jueves, 26 de septiembre de 2013

El enemigo por antonomasia de Occidente es “el diferente”


El hogar de los errabundos: el no-lugar
Yara Salgado Martínez

 ...es por eso que, a la deriva,
como fantasma errante, vivo
ahora. Debo vivir, temo, y hace
tiempo que el resto me parece
sin sentido

Friedrich Hölderlin



            El lugar es de quien lo habita, pero habitarlo, no significa que me pertenezca. El único lugar que puede ser pensado con un prefijo que denote pertenencia es el cuerpo. Aún así, el cuerpo mismo es considerado un lugar, un espacio jerarquizado y fragmentado por el deseo exacerbado y por las necesidades construidas; aquí subyacen los límites del dolor, de la felicidad, de la creación y del reconocimiento. Sin embargo, pensar el cuerpo como posesión, es el principio de la idea de propiedad, misma que transpolamos a diversos ámbitos de nuestra vida cotidiana y que ancla la idea de consumo: desde pensar al mundo como mi hogar (con todo lo que hay en él, por supuesto, mis ecosistemas, mis instituciones, etc.), hasta  comenzar el inmenso recorrido por las posesiones materiales (mi carro, mi departamento, mi sofá de seda hindú, mi computadora… etc.).
         Toda la lista interminable de pertenencias está ahí para llenar un vacío que, acrecentando el número de posesiones, se hace más profundo e imposible de llenar. Esto, forma parte de una simulación y de un espectáculo que también consumimos, como parte de la Historia y la historia. Tanto la Historia oficial como la historia de vida individual, necesitan de vestigios, de un principio anclado en un precedente que permita contextualizar una situación y una experiencia particular (ojo: no singular) que articule nuestra idea de mundo. Esta articulación será posible por el vínculo que sostengamos entre lo individual y lo colectivo, cuando contextualicemos la experiencia y la relación con el otro. La experiencia contextualizada, crea un referente ontológico de seguridad y de pertenencia, es decir, crea un lugar.

         Según Marc AugéSi un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar”[1].  Con esta definición de Augé y con lo que se intenta plantear en este trabajo, deduciremos pues que un lugar se define más allá de un espacio geográfico o temporal determinados; es la interacción y relación con los otros las que lo crean. ¿Qué es entonces un no-lugar? Más allá de la dicotomía que plantea el antropólogo francés, el no-lugar estará definido (al igual que el lugar) por quien lo habita. Siguiendo la idea iniciaria de este ensayo, los no-lugares son espacios que, dadas las exigencias de la experiencia de la modernidad (como la piensa Marshall Berman), son el hogar de personas que, aún despojadas de su humanidad o de su condición civil, necesitan un punto de partida que, posteriormente, les permita movilizarse (o no).

         Siguiendo el texto de “Turistas y Vagabundos” de Zigmunt Bauman, el no-lugar sería el hogar de cierto tipo de vagabundos y turistas: los errabundos. Volveremos más adelante con esta cuestión, pero ahora, es necesario hablar de aquello que va a caracterizar la concepción de los lugares y los no-lugares, así como las características de sus habitantes.
         En la modernidad, tendemos a relacionarnos cada vez más con aquellos que son más semejantes a nosotros y a distanciarnos de aquellos que percibimos como diferentes. Esta tendencia marca un estilo particular de relaciones humanas matizadas por la exclusión, la xenofobia, el miedo y la anulación de los otros. Creamos conjuntos de personas (más no comunidades) que se escudan con la diferenciación, en principio terminológica, del “nosotros” y del “ellos”.  Esta diferencia semántica y lingüística, termina permeando todas las relaciones humanas.  Si bien es cierto que esta tendencia tampoco es exclusiva de la modernidad, los alcances que se perciben del rechazo excesivo a la diferencia son, en la actualidad, lamentables.

         Esta repulsión a lo diferente es el principio de la llamada cultura del miedo. Según Jean Delumeau en su libro “El miedo en Occidente”, este elemento se filtra en las nuevas sociedades occidentales a partir de situaciones y actitudes que predican la destitución de los otros que se piensan como diferentes. Sin embargo, la diferencia pensada en la modernidad occidental es comprendida como el mal, como Némesis que amenaza la seguridad y el bienestar del “nosotros”, del hombre que está dentro de los estatutos del bien.
         El punto fuerte de la llamada cultura del miedo, radica en la incesante lucha por eliminar la diferencia y en la frustración que le provoca al hombre moderno occidental el no lograrlo. No es casualidad que la amenaza del otro sirva para distorsionar interesadamente otras concepciones, como tampoco es casual que la amenaza vaya asociada a la figura de los menos inidentificables. Son los otros, los despojados, los indigentes, los vagabundos, etc., la amenaza a los valores ponderados por la racionalidad moderna.
         Ante la amenaza y la presencia del mal, el hombre occidental (paladín moderno) tiene la obligación moral de salvaguardar su mundo de la diferencia y de los agentes extraños que la representan. El fin altruista de salvar al mundo (bajo su concepción, claro está) hará que tomen como máxima lógica que todo aquello que no pertenezca a occidente y que sea ajeno a su razón, está mal. Por eso, el enemigo por antonomasia de Occidente, es el diferente. Son, en palabras de Delumeau, “las nuevas brujas”, el demonio, las plagas bíblicas, y sus representantes favoritos están en el musulmán, el ateo o el agnóstico (como representantes de la diferencia religiosa), en  el inmigrante (representando la diferencia política u económica), y el movilista o viajero (como diferente ideológico, contrapuesto al sedentarismo). El punto radica en que aquello que está fuera de la cosmovisión occidental, es el contrario y, por lo tanto, el enemigo. Si éste desprecia los intentos que “de buena fe” le ofrece el hombre justo y razonable (o sea, el occidental) para salvarse y ser parte del camino correcto, entonces es obligación del hombre occidental que “tiene la razón” hacerle ver al otro su error, aunque esto signifique recurrir a los mecanismos más crueles e irracionales como la exterminación, las matanzas masivas, las cruzadas culturales, etc.
         En este contexto, el miedo y la incertidumbre se manifiestan en una necesidad imperiosa de exterminio del elemento extraño y de lo indeseable que es vivir con él. Si existen humanos subyugados a otros es por el miedo; la sensación de amenaza constante, es el estado ideal para la dominación ideológica global. Los sistemas políticos y económicos, las relaciones sociales, la misma cultura están determinados por un factor ideológico del miedo. El miedo escatológico al que hace referencia Jean Delumeau, está determinado por la exacerbación y manipulación de la información. En su texto, alude específicamente al papel que juegan los medios de comunicación como mecanismos de dominación y enajenación. En la antigüedad era impensable un medio de comunicación electrónico y del todo masivo; sin embargo, el principal y más eficaz era la transmisión oral y escrita de panfletos y discursos que ayudaban a impregnar el miedo a lo inexistente y a lo inasible. Por ejemplo, la idea de la llegada del Anticristo puso a prueba el poder de convencimiento de ciertas élites encargadas de difundir la existencia de un ente que existía sólo en el discurso de los predicadores.
         ¿Cómo destruir al enemigo, si no lo podemos ver? Este es uno de los rasgos más sobresalientes de la efectividad del miedo. La idea de la existencia de seres sobrenaturales crea en la concepción ideológica social una creencia en un factor dañino, nocivo y maligno que lo dota de una vulnerabilidad que sólo otro u otros con características similares o iguales puede combatir. Podemos asociar entonces la idea de superioridad e inferioridad a las estructuras sociales, misma que ayuda a la creación y ponderamiento de clases. La Iglesia y la nobleza fueron por mucho tiempo, los paladines divinos que podían acabar con el elemento del miedo.

         En la actualidad, los paladines están principalmente vinculados a la idea de la técnica y el progreso científico y económico. La ciencia que elimina enfermedades, da certezas y sabiduría y prolonga la vida, es el artificio más preciado del hombre moderno y  aunque logró destituir en importancia a la Iglesia, no eliminó del todo la manipulación ideológica que ésta ejercía, acrecentándola incluso vía el miedo y el consumo. 
         En la antigüedad, el juego ideológico se entretejía formando una red que parece, aún en nuestros días, no tener fin: tal parece que el Anticristo sigue teniendo cabida en una sociedad formada por individuos que siguen temiéndose a sí mismos, incapaces de ver los alcances de sus propias creaciones, de sus propios demonios. Esta incapacidad de asumir una responsabilidad, hace más fácil, pero más tétrico, el hecho de dejar esa responsabilidad a entes incorpóreos, monstruos atemorizantes o abstracciones ficticias, que sirven de chivos expiatorios que pagan las culpas de un sujeto social inmerso en una paranoia que ni siquiera tiene ya una razón de ser.

         Hoy en día, para aquellos que se embanderan con la insignia de la razón, la materialización del miedo radica en la ausencia de los “dones de la modernidad”. La falta de dinero, el estancamiento tecnológico, el no poder controlar los “fenómenos naturales” o la ignorancia, están asociados, a su vez, con la figura del homo sacer, de los residuales, de los vagabundos, de aquello que no se quiere ser y que, para anular siquiera la posibilidad de llegar a ser como ellos, prefieren de tajo exterminarlos.

         En su momento, los mecanismos de exterminio eran sumamente visibles y extremos: matanzas masivas, campos de exterminio, guerras, hambrunas, epidemias, etc. Pero, lo que aterroriza hoy en día, es justamente la sutileza de estos mecanismos. Digo sutileza, porque se han naturalizado tanto, que muchos ya ni siquiera los perciben. Hoy en día ya no sorprende a nadie aquella imagen donde se mostraba a un niño en Somalia con la piel pegada a los huesos, o las fotos y documentos fílmicos de Leni Riefenstahl donde se apreciaban los horrores del holocausto. Simplemente están tan exhibidas y tan vistas que ya no impactan a nadie.

         La estrategia velada de infundir miedo y desprecio hacia ese tipo de imágenes, queda anulada ante la creciente apatía y desinterés del hombre moderno. Además, este mecanismo de exacerbación de información y de imágenes, de poner todo bajo la luz de los reflectores en el espectáculo del mundo, hace que las cosas ya no sean miradas ni sentidas, sino vistas pero ignoradas, despojadas de su importancia y trascendencia. Por ello, hoy en día, pocas cosas trascienden la cultura de la instantaneidad y el olvido. Si acaso, una de las cosas que aún nos quedan, son los lugares. Entendidos como se han descrito al principio de este escrito, los lugares son aún espacios que ayudan a mantener y trascender y ubicarnos, en palabras de Levinas, en el humanismo del otro hombre.

         Aquí retornaremos a la importancia de la construcción y constitución de los lugares y los no-lugares a partir de la relación responsable con los otros. En principio, habrá que analizar la diferencia entre un lugar que es una limitación geográfica y temporal que acota a quien lo habita y un lugar que es  acotado por el conjunto de las relaciones de quienes lo habitan. Esta diferencia nos ayudará a entender las relaciones que crean a uno y a otro. La primera concepción de lugar, estará caracterizada por aquellas estrategias de valor de uso de sus habitantes que ha desarrollado Bauman en un apartado de su libro “Modernidad líquida”, a partir de la categorización de Claude Levi-Strauss en “Tristes trópicos”: la estrategia antropoémica y la antropofágica:

         La primera, consiste en “vomitar”, expulsando a los otros considerados irremediablemente extraños y ajenos: prohibiendo el contacto físico, el diálogo, el intercambio social y todas las variedades de comercio, comensalidad o convivencia. Hoy, las variantes extremas de la variante “émica” son el encarcelamiento, la deportación y el asesinato. Las formas superiores y refinadas (modernizadas) de la estrategia “émica” son la separación espacial, los guetos urbanos, el acceso selectivo a espacios y la prohibición selectiva a ocuparlos.

      La segunda estrategia consiste en la denominada desalienación de sustancias extrañas: “ingerir” cuerpos extraños para convertirlos, por medio del metabolismo, en cuerpos idénticos, ya no diferenciables al cuerpo que los ingirió. Esta estrategia revistió también un amplio espectro de formas: desde el canibalismo hasta la asimilación forzosa (cruzadas culturales, guerras de exterminio declaradas contra las costumbres, calendarios, dialectos y otros “prejuicios” y “supersticiones” locales). 

          La primera estrategia tiende a la aniquilación de los otros; la segunda a la suspensión o la aniquilación de su otredad.[2]
         
      Nuestra segunda concepción de lugar, no estará determinada por su valor de uso ni por su funcionalidad, sino por quien lo habita; aquí, el habitante del lugar se compromete con los demás habitantes aceptando sus diferencias y el sentido de extrañeza que puede acompañar, por difícil que esto sea. Un lugar donde la experiencia social no se limite a lo tradicionalmente entendido, donde las tendencias de construcción de sentidos sociales  no se ubiquen en el ámbito de la tecnología, de la comunicación y las narrativas que se construyen sobre la movilidad o la inmovilidad,  la inmersión en lo privado y la exageración de lo público, ni en  las dinámicas ortodoxas de los espacios y las relaciones humanas por conveniencia. Este lugar es lo más parecido a un hogar.        

  
           Por ello, si la experiencia social y el transitar del habitante es lo que forma el lugar, un no-lugar está formado por lo inasible o hasta inexistente de la experiencia con los otros. Un no-lugar, paradójicamente, le pertenece a aquellos que lo habitan pero sólo como instante, como vacío. El habitante del no-lugar se encierra de tal forma que, la única experiencia que lo acompaña y lo hace habitar el no-lugar, es la de la movilidad o la inmovilidad involuntarias. El miedo y la in-diferencia (entendida como elemento de extrañamiento inaguantable) son las paredes que erigen los no-lugares.

        El habitante del lugar,  se somete a la vida colectiva, de tal suerte que concibe que ese sometimiento le hará acceder a la vida en comunidad, donde convergen las diferencias de cada unos de sus miembros (con todas las complicaciones que esto pueda acarrear) pero que le dará la seguridad de pertenencia que sólo brinda el estar juntos.  Del lugar, se asimila el léxico y la semántica de sus habitantes, lo cual permite proponer y articular los signos del reconocimiento; es ese valerse de (entre las reglas creadas), escamotear, buscar tácticas de acercamiento a la otra parte para encontrar el propio reconocimiento y el de los otros, gozando los beneficios simbólicos que crea el espacio compartido.

         El habitante del no-lugar es el errabundo y una de sus particularidades radica en que puede ser cualquiera. Aquí traeré a la luz uno de mis desacuerdos con respecto a  la tipificación realizada por Bauman entre “turistas” y “vagabundos”: un vagabundo, puede hablar en tercera persona, también puede despojar (aún en su condición de despojado), también puede poner al turista en el papel de residuo humano. Y es que, el habitante del no-lugar, vive en el plano de la simulación, de la instantaneidad, de la puesta en escena que dura sólo unos minutos. Si bien es cierto que, en la práctica, la mayoría de los errabundos son turistas, igual es cierto que al vagabundo también le gusta vivir el espectáculo del mundo y del no-lugar. Y, aunque las causas de verse implicado en la satisfacción de vivir en él son diferentes a las que impulsan al turista, en la medida de sus posibilidades y su contexto, el vagabundo es, en algunos casos, un fiel adepto a los no-lugares por convicción.
         El errabundo desea saber que nada lo une al otro. Al anular los lazos con otros, se ancla en la tarea imposible y engañosa, pero factible, de simular al otro con artificios imaginarios e instantáneos que le permiten escamotear su responsabilidad y su humanidad. Se permite di-vagar por la inconmesurabilidad de los no-lugares. Se abstrae y se abyecta de tal forma que se deja atrapar por las imágenes y por el instante: una serie de sensaciones, situaciones, personas que viven eso que nunca vivió, lugares desconocidos (ni siquiera terrenales), espacios por los que nunca ha transitado… y sin embargo, le atrapan como si una familiaridad peculiar lo aproximara a ellas.
         Esta familiaridad está anclada en un deseo (que traduce como necesidad) de verse o no reflejado en eso que las imágenes y el instante le ofrecen. Porque lo que sucede allí es mucho más interesante de lo que ocurre aquí. La ficción, ofrece al errabundo una perspectiva más atractiva que la realidad; el poder de lo ilusorio ejerce un magnetismo en él que la realidad nunca ha ejercido. Deja que el simulacro hable por él; el errabundo, se sume en un mutismo interminable donde lo único que logra oír es su intenso hastío.
         La paradoja del errabundo radica en que se ancla en la in-diferencia de tal forma que sigue temiendo la diferencia. Se asume como un residuo, como una suerte de cáncer o parásito; pero, a los ojos de los demás, finge que no le importa. Por ello decía que tanto turistas como vagabundos pueden ser errabundos: un vagabundo no necesariamente se asume como residuo o como desperdicio, es el turista u otro quien lo denomina como tal, quien lo minimiza y lo anula sin necesariamente él aceptarlo o resignarse a ello. Dentro de sus posibilidades y con sus artilugios, peleará por ser reconocido en su humanidad, por pobre o humilde que sea.  Pero el errabundo  puede ser un vagabundo in-diferente que encuentra una salida fácil y cómoda, al posicionarse, al igual que la mayoría de los turistas, en el síndrome de Frankenstein[3] y abolir toda posibilidad de relación responsable y comprometida con el Otro.

        “¿Por qué arriesgarme?” parece ser la pregunta eje de su lógica, de tal forma que su forma de vida es el arraigo tramposo que desarrolla a los no-lugares. Tramposo y artificioso dado que, en los no-lugares, no hay más habitantes que él en el justo momento en que lo habita. Al encerrarse en su mismisidad, el errabundo se estaciona en un punto donde la responsabilidad y la acción no existen porque no hay con quién relacionarse ni con quién responsabilizarse, y por lo tanto, según su lógica, no hay riesgo.

         Y es que, la in-diferencia se coloca como la vía más accesible al no-lugar. El errabundo se monta en ella, llegando un momento en el que pareciera ya no hay diferencia entre él y el no-lugar. Ahí radica el simulacro: el errabundo cree que  el mundo está ya dado de hoy y para siempre, que es incapaz de transformarlo y, por lo tanto, se estanca en el engaño, que, si bien es transitorio, le da certeza y seguridad de que aquello que percibe desde la perspectiva del no-lugar, es el mundo y su lugar en el mundo.

         “Ahora vivo en mis zapatos…es una vivienda segura y maravillosa”[4] dice alguna vez el personaje central de Diario de un ilegal, aquella novela donde un marroquí describe sus andares como vagabundo en España. En el texto de Nini, percibimos cierto errar en su andar. Este personaje, consciente de las precariedades propias de su naturaleza de despojado, decide  vivir en un no-lugar: sus zapatos. Esta elección no fue tomada en un contexto de libre albedrío (del todo) sino que fue producto de la incomodidad e incompletud que le dejaron los lugares por los que había transitado con anterioridad. Al darse cuenta de que ninguno de los lugares en los que había vivido le ofrecieron los elementos suficientes que cumplieran sus expectativas de vida (desde las más básicas, como lo son el sustento diario y el vestido), se ve obligado a vivir en sus zapatos. Sin embargo, vivir en el no-lugar no deja de ser una elección, aunque esté acotada por una necesidad más que por un deseo.

         Jamás dejamos de elegir. Si así fuera, sería aceptar que la diferencia no existe. La elección determina la diferencia; hasta al “elegir no elegir” como Mark Renton, el protagonista de Trainspotting, estamos marcando una diferencia entre algo y otra cosa. La elección es la partera de la dualidad, de pensar en otro más allá del yo, de pensar la diferencia no como elemento extraño, repulsivo e irreconciliable, sino como parte constitutiva de la vida. Si no hubiese elección o diferencia, todo sería proféticamente como en “Un mundo feliz” de Aldoux Huxley y aún aquí, mientras existiera vida humana, existiría la diferencia.


         La cuestión de los no-lugares y los errabundos, radica no en la diferencia, sino en la in-diferencia o en la no-elección. Sin embargo, como hemos planteado más arriba, la no-elección no es constitutiva de la humanidad ni de la vida más que como un simulacro o una virtualidad. Es dejar en espera, bajo el velo de un artilugio fantástico, figurado o imaginado una elección que, tarde o temprano, ha de ser tomada. En el caso del protagonista de Diario de un ilegal, utiliza la entrañable metáfora de vivir en sus zapatos como testimonio de su elección de vivir en un no-lugar, mientras encuentra un lugar en el mundo. Su decisión está marcada por la naturaleza transitoria de su elección: sabe que, aunque de momento vivirá en sus zapatos, no será para siempre. O al menos, eso espera y la espera más que inmovilidad o estancamiento, precede movilidad y búsqueda.

         Tenemos entonces que, al verse él mismo como mundo y como lugar en el mundo, el errabundo renuncia (momentáneamente) a los vínculos que lo unen a los otros. Esta renuncia forma parte del simulacro, ya que los vínculos nunca desaparecen por completo: sólo son sustituidos de momento por otra cosa. Y es que, en el no-lugar, hay algo en esa simulación del otro que hace desear volver de nuevo a la interacción cara a cara, a sostener la mirada de alguien, a pertenecer a algún lugar, a ser parte de alguna comunidad.

         Sin embargo, el deseo de volver de aquellos errabundos que terminan alienados y enajenados por el simulacro (que creo son la mayoría), está siempre detonado por el miedo y la incertidumbre, prefiriendo la aparente confortabilidad y seguridad de la simulación del otro en el no-lugar. Se quedan en el círculo vicioso del artificio, mismo que se convierte en una forma de vida. Pero por más que se resistan, tienen que volver al punto de partida: al lugar. Sean vagabundos o turistas, emprendiendo un viaje con el paquete amarrado a un palo y puesto al hombro o con 10 maletas repletas de porquería y media, hay que volver, inevitablemente, a algún lugar.

         Existe también la peculiaridad de que los lugares se transforman con la llegada y la partida de sus innumerables y diversos habitantes.  La experiencia de la modernidad a la que hace alusión Berman, está caracterizada por la creciente y exacerbada transformación de los lugares y, con ello, de las relaciones humanas, de su constitución y de los roles sociales. El lugar se transforma cada vez más, día a día, segundo a segundo, sin “perdonar” el tiempo que el vagabundo o el turista han estado fuera, porque así como unos llegan, otros se van; cuando por una u otra razón se regresa al lugar pero la ausencia fue larga, más trabajo cuesta integrarse de nuevo a la gente, a sus actividades, al lugar que se ocupaba  dentro del lugar.

         Entonces, la in-diferencia al lugar que se tenía al partir, se transforma en interés y en deseo de abandonar el no-lugar. Porque en el no-lugar, no cabe uno con todo el equipaje. Son muchas cosas, experiencias y conocimientos con lo que cargamos antes de emprender el viaje, sin contar las que se adquieren durante el trayecto. Hay que elegir con cuáles nos quedamos y cuáles, inevitablemente, hay que abandonar, tirar o simplemente condenar al desuso porque en el no-lugar, no hay con quién compartirlas.

         Ya sea un no-lugar digno de una postal o uno que no existe más que en  el mapa mental de algunos vagabundos, la decepción y desilusión que causa en el errabundo va más allá de la particularidad de la desgracia que lo llevó a él ya que, las desilusiones no cambian el hábito confesional ni disminuyen: la manera en que la gente define individualmente sus problemas individuales y la manera en que intenta resolverlos por medio de habilidades y recursos individuales siguen siendo el único “tema público” y el exclusivo objeto de “interés público”. Y mientras sea así, los espectadores y oyentes, entrenados para confiar tan sólo en su propio juicio y en el esfuerzo en la búsqueda de esclarecimiento y guía, seguirán buscando respuestas en las vías privadas de otros “como ellos”, con el mismo empeño con el que antes buscaban respuestas en las enseñanzas, las homilías y los sermones de los visionarios y los predicadores[5].

         Steiner revela un elemento por demás interesante al referirse a los desilusionados  y decepcionados como meros espectadores y oyentes, incapaces de encontrar un significado más allá del simulacro de las enseñanzas, homilías y sermones de los visionarios y predicadores; este discurso es un discurso unidimensional y ortodoxo que sólo llegará a  sostener, en el mejor de los casos, un lugar donde converjan las experiencias “antropoémica” y “antropofágica”;  mismo que puede ser el lugar en el que vivimos, pero el cual nos resistimos a llamar hogar. Aunque no sea éste el lugar donde queremos estar, nos sirve al menos de punto de partida.

         Cuando la dinámica de espectador o de oyente adquirida con la práctica de la simulación del otro en el no-lugar se convierte en la constante, ubica al vagabundo o al turista en el lugar del errabundo, ya que sin importarle si se mueve o no, si los sermones que escucha tienen coherencia o no, si las imágenes que ve le atañen o no,  el errabundo no podrá más que aceptarlas y lo hace (si es que aún le queda algo de conciencia) con cierto beneplácito. Y es que más que buscar un lugar, como el turista o el vagabundo, el errabundo le huye al lugar al darse cuenta de que se equivocó al elegir, y la imposibilidad de aceptarlo, hace que abandone la búsqueda.

         Antes de tomar la responsabilidad para con su equivocación, prefiere darle la vuelta y perder el tiempo a la luz de su ocio, frustración y decepción: en vez de buscar eso que no encuentra, la completud que todos buscamos (turistas o  vagabundos) alguna vez, prefiere ir de no-lugar en no-lugar evadiendo la desesperación en paliativos inútiles que, poco a poco, le hacen perder conciencia de que alguna vez, para bien o para mal, ocupaba un lugar en el mundo. Un lugar que trasciende sus zapatos o el horizonte panóptico acotado por las franjas del widescreen de la película que está viendo. Y es que, el errabundo vive en el ensimismamiento del olvido: como la de los peces, su memoria dura 2 segundos, lo efímero del instante nubla todo lo demás. Se le olvida que sus zapatos lo pueden llevar a algún lado y que la película te da un mayor panorama y es mucho mejor cuando la ves y comentas con otro.

         Lo más parecido a un hogar para el  errabundo es el no-lugar que elige ocupar y del que no decide salir jamás. Tiene la opción de salir, pero no lo hace; prefiere vivir como Frankenstein en el castillo laberíntico y opaco de su yo antes de comprometerse con la complejidad del mundo. Su elección ya ni siquiera es “elegir no elegir” sino que elige la errancia que, en la naturaleza de su repetición,  le permite olvidar qué marcó la diferencia al errar de lugar. Es el errabundo la profecía cumplida de la modernidad: como las ánimas en pena de “Pedro Páramo”, cede ante la certeza de su muerte aplazada siendo la tumba itinerante que, cual lastre definitivo,  simula una imposible vuelta a casa.


[1] Augé, Marc, “De los lugares a los no-lugares”, en Los no-lugares: espacios del anonimato, Barcelona, Gedisa, 2005, p. 83.
[2] Véase: Bauman, Zigmunt, Modernidad Líquida, México, FCE, 2000, pp. 106-114.

[3] El “síndrome de Frankestein” como lo denomina Baudrillard, consiste en la actitud egoísta e individualista de “Yo soy un yo”, anulando la otra posibilidad que constituye a cualquier individuo en su humanidad, en la alteridad de reconocer que, también, “Yo soy otro”. Véase: Baudrillard, Jean, “¿Cómo saltar sobre la propia sombra cuando se ha dejado de tenerla?” en La ilusión del fin: la huelga de los acontecimientos, Barcelona, Anagrama, 2003, pp. 153-165.

[4] Nini, Rachid, Diario de un ilegal, Madrid, Ediciones del oriente y del mediterráneo, 2002.

[5] Steiner, George, “Una temporada en el infierno” en En el Castillo de Barba azul, España, Gedisa, 2001, p. 78.




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