—El más golpeante de los relatos reunidos en Sultanes del ritmo es,
para mí, el primero: “Matador”. Ese motín con tal nivel de violencia, cortarle
la cabeza a uno y obligar a su amigo a jugar a la pelota con esa cabeza…Cuesta
otorgarle verosimilitud.
—Pero eso ocurrió. Me convocaron para una antología llamada In
fraganti, que era ficcionalizar motines carcelarios ocurridos en Argentina.
Justo había terminado Chamamé, donde tengo un motín, y cuando me dieron ese
tema, basado en el motín que llamaron “de Los 12 Apóstoles”, no quería porque
pensé que me iba a repetir. Pero no había caso, ya estaban todos repartidos. Me
puse entonces a leer diarios de la época y me di cuenta de que eso daba para
hacer una novela, pero el antologador me aconsejó que me concentrara en una de
las tantas cosas que pasaron allí, no en todo el motín. No se podía usar el
nombre real de Los 12 Apóstoles, que era la banda, yo los llamé Los 11 del Chelo.
Al que no se sumaba al motín lo mataban y de una forma extremadamente cruel,
como para que nadie más se negara a ser parte. Lo de la cabeza cortada es
escalofriante, pero hubo cosas más horribles que dejé afuera, como por ejemplo
que para que no les siguieran imputando crímenes, a los presos que mataron los
cocinaron y dentro de empanadas se los hicieron comer a los guardiacárceles que
tenían de rehenes, diciéndoles que ahora iban a ser mejores personas porque
tenían un preso adentro… Ese motín fue en Semana Santa, y a muchos les vino
como una enajenación de tipo mesiánico, bíblico. Cuando el juicio de Los 12
Apóstoles parecía El silencio de los inocentes, venían encadenados a más no
poder, y durante los careos y el juicio estaban en jaulas de cristal blindadas.
Y ellos con una frialdad terrible.
—El dato viene de la realidad, lo que inventaste fue el personaje que
lo cuenta.
—Quería que fuera distinto al motín narrado en Chamamé, entonces decidí
hacerlo a través de esa historia de amor, que además no te deja saber si alguna
vez sucedió algo o no entre el narrador y el chileno, o sólo fue una relación
platónica; pero a la vez ese narrador, en primera persona, es un testigo de lo
que pasó. El fin del relato es de una violencia extrema, en realidad ahí comenzaría
una serie de hechos horribles, de los que algunos se conocen y cuántos ni
siquiera se habrán contado.
—¿Pero has tenido en tu vida trato directo, conocimiento, de personas
así?
—En los barrios se convive mucho con gente que trabaja “por izquierda”,
y uno no se mete ni los juzga, lo mejor es saber lo menos posible porque a lo
mejor un día precisás un favor de vecino y el tipo está ahí y hay que
sostenerle la mirada. No hablo de gente como Los 12 Apóstoles, eso es algo
enajenado, fuera de lo común. Motines hay muchos, pero ese se inició como un
motín y se convirtió en el infierno
—Resulta muy atractivo el personaje de “Oxidado”, el veterano que con
años de cárcel se convierte en un gran lector.
—Ese personaje, en un 50 y 50, está inspirado en cosas de mi abuelo y
cosas de mi maestro, (Alberto) Laiseca. Ahí lo que me gustó fue explorar la
relación de ese abuelo y ese nieto que no se conocieron nunca; se encuentran
como dos adultos, pero con todo lo que le pasó a cada uno, llegado el momento,
la sangre tira…
¿Qué era una villa antes y qué es ahora?
Las villas han ido cambiando, no solo por el paso del tiempo, sino
también por el uso de las nuevas tecnologías. También por los gobiernos que van
pasando. En mi caso, lo que veo, es que la droga, el paco, destrozó todo. Los
mismos políticos, cuando no pueden conquistar el voto de los pibes chorros,
usan un verbo, que es fantasmear, que significa volverlos zombis. Está el
concepto de que son adictos, y que si no están para ellos en las elecciones,
pues que no sirvan para nadie, para nada. El tema de la adicción hace que uno
no se domine, que rompa los códigos. Antes el pibe que robaba no lo hacía en el
barrio, se iba a otro lado. Ahora roban
a la madre, asaltan al vecino, le afanan la ropa a los niños. Esas cosas hay
que cortarlas, pero es como un monstruo al que no debió despertarse nunca.
¿Hay una cultura de los pobres de la villa que reivindicar?
No es reivindicar, es contar. Y tampoco es estetizar la pobreza, ni
hacer pobres felices. Yo creo que hay gente que ahí adentro trata de ser feliz
a su manera. Hay gente que elige seguir viviendo ahí a pesar de todo, y hay que
respetarla.
¿Cómo se podrían erradicar las villas miseria?
Es complicado. La historia muestra que en Argentina ningún gobierno
reconoce lo que hizo el anterior. Más allá de la pobreza, que es un problema
principal en mi país, está el tema de la centralización de Capital Federal. De
ahí surge la pobreza, el olvido, el abandono. Hay lugares del interior que
están dejados a la mano de Dios, con una lógica casi primitiva. El campo es
aterrador en Argentina. Hay todavía un régimen de señores feudales. Allá el que
ostenta el poder es el dueño de las tierras. Con eso es muy difícil luchar. La
cantidad de villas de emergencia que se han formado en torno a los lugares
turísticos es impresionante. Yo no tengo estudios como para encontrar una
solución; espero que se hagan las cosas bien, tengo fe. Pero ya tengo una edad
que digo: sí creo, pero tampoco lo firmo. Yo no lo veré, quizá mis hijos. Qué
lindo que un día se pregunten: “¿Eso pasaba en mi país?” Y que les parezca
imposible.
Los anteriores son fragmentos de
dos entrevistas sostenidas por periodistas de Brecha y de El Observador con el
escritor argentino Leonardo Oyola, ganador del premio Dashiell Hammett en Gijón.
Vale detenerse en ellas porque, como el propio escritor lo afirma, procede del
Oeste de Buenos Aires, más precisamente de una villa miseria: “Lo que me
preocupa actualmente es lo mismo de siempre: de donde soy yo, de donde vengo, las cosas siguen igual. Y mis papás, mi hermano y mi sobrino todavía están allá. Decidieron quedarse”.
Matador
Yo solo era carne fresca cuando
entré.
Sabía muy bien que, aunque
quisiera, no podía ponerme a llorar. Y que tampoco tenía que mostrar el cagazo
de estar ahí. Que donde olieran mi miedo se me iban a venir encima de una. Que
esos soretes iban a hacer cola para hacerme la cola.
Adentro, no importa si sos puto o
no. No te preguntan qué es lo que te gusta. Cero mimo. Cuando llegás, sos solo
eso: un agujero nuevo. Un agujero que se tiene que conocer. Un agujero más para
probar.
La primera noche es la jodida. Se
apagan las luces y en la oscuridad los escuchás llamándote. Gastándote. Desde
cualquier lado.
El primer apodo que te ponen es
por tu apariencia física. A mí me gritaban “Narigueta”. Al pobre gordo con el
que me habían llevado en el celular estuvieron toda la puta noche hinchándole
las pelotas con “chanchito” de acá, “chanchito” de allá. Que “cómo me voy a
morfar esos jamones”. Que “chancha, ¡estás en el horno!”. Y que “cuando te
cocine, una manzana para ponerte en la jeta no tengo… pero sí flor de banana”.
El gordo no aguantó más y se puso a llorar. Los hijos de puta empezaron a
aplaudir.
Ya sabían cuál de nosotros iba a
pasar primero por el fierrito. Cuál era el fácil. Ahí cambió la mano. Las voces
anónimas empezaron a consolarlo. A prometerle todo lo que uno miente cuando
quiere llevarse a alguien a la cama.
“Chanchito, yo te voy a cuidar”.
“No llores más, gorda. Quedate
conmigo. Nadie te va a hacer nada”.
“Tranquilo bebé, tranquilo. Papá
ya te va a abrazar…”.
Uno se acordó de mí.
“¿Y, Narigueta? ¿Sos mudo o ya se
la estás mamando a alguien?”.
Y otro agregó:
“¡Flor de trola la narigona!”.
“¡Rápida esa ñata, eh!”.
El gordo lloraba más fuerte
todavía. Y yo estaba cagado entre las patas. Y tenía unas ganas de moquear
tremendas. Pero lo que me sobraba era bronca y orgullo.
Porque puto soy. Pero no me
regalo.
• • •
No habíamos cumplido una semana
de estar guardados, cuando se apareció el gordo con la cara llena de dedos.
Flor de paliza se había morfado. Y no era lo único que se había comido.
Era la hora del almuerzo. Se sabía
sentar solo. Hasta ese día. Waldemar le acarició la espalda y el gordo tembló,
dejando caer al piso los cubiertos de plástico.
–Tranquila, cariño –dijo
sentándose en la mesa delante de él. A los costados, se le ubicaron el Negro
Sergio y Chiquetete. Los tres tenían tatuados en la derecha los cinco puntos de
un dado–. Me gusta que peleen un poco. Eso está lindo al principio. Después me
aburro. No está bueno que pase siempre lo mismo. Te voy a decir algo, linda.
Sabelo: vos no servís para los guantes. Así que no te cuadres más. Es al pedo.
La podemos pasar mejor, ¿entendés? No te vuelvas a resistir. Y lavate bien la
cola para esta noche.
Waldemar se paró y empezó a mirar
las demás mesas. No abrió la boca. Pero bien que estaba gritando algo cuando se
fue. Su silencio decía: “este culo es mío y nadie me lo toca”. Y en la tumba
con eso no se jode.
–Unos kilitos menos a vos no te
vendrían nada mal, ¿eh? –comentó Chiquetete al gordo, mientras arrastraba la
bandeja hasta dejarla delante suyo. Con la mano agarró algo de puré y se lo
mandó al buche. Después hizo lo mismo con todas las albóndigas. Mientras, el
Negro Sergio no dejaba de olerle al gordo las orejas, cuando no lo verdugueaba
repitiendo una y otra vez “¡oink! oink!”.
Waldemar, Chiquetete y el Negro Sergio
eran miembros de los Once.
Los Once del Chelo.
Todos porongas. Los pesados del
pabellón cuatro. Con los que no te tenías que meter. Con solo mirarlos ya te
dabas cuenta lo que eran.
Pero igual me los terminó de
marcar el chileno Francisco Vadell. El Matador.
El Matador. Solo dejaba que lo
llamaran así cuando jugábamos a la pelota. Lo tomaba como un piropo. Le gustaba
que lo compararan con su compatriota, con Salas, aunque él se pareciera más a
Iván Zamorano.Tenía ese look de indio. La piel oscura. Unos ojos tan negros.
Fran –como le decíamos todos, porque nunca hubiera dejado que se dirigieran a
él llamándolo “Pancho”– era el capo de nuestra ala. La de los invertidos.
Ningún nene de pecho. Robo calificado reiterado y tenencia de arma de guerra en
el prontuario.
Les decía que Fran supo marcarme
quiénes eran los Once, además de saber cómo acercarse. Cómo llegarme. Yo no
tenía ningún conocido adentro. Mucho menos un amigo.
Decí que Waldemar se la había
agarrado con el gordo. Porque el otro que tenía todos los números para terminar
de gato era yo.
• • •
El tiempo en la tumba no pasa
más.
Todo es rutina cuando estás
guardado. Con muy pocas cosas podés distraerte. Y de eso te agarrás. Porque ahí
está el antídoto para el lento veneno que es cumplir una condena.
Me gustaba engancharme con algún
libro. Pero más disfrutaba de jugar a la pelota.
Todo un tema el fulbito en la
tumba. No cualquiera se puede prender en un picado. Te tienen que dejar entrar
“los que saben”. Y “los que saben” no necesariamente son los más habilidosos
con el balón. El que te sube o baja el pulgar es un grosso.
Y “…Todo llega. Era mi turno de
estar en el centro”.
Con esa frase terminaba el cuento
que estaba leyendo. No me la olvido más porque me hace acordar la primera vez
que hablé con Fran. Cerré el libro y ahí estaba él.
–Nos hace falta un jugador, ¿te
prendés? ¿O el deporte no es lo tuyo?
–Me defiendo en el arco –le
respondí.
También esa fue la primera vez
que le robé una sonrisa.
No sé si el chileno estaba
mirando la tapa del libro o mis manos cuando me retrucó con su “obvio”.
–Gustavo Caiozzi, ¿no?
–Tavo, sí.
–Bueno, Tavo: me imagino que no
debe ser lindo que te digan todo el tiempo “Narigueta”. Peor es tener esa
nariz.
Ahí él me hizo recordar lo que
era sonreír.
Jugamos entre nosotros. Tuve mis
momentos. Un par de tapadas y un penal que atajé hicieron que me pusieran una
ficha.
Nos juntábamos a la tarde para
patear un poco. Seguí manteniendo mi desempeño individual, y así me gané la
titularidad cuando pintaban los desafíos con los demás pabellones. Venía con el
arco invicto hasta que nos tocó jugar con los del cuarto.
Con los Once del Chelo.
–Gelóu, Fran –le dijo el Negro
Sergio cuando vino a arreglar el desafío–. ¿Todo piola? Mejor así. ¿Quedamos el
sábado, entonces?
–Ahí vamos a estar, Negro.
–Ajá. ¿Y el otro partido?
¿También lo van a jugar, chileno?
–Yo estoy haciendo conducta hace
rato. Me van a perdonar pero a esa cancha no pienso entrar.
–No la podés jugar de Feliciano
en esta, chileno.
–Estoy por cumplir, Negro. Decile
al Chelo que no
quiero hacer ruido.
–¿Y las chicas? ¿Qué van a hacer?
–Yo no los obligo a nada. Van a
hacer lo que quieran.
El Negro Sergio se fue. Fran
también encaró para su celda.
No te vayas, Matador.
En ese momento supe muy bien que
lo poco bueno que había conseguido se nos iba a terminar.
• • •
Adentro, hay cosas que se vuelven
familiares. Para bien o para mal.
En la lista de las buenas estaba,
por ejemplo, la forma de arquearse en el aire de Fran para matar una pelota en
el pecho. Primero llevando los hombros hacia atrás. Y cómo los cerraba después.
Su aterrizar clavando solo una rodilla.
En las malas, en las que tenía
que dejar pasar, estaba el pobre gordo. “El chanchito”. Cada vez más
estropeado. Se le notaba en la jeta que seguía resistiéndose al pedo. No tenía
que importarme el culo del gordo hasta que me importó. Eso fue cuando no salió
vivo de la enfermería. Había aguantado más de lo aconsejado.
Eran malas noticias para el
número dos en la lista.
Y como un boludo, no me puse en
guardia por estar pensando a cada momento en el Matador.
Para hacerme la paja me acuesto
boca abajo, perforando la almohada. Me gusta apretarme contra algo duro y
pensar que aunque no me dejen hacerlo yo sigo, sigo, sigo. Por mi colchón, por
mi cabeza, ya había pasado Fran. Y esa madrugada le tocaba otra vez.
En eso estaba, cuando sentí la
rodilla y el peso de Chiquetete en mi espalda. Puse los brazos a los costados
para intentar levantarme y sacármelo de encima. El guacho estuvo rápido. Me
agarró de las muñecas y me hizo la toma manubrio, la de Mr. Moto.
Así es como te la dan. Así es
como te quiebran la primera vez. En cuclillas, Waldemar me apretó la boca y los
cachetes con una mano.
–Tranquila, cariño. No te
resistas. La vamos a pasar bien.
Se arrodilló, y ya la estaba por
pelar, cuando se apareció el chileno. Ninguno lo escuchó llegar. Lo que sí se
escuchó fue la patada y la paliza que le dio a Chiquetete. Waldemar se subió la
bragueta y se estaba abrochando el pantalón cuando lo taclié. Lo arrinconé
contra una pared y él me dio un cabezazo. Después me refregó la frente por la
herida que me había hecho en el párpado. Aproveché y le mordí una oreja, a lo
Tyson. Le arranqué un pedazo. La marca de mis dientes nunca le cicatrizó. Me
iba a matar ahí nomás, si no era por Fran que le dio un puntinazo en las
pelotas.
–¡No se metan más en este
pabellón! –les escupió en la cara.
Cuando se fueron, después de
lamerse el pulgar, me pasó su saliva en el corte que tenía en la ceja.
–Tavo, ¿cómo estás?
Nos miramos. Yo le agarré esa
mano y la llevé contra mi pecho. En esos ojos tan negros no me pude encontrar.
Me hubiera gustado que otra hubiera sido nuestra historia.
Matador, Matador… si todo
estuviera mejor.
Y lo que teníamos era eso. Nada.
Pero mi colchón desde ese momento se quedó con el olor de Fran.
Por lo menos hasta que se prendió
fuego.
• • •
El sábado, cuando llegó la hora,
estábamos nosotros solos en la cancha.
El equipo del Matador. Solo los
jugadores y nuestra hinchada: los otros internos con los que rancheábamos en el
pabellón. Violetas, putos y reinas. Nos pareció raro. Al principio. Después nos
cayó la ficha. No solo que no estuvieran los rivales de turno sino también la
ausencia de los otros presos. El único que se apareció fue el Negro Sergio.
–Gelóu, Fran –le dijo al chileno,
cabeceando–. Quedate tranquilo que se juega. Pero ahora estamos en el medio de
algo, ¿entendés? Lo que me gustaría saber es si ustedes se prenden. No lo
tendría que preguntar porque, la verdad, todos estamos en la misma, ¿no?
Fran me miró antes de
contestarle. Con los ojos le rogué para que le dijera que nos íbamos a sumar.
–Negro: yo solo hablo por mí. En
esta foto no me peino. No pienso salir.
El Sergio arrugó la pera.
–Al Chelo no le va a gustar,
Matador.
–Ya hablaremos con el Chelo,
entonces.
–El Chelo habla poco... Bueno,
Fran. Banquen un toque, ¿sí?
Ese “toque” fueron dos horas.
¿Qué suenan? ¡Son balas!
Los Once obligaron a un grupo de
perejiles a intentar fugarse por la entrada principal. Se dieron masa con los
cobani. Y no se sacaron ventajas hasta que los del Chelo tomaron cartas en el
asunto. El Chango, El Gringo y el Deivi se la aguantaban. Siempre. También
Depepi era bueno para dar pongazos. Lo mismo el Melli, ese enano de mierda.
Pablito y el Buda agarraron a uno de los guardias como escudo y lo empezaron a
tajear con puntas y cuchillos. Les ordenaron a los otros que largaran los
fierros, si no el cobani iba a ser boleta. Como no le dieron bola, lo
apuñalaron en un pulmón. Dejaron que se acercara el médico del penal para
atenderlo. Cuando lo tuvieron en su terreno, al tordo lo hincaron en los brazos
y en las piernas.
–Se les está muriendo un compañero.
Ustedes son responsables de que viva o no. Y acá el único que lo puede atender
es el doctor. Si no bajan las armas, también lo vamos a estropear al tordo. ¡No
va a servir para un carajo!
Los pocos que se habían quedado
adelante tuvieron que obedecer. Se entregaron doce guardias y un jefe
penitenciario. Minutos más tarde llegó la jueza en lo Criminal y Correccional
para escuchar las demandas. Cuando se acercó a negociar, no se imaginó la que
le esperaba.
–¿Nombre y ocupación anterior?
–le pidió que se identificara a la Vaca Touceda.
–Soy el Doctor Tangalanga,
mamita, y vendo lencería erótica. ¡No sabés el conjuntito que tengo para vos!
Los Once del Chelo ya no
manejaban códigos. Estaban jugados. Por eso buscaron tomar un rehén importante.
Le pegaron el tiro de una tumbera en el estómago al secretario de la jueza, y a
ella se la chuparon. Se la trajeron para el patio del penal. Chillaba tanto que
le tuvieron que atar un pañuelo en la boca, mientras dos negros se ocupaban de
cada uno de los brazos de la mina. La Vaca, después de amordazarla, le manoseó
el culo y le dio un beso en el cuello. Ella, como pudo, intentó resistirse.
–¡Dale! ¡No seas arisca! Vení a
mirar el partido.
• • •
De pronto el día se me hace de
noche.
Murmullos, corridas.
Aquel golpe en la puerta, llegó
la fuerza policial…
Los demás internos prendieron
colchones, papeles, todo lo que se pudiera incendiar y lo tiraban desde los
pisos más altos del penal.
Al otro día iba a ser Domingo de
Ramos. Empezaba la Semana Santa. Pero parecía Pentecostés con las lenguas de
fuego escupidas por el cielo. Fueron cayendo al patio la mayoría de los
internos. Entre ellos, recién ascendidos a porongas, traían esposados a los
cobanis con sus propios grillos. El guardia que Pablito y el Buda habían agujereado
terminó desangrándose. Nuestro médico se había hecho torniquetes en las piernas
con las mangas de su camisa. Jugándola de novio cargoso, la Vaca Touceda le
daba un beso en la frente a la jueza antes de entrar a la cancha.
Sí, la Vaca fue el primero en
llegar. Y, como yo, atajaba. Después de él, por el pasillo vimos a los otros
diez.
Sus sombras agigantadas por los
incendios en las celdas. Después ellos mismos, en carne y hueso. Waldemar. El
Negro Sergio. Chiquetete. El Chango Orellana. El Gringo Grinóvero. El Deivi
Calodolce. Nicasio Depepi. Pablito Cesán. El Buda Machado. El Melli Rodríguez.
Cada uno ocupó su lugar en la cancha. Cuando llegó el Chelo, el resto de los
presos lo ovacionó.
¡Oleeé! ¡Olé! ¡Olé! ¡Olé!
¡Chelooo! ¡Cheloooooo!
¡Oleeé! ¡Olé! ¡Olé! ¡Olé!
¡Chelooo! ¡Cheloooooo!
Sin saludar a la hinchada, el
capo de los Once, de una, fue al encuentro del chileno.
Te están buscando, Matador.
–Fran, ¿es como me dijo el Negro?
–Ustedes hagan la suya, yo no me
meto.
–¿Y los de tu pabellón?
–Van a hacer lo que tengan que
hacer. Yo solo hablo por mí.
El Chelo retrocedió sin dejar de
mirarlo, haciéndole caiditas de ojos.
–Yo te respeto, loco. Vine a
chamuyar bien. De onda. Si te digo que es carnaval, vos apretá el pomo. Si no
bailás el carioca, sabé muy bien que te vas a quedar afuera de la fiesta…
Maraca… Maracaibo.
–No me la pasé haciendo conducta
al pedo, Chelo.
–Cuando entren los pata negra
haciéndose los Rambo, ¿te pensás que con solo verte la trucha van a saber que
vos te portás bien? ¡Reparten a troche y moche, chileno! Parejito. Decide
después la Vieja Cosechera a quién se lleva y a quién no. Pero para la gruesa
de llavero: estás vos, estoy yo, estamos todos.
Fran tenía el cassette puesto.
–Ustedes hagan la suya. Yo no me
meto.
–’Ta bien. ’Ta bien. Que empiece
el partido entonces –ordenó.
Sacaban ellos.
El Chango se la tocó al Gringo.
El rubio de un zapatazo colgó la pelota afuera del penal; donde ya se estaban
juntando viejitas, amores, hijas y amigas buscando noticias de lo que estaba
pasando adentro. Los hombres del Chelo no nos dieron tiempo de ponernos las
manos en la cintura. Ni siquiera de pensar: “¿y ahora?”.
–¡Gelóu, Fran! –le dijo el Negro
Sergio.
Y ahí, el Matador se arqueó en el
aire, llevando primero los hombros hacia atrás. Después los cerró hacia delante
y apoyó una rodilla en el suelo. No había pelota cerca de sus pies o en el arco
rival. Lo que tenía el chileno era un punzón clavado donde le nacía la columna
–gentileza de Chiquetete–, y la faca y la zurda de Waldemar revolviéndole los
intestinos. El resto de los Once no dejaba de mantenernos la marca personal.
Veían que nos quedáramos todos en el molde. Mientras, esos dos hijos de puta lo
acostaron a Fran. Ahí se acercó el Chelo. Traía una sierra chica. Le aplastó
con una mano la cara al Matador para mantenerla pegada al piso. Y empezó a serruchar.
Matador: te están matando.
Un hilo de sangre se le escapó de
la boca al chileno. Pero lo que salpicó, lo que baldeó de rojo, fue el corte en
el cuello.
Lo último que vieron los ojos de
Fran fue mi cara. Mi jeta estúpida haciendo un gesto estúpido. De asco. De
terror. Una mueca estúpida, ¡la concha de mi madre!
El Chelo levantó la cabeza de los
pelos. Girando sobre sus talones, hasta dar una vuelta completa, la exhibió
ante todos los presentes. La jueza, histérica, lloraba y gemía desesperada a
través de la mordaza.
–Antes de reanudar el juego: ¿hay
alguien más que no se prenda en el motín? –quiso saber el Chelo.
Nadie dijo nada.
Waldemar se puso de pie. No abrió
la boca. Pero bien que me estaba gritando algo con la mirada. Eso. Sus ojos y su
silencio me decían: “¡Tu culo es mío!”.
Ahora sé que en cualquier momento
me la van a dar.
El Chelo apoyó la cabeza de Fran
al costado del cuerpo decapitado.
–Ahí tienen balón nuevo.
El Deivi dio un pase corto. La
cabeza de Fran rodó un metro. Depepi a la carrera le pegó como venía y me la
clavó en un ángulo.
¡Goooool! Gritaron los jugadores
del Chelo.
¡Goooool! Gritaron las tribunas.
¡Goooool! Me gritó en la cara
Waldemar.
El único de ellos que no cantaba
el gol era el autor del tanto, el Nicasio Depepi. Saltando en una pata, se
estaba agarrando el pie derecho, llorando sus “¡ay! ¡ay! ¡ay! ¡ay!”.
–¡Golazo, Depepi! –lo felicitó
Rodríguez, pasándole un brazo sobre los hombros.
–Sí, sí… golazo. ¡Pero creo que
me fracturé la pata!¡Chileno y la puta que te parió!
El Melli le dio un chirlo en el
culo.
–¿Y qué querés? ¡Si le diste con
tres dedos! Ahora, aguantátela.
Todos los de mi equipo nos
quedamos duritos. No se podía creer lo que habían hecho. No se podía creer lo
que estaba pasando.
–Fue gol, cariño –me dijo, face
to face, Waldemar–.
–Saquen del medio –me ordenó,
pellizcándome un pezón.
Cerré los ojos. Di media vuelta.
Ahí estaba Fran.
Mirá, hermano, en qué terminaste.
Lo agarré con las dos manos,
tapándole las orejas. Tenía la nariz rota. La cara desfigurada. Sus ojos, tan
negros y ahora bizcos, invadidos por su sangre. La boca, los labios, todavía
intactos para rompérselos de un beso.
–¡Dale, puto! ¡Es para hoy! –me apuró
una voz que no pude identificar.
Y yo lo tiré a Fran a la mitad de
la cancha para que siguiera el partido.
Leonardo Oyola
“Estudié. No doy con el look pero de verdad a mí siempre me gustó
estudiar. Hago hincapié en eso porque considero que tuve una preparación que
excede lo autodidacta. Si me hago cargo de que siempre leí mucho y de que eso
es fundamental para ponerse a escribir. Pero la llama que uno puede tener por
sus experiencias personales o el lugar de donde vino, si eso no se canaliza
bien termina en nada. Mi paso por la escuela y la universidad y sobre todo por
el taller de mi maestro, Alberto Laiseca, me han dado una vida. Una buena vida”.
De: http://www.concierge-masque.com
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