la diferencia pensada en la modernidad occidental
es comprendida como el mal, como Némesis que amenaza la seguridad y el
bienestar del “nosotros”, del hombre que está dentro de los estatutos del bien.
El punto fuerte de la llamada cultura
del miedo, radica en la incesante lucha por eliminar la diferencia y en la
frustración que le provoca al hombre moderno occidental el no lograrlo. No
es casualidad que la amenaza del otro sirva para distorsionar interesadamente
otras concepciones, como tampoco es casual que la amenaza vaya asociada a la
figura de los menos inidentificables. Son los otros, los despojados, los indigentes, los vagabundos, etc., la
amenaza a los valores ponderados por la racionalidad moderna.
Ante la amenaza y la presencia del mal, el hombre occidental (paladín moderno)
tiene la obligación moral de salvaguardar su mundo de la diferencia y de los
agentes extraños que la representan. El fin altruista de salvar al mundo (bajo
su concepción, claro está) hará que tomen como máxima lógica que todo aquello
que no pertenezca a occidente y que sea ajeno a su razón, está mal. Por eso, el enemigo por antonomasia de
Occidente, es el diferente. Son, en palabras de Delumeau, “las nuevas
brujas”, el demonio, las plagas bíblicas, y sus representantes favoritos están
en el musulmán, el ateo o el agnóstico (como representantes de la diferencia
religiosa), en el inmigrante (representando la diferencia política u
económica), y el movilista o viajero (como diferente ideológico, contrapuesto
al sedentarismo). El punto radica en que aquello que está fuera de la
cosmovisión occidental, es el contrario y, por lo tanto, el enemigo. Si éste
desprecia los intentos que “de buena fe” le ofrece el hombre justo y razonable
(o sea, el occidental) para salvarse y ser parte del camino correcto, entonces
es obligación del hombre occidental que “tiene la razón” hacerle ver al otro su
error, aunque esto signifique recurrir a los mecanismos más crueles e irracionales
como la exterminación, las matanzas masivas, las cruzadas culturales, etc.
En este contexto, el miedo y la
incertidumbre se manifiestan en una necesidad imperiosa de exterminio del
elemento extraño y de lo indeseable que es vivir con él. Si existen humanos
subyugados a otros es por el miedo; la
sensación de amenaza constante, es el estado ideal para la dominación
ideológica global. Los sistemas políticos y económicos, las relaciones
sociales, la misma cultura están determinados por un factor ideológico del
miedo. El miedo escatológico al que hace
referencia Jean Delumeau, está determinado por la exacerbación y manipulación
de la información. En su texto, alude específicamente al papel que juegan los
medios de comunicación como mecanismos de dominación y enajenación. En la
antigüedad era impensable un medio de comunicación electrónico y del todo
masivo; sin embargo, el principal y más eficaz era la transmisión oral y
escrita de panfletos y discursos que ayudaban a impregnar el miedo a lo inexistente
y a lo inasible. Por ejemplo, la idea de la llegada del Anticristo puso a
prueba el poder de convencimiento de ciertas élites encargadas de difundir la
existencia de un ente que existía sólo en el discurso de los predicadores.
¿Cómo destruir al enemigo, si no lo
podemos ver? Este es uno de los rasgos más sobresalientes de la efectividad del
miedo. La idea de la existencia de seres sobrenaturales crea en la
concepción ideológica social una creencia en un factor dañino, nocivo y maligno
que lo dota de una vulnerabilidad que sólo otro u otros con características
similares o iguales puede combatir. Podemos asociar entonces la idea de
superioridad e inferioridad a las estructuras sociales, misma que ayuda a la
creación y ponderamiento de clases. La Iglesia y la nobleza fueron por mucho
tiempo, los paladines divinos que podían acabar con el elemento del miedo.
En la actualidad, los paladines están
principalmente vinculados a la idea de la técnica y el progreso científico y
económico. La ciencia
que elimina enfermedades, da certezas y sabiduría y prolonga la vida, es el
artificio más preciado del hombre moderno y aunque logró destituir en
importancia a la Iglesia, no eliminó del todo la manipulación ideológica que
ésta ejercía, acrecentándola incluso vía el miedo y el consumo.
En la antigüedad, el juego ideológico se entretejía formando una red que
parece, aún en nuestros días, no tener fin: tal parece que el Anticristo sigue
teniendo cabida en una sociedad formada por individuos que siguen temiéndose a
sí mismos, incapaces de ver los alcances de sus propias creaciones, de sus
propios demonios. Esta incapacidad de
asumir una responsabilidad, hace más fácil, pero más tétrico, el hecho de dejar
esa responsabilidad a entes incorpóreos, monstruos atemorizantes o
abstracciones ficticias, que sirven de chivos expiatorios que pagan las culpas
de un sujeto social inmerso en una paranoia que ni siquiera tiene ya una razón
de ser.
Hoy en día, para aquellos que se embanderan con la insignia de la razón, la materialización del miedo radica en la
ausencia de los “dones de la modernidad”. La falta de dinero, el estancamiento
tecnológico, el no poder controlar los “fenómenos naturales” o la ignorancia,
están asociados, a su vez, con la figura del homo sacer, de los
residuales, de los vagabundos, de aquello que no se quiere ser y que, para
anular siquiera la posibilidad de llegar a ser como ellos, prefieren de tajo
exterminarlos.
En su momento, los mecanismos de
exterminio eran sumamente visibles y extremos: matanzas masivas, campos de
exterminio, guerras, hambrunas, epidemias, etc. Pero, lo que aterroriza hoy en
día, es justamente la sutileza de estos mecanismos. Digo sutileza, porque se
han naturalizado tanto, que muchos ya ni siquiera los perciben. Hoy en día
ya no sorprende a nadie aquella imagen donde se mostraba a un niño en Somalia
con la piel pegada a los huesos, o las fotos y documentos fílmicos de Leni
Riefenstahl donde se apreciaban los horrores del holocausto. Simplemente están
tan exhibidas y tan vistas que ya no impactan a nadie.
La estrategia velada de infundir miedo y desprecio hacia ese tipo de imágenes,
queda anulada ante la creciente apatía y desinterés del hombre moderno. Además,
este mecanismo de exacerbación de información y de imágenes, de poner todo bajo
la luz de los reflectores en el espectáculo del mundo, hace que las cosas ya no sean miradas ni sentidas, sino vistas pero
ignoradas, despojadas de su importancia y trascendencia. Por ello, hoy en
día, pocas cosas trascienden la cultura de la instantaneidad y el olvido. Si acaso, una de las cosas que aún nos
quedan, son los lugares. Entendidos como se han descrito al principio de
este escrito, los lugares son aún
espacios que ayudan a mantener y trascender y ubicarnos, en palabras de
Levinas, en el humanismo del otro hombre.
Aquí retornaremos a la importancia de la construcción y constitución de los
lugares y los no-lugares a partir de la relación responsable con los otros. En principio, habrá que analizar la
diferencia entre un lugar que es una limitación geográfica y temporal que acota
a quien lo habita y un lugar que es acotado por el conjunto de las
relaciones de quienes lo habitan. Esta diferencia nos ayudará a entender
las relaciones que crean a uno y a otro. La primera concepción de lugar, estará
caracterizada por aquellas estrategias de valor de uso de sus habitantes que ha
desarrollado Bauman en un apartado de su libro “Modernidad líquida”, a partir
de la categorización de Claude Levi-Strauss en “Tristes trópicos”: la
estrategia antropoémica y la antropofágica:
La primera, consiste en “vomitar”,
expulsando a los otros considerados irremediablemente extraños y ajenos:
prohibiendo el contacto físico, el diálogo, el intercambio social y todas las
variedades de comercio, comensalidad o convivencia. Hoy, las variantes extremas de la variante “émica” son el
encarcelamiento, la deportación y el asesinato. Las formas superiores y
refinadas (modernizadas) de la estrategia “émica” son la separación espacial,
los guetos urbanos, el acceso selectivo a espacios y la prohibición selectiva a
ocuparlos.
La segunda estrategia consiste en la
denominada desalienación de sustancias extrañas: “ingerir” cuerpos extraños
para convertirlos, por medio del metabolismo, en cuerpos idénticos, ya no
diferenciables al cuerpo que los ingirió. Esta estrategia revistió también un
amplio espectro de formas: desde el canibalismo hasta la asimilación forzosa
(cruzadas culturales, guerras de exterminio declaradas contra las costumbres,
calendarios, dialectos y otros “prejuicios” y “supersticiones” locales).
La primera estrategia tiende a la
aniquilación de los otros; la segunda a la suspensión o la aniquilación de su
otredad.[2]
Nuestra segunda concepción de lugar,
no estará determinada por su valor de uso ni por su funcionalidad, sino por quien lo habita; aquí, el habitante del
lugar se compromete con los demás habitantes aceptando sus diferencias y el
sentido de extrañeza que puede acompañar, por difícil que esto sea. Un
lugar donde la experiencia social no se limite a lo tradicionalmente entendido,
donde las tendencias de construcción de sentidos sociales no se ubiquen
en el ámbito de la tecnología, de la comunicación y las narrativas que se
construyen sobre la movilidad o la inmovilidad, la inmersión en lo
privado y la exageración de lo público, ni en las dinámicas ortodoxas de
los espacios y las relaciones humanas por conveniencia. Este lugar es lo más
parecido a un hogar.
Por ello, si la
experiencia social y el transitar del habitante es lo que forma el lugar, un
no-lugar está formado por lo inasible o hasta inexistente de la experiencia con
los otros. Un no-lugar, paradójicamente,
le pertenece a aquellos que lo habitan pero sólo como instante, como vacío. El
habitante del no-lugar se encierra de tal forma que, la única experiencia que
lo acompaña y lo hace habitar el no-lugar, es la de la movilidad o la
inmovilidad involuntarias. El miedo y la in-diferencia (entendida como elemento
de extrañamiento inaguantable) son las paredes que erigen los no-lugares.
El
habitante del lugar, se somete a la vida
colectiva, de tal suerte que concibe que ese sometimiento le hará acceder a la
vida en comunidad, donde convergen las diferencias de cada unos de sus miembros
(con todas las complicaciones que esto pueda acarrear) pero que le dará la
seguridad de pertenencia que sólo brinda el estar juntos. Del lugar, se asimila el léxico y la
semántica de sus habitantes, lo cual permite proponer y articular los signos
del reconocimiento; es ese valerse de (entre las reglas creadas), escamotear,
buscar tácticas de acercamiento a la otra parte para encontrar el propio
reconocimiento y el de los otros, gozando los beneficios simbólicos que crea el
espacio compartido.
El
habitante del no-lugar es el errabundo y una de sus particularidades radica en
que puede ser cualquiera. Aquí traeré a la luz uno de mis desacuerdos con
respecto a la tipificación realizada por
Bauman entre “turistas” y “vagabundos”: un vagabundo, puede hablar en tercera
persona, también puede despojar (aún en su condición de despojado), también
puede poner al turista en el papel de residuo humano. Y es que, el habitante
del no-lugar, vive en el plano de la simulación, de la instantaneidad, de la
puesta en escena que dura sólo unos minutos. Si bien es cierto que, en la
práctica, la mayoría de los errabundos son turistas, igual es cierto que al
vagabundo también le gusta vivir el espectáculo del mundo y del no-lugar. Y,
aunque las causas de verse implicado en la satisfacción de vivir en él son
diferentes a las que impulsan al turista, en la medida de sus posibilidades y
su contexto, el vagabundo es, en algunos casos, un fiel adepto a los no-lugares
por convicción.
El errabundo desea saber que nada lo
une al otro. Al anular los lazos con otros, se ancla en la tarea imposible y
engañosa, pero factible, de simular al otro con artificios imaginarios e
instantáneos que le permiten escamotear su responsabilidad y su humanidad. Se
permite di-vagar por la inconmesurabilidad de los no-lugares. Se abstrae y se
abyecta de tal forma que se deja atrapar por las imágenes y por el instante:
una serie de sensaciones, situaciones, personas que viven eso que nunca vivió,
lugares desconocidos (ni siquiera terrenales), espacios por los que nunca ha
transitado… y sin embargo, le atrapan como si una familiaridad peculiar lo
aproximara a ellas.
Esta familiaridad está anclada en un
deseo (que traduce como necesidad) de verse o no reflejado en eso que las
imágenes y el instante le ofrecen. Porque lo que sucede allí es mucho más
interesante de lo que ocurre aquí. La ficción, ofrece al errabundo una
perspectiva más atractiva que la realidad; el poder de lo ilusorio ejerce un
magnetismo en él que la realidad nunca ha ejercido. Deja que el simulacro hable
por él; el errabundo, se sume en un mutismo interminable donde lo único que
logra oír es su intenso hastío.
La paradoja del errabundo radica en
que se ancla en la in-diferencia de tal forma que sigue temiendo la diferencia.
Se asume como un residuo, como una suerte de cáncer o parásito; pero, a los
ojos de los demás, finge que no le importa. Por ello decía que tanto turistas
como vagabundos pueden ser errabundos: un vagabundo no necesariamente se asume
como residuo o como desperdicio, es el turista u otro quien lo denomina como
tal, quien lo minimiza y lo anula sin necesariamente él aceptarlo o resignarse
a ello. Dentro de sus posibilidades y con sus artilugios, peleará por ser
reconocido en su humanidad, por pobre o humilde que sea. Pero
el errabundo puede ser un vagabundo
in-diferente que encuentra una salida fácil y cómoda, al posicionarse, al igual
que la mayoría de los turistas, en el síndrome de Frankenstein[3] y abolir toda
posibilidad de relación responsable y comprometida con el Otro.
“¿Por qué arriesgarme?” parece ser la pregunta
eje de su lógica, de tal forma que su forma de vida es el arraigo tramposo que
desarrolla a los no-lugares. Tramposo y artificioso dado que, en los
no-lugares, no hay más habitantes que él en el justo momento en que lo habita.
Al encerrarse en su mismisidad, el errabundo se estaciona en un punto donde la
responsabilidad y la acción no existen porque no hay con quién relacionarse ni
con quién responsabilizarse, y por lo tanto, según su lógica, no hay riesgo.
Y es que, la in-diferencia se coloca
como la vía más accesible al no-lugar. El errabundo se monta en ella, llegando
un momento en el que pareciera ya no hay diferencia entre él y el no-lugar. Ahí
radica el simulacro: el errabundo cree que
el mundo está ya dado de hoy y para siempre, que es incapaz de
transformarlo y, por lo tanto, se estanca en el engaño, que, si bien es
transitorio, le da certeza y seguridad de que aquello que percibe desde la
perspectiva del no-lugar, es el mundo y su lugar en el mundo.
“Ahora
vivo en mis zapatos…es una vivienda segura y maravillosa”[4] dice alguna vez el
personaje central de Diario de un ilegal, aquella novela donde un marroquí
describe sus andares como vagabundo en España. En el texto de Nini, percibimos
cierto errar en su andar. Este personaje, consciente de las precariedades
propias de su naturaleza de despojado, decide
vivir en un no-lugar: sus zapatos. Esta elección no fue tomada en un
contexto de libre albedrío (del todo) sino que fue producto de la incomodidad e
incompletud que le dejaron los lugares por los que había transitado con
anterioridad. Al darse cuenta de que ninguno de los lugares en los que había
vivido le ofrecieron los elementos suficientes que cumplieran sus expectativas
de vida (desde las más básicas, como lo son el sustento diario y el vestido),
se ve obligado a vivir en sus zapatos. Sin embargo, vivir en el no-lugar no
deja de ser una elección, aunque esté acotada por una necesidad más que por un
deseo.
Jamás dejamos de elegir. Si así fuera,
sería aceptar que la diferencia no existe. La elección determina la diferencia;
hasta al “elegir no elegir” como Mark Renton, el protagonista de Trainspotting,
estamos marcando una diferencia entre algo y otra cosa. La elección es la
partera de la dualidad, de pensar en otro más allá del yo, de pensar la
diferencia no como elemento extraño, repulsivo e irreconciliable, sino como
parte constitutiva de la vida. Si no hubiese elección o diferencia, todo sería
proféticamente como en “Un mundo feliz” de Aldoux Huxley y aún aquí, mientras
existiera vida humana, existiría la diferencia.
La
cuestión de los no-lugares y los errabundos, radica no en la diferencia, sino
en la in-diferencia o en la no-elección. Sin embargo, como hemos planteado
más arriba, la no-elección no es constitutiva de la humanidad ni de la vida más
que como un simulacro o una virtualidad. Es dejar en espera, bajo el velo de un
artilugio fantástico, figurado o imaginado una elección que, tarde o temprano,
ha de ser tomada. En el caso del protagonista de Diario de un ilegal, utiliza
la entrañable metáfora de vivir en sus zapatos como testimonio de su elección
de vivir en un no-lugar, mientras encuentra un lugar en el mundo. Su decisión
está marcada por la naturaleza transitoria de su elección: sabe que, aunque de
momento vivirá en sus zapatos, no será para siempre. O al menos, eso espera y
la espera más que inmovilidad o estancamiento, precede movilidad y búsqueda.
Tenemos entonces que, al verse él
mismo como mundo y como lugar en el mundo, el errabundo renuncia
(momentáneamente) a los vínculos que lo unen a los otros. Esta renuncia forma
parte del simulacro, ya que los vínculos nunca desaparecen por completo: sólo
son sustituidos de momento por otra cosa. Y es que, en el no-lugar, hay algo en
esa simulación del otro que hace desear volver de nuevo a la interacción cara a
cara, a sostener la mirada de alguien, a pertenecer a algún lugar, a ser parte
de alguna comunidad.
Sin
embargo, el deseo de volver de aquellos errabundos que terminan alienados y
enajenados por el simulacro (que creo son la mayoría), está siempre detonado
por el miedo y la incertidumbre, prefiriendo la aparente confortabilidad y
seguridad de la simulación del otro en el no-lugar. Se quedan en el círculo
vicioso del artificio, mismo que se convierte en una forma de vida. Pero por
más que se resistan, tienen que volver al punto de partida: al lugar. Sean vagabundos
o turistas, emprendiendo un viaje con el paquete amarrado a un palo y puesto al
hombro o con 10 maletas repletas de porquería y media, hay que volver,
inevitablemente, a algún lugar.
Existe
también la peculiaridad de que los lugares se transforman con la llegada y la
partida de sus innumerables y diversos habitantes. La experiencia de la modernidad a la que hace
alusión Berman, está caracterizada por la creciente y exacerbada transformación
de los lugares y, con ello, de las relaciones humanas, de su constitución y de
los roles sociales. El lugar se transforma cada vez más, día a día, segundo
a segundo, sin “perdonar” el tiempo que el vagabundo o el turista han estado
fuera, porque así como unos llegan, otros se van; cuando por una u otra razón
se regresa al lugar pero la ausencia fue larga, más trabajo cuesta integrarse
de nuevo a la gente, a sus actividades, al lugar que se ocupaba dentro del lugar.
Entonces, la in-diferencia al lugar
que se tenía al partir, se transforma en interés y en deseo de abandonar el
no-lugar. Porque en el no-lugar, no cabe uno con todo el equipaje. Son muchas
cosas, experiencias y conocimientos con lo que cargamos antes de emprender el
viaje, sin contar las que se adquieren durante el trayecto. Hay que elegir con
cuáles nos quedamos y cuáles, inevitablemente, hay que abandonar, tirar o
simplemente condenar al desuso porque en el no-lugar, no hay con quién
compartirlas.
Ya
sea un no-lugar digno de una postal o uno que no existe más que en el mapa mental de algunos vagabundos, la
decepción y desilusión que causa en el errabundo va más allá de la
particularidad de la desgracia que lo llevó a él ya que, las desilusiones no
cambian el hábito confesional ni disminuyen: la manera en que la gente define
individualmente sus problemas individuales y la manera en que intenta
resolverlos por medio de habilidades y recursos individuales siguen siendo el
único “tema público” y el exclusivo objeto de “interés público”. Y mientras sea
así, los espectadores y oyentes, entrenados para confiar tan sólo en su propio
juicio y en el esfuerzo en la búsqueda de esclarecimiento y guía, seguirán
buscando respuestas en las vías privadas de otros “como ellos”, con el mismo
empeño con el que antes buscaban respuestas en las enseñanzas, las homilías y
los sermones de los visionarios y los predicadores[5].
Steiner revela un elemento por demás
interesante al referirse a los desilusionados
y decepcionados como meros espectadores y oyentes, incapaces de
encontrar un significado más allá del simulacro de las enseñanzas, homilías y
sermones de los visionarios y predicadores; este discurso es un discurso
unidimensional y ortodoxo que sólo llegará a
sostener, en el mejor de los casos, un lugar donde converjan las
experiencias “antropoémica” y “antropofágica”;
mismo que puede ser el lugar en el que vivimos, pero el cual nos
resistimos a llamar hogar. Aunque no sea
éste el lugar donde queremos estar, nos sirve al menos de punto de partida.
Cuando la dinámica de espectador o de
oyente adquirida con la práctica de la simulación del otro en el no-lugar se
convierte en la constante, ubica al vagabundo o al turista en el lugar del
errabundo, ya que sin importarle si se mueve o no, si los sermones que escucha
tienen coherencia o no, si las imágenes que ve le atañen o no, el errabundo no podrá más que aceptarlas y lo
hace (si es que aún le queda algo de conciencia) con cierto beneplácito. Y es
que más que buscar un lugar, como el turista o el vagabundo, el errabundo le
huye al lugar al darse cuenta de que se equivocó al elegir, y la imposibilidad
de aceptarlo, hace que abandone la búsqueda.
Antes de tomar la responsabilidad para
con su equivocación, prefiere darle la vuelta y perder el tiempo a la luz de su
ocio, frustración y decepción: en vez de buscar eso que no encuentra, la
completud que todos buscamos (turistas o
vagabundos) alguna vez, prefiere ir de no-lugar en no-lugar evadiendo la
desesperación en paliativos inútiles que, poco a poco, le hacen perder
conciencia de que alguna vez, para bien o para mal, ocupaba un lugar en el
mundo. Un lugar que trasciende sus zapatos o el horizonte panóptico acotado por
las franjas del widescreen de la película que está viendo. Y es que, el
errabundo vive en el ensimismamiento del olvido: como la de los peces, su
memoria dura 2 segundos, lo efímero del instante nubla todo lo demás. Se le
olvida que sus zapatos lo pueden llevar a algún lado y que la película te da un
mayor panorama y es mucho mejor cuando la ves y comentas con otro.
Lo más parecido a un hogar para el errabundo es el no-lugar que elige ocupar y
del que no decide salir jamás. Tiene la opción de salir, pero no lo hace;
prefiere vivir como Frankenstein en el castillo laberíntico y opaco de su yo
antes de comprometerse con la complejidad del mundo. Su elección ya ni siquiera es “elegir no elegir” sino que
elige la errancia que, en la naturaleza de su repetición, le permite olvidar qué marcó la diferencia al
errar de lugar. Es el errabundo la profecía cumplida de la modernidad: como las
ánimas en pena de “Pedro Páramo”, cede ante la certeza de su muerte aplazada
siendo la tumba itinerante que, cual lastre definitivo, simula una imposible vuelta a casa.
[1] Augé,
Marc, “De los lugares a los no-lugares”, en Los no-lugares: espacios del anonimato, Barcelona, Gedisa,
2005, p. 83.
[2] Véase:
Bauman, Zigmunt, Modernidad
Líquida, México, FCE, 2000, pp. 106-114.
[3] El “síndrome de Frankestein” como lo
denomina Baudrillard, consiste en la actitud egoísta e individualista de “Yo
soy un yo”, anulando la otra posibilidad que constituye a cualquier individuo
en su humanidad, en la alteridad de reconocer que, también, “Yo soy otro”.
Véase: Baudrillard, Jean, “¿Cómo saltar sobre la propia sombra cuando se ha
dejado de tenerla?” en La ilusión del fin: la huelga de los acontecimientos,
Barcelona, Anagrama, 2003, pp. 153-165.
[4] Nini, Rachid, Diario de un ilegal, Madrid, Ediciones del oriente y
del mediterráneo, 2002.
[5] Steiner, George, “Una temporada en el infierno” en En el Castillo
de Barba azul, España, Gedisa, 2001, p. 78.
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