lunes, 26 de agosto de 2013

Maneras de querer- Ana Abramowski



"¿Y por qué tengo que quererlos?" se preguntó Ana Abramowski cuando era estudiante del profesorado en Ciencias de la Educación a partir de que su tutora de residencias le observara la ausencia de "vínculos afectivos con los alumnos" durante sus clases. Pregunta por demás provocativa y de respuesta nada evidente (de esa cuya respuesta parecería obvia mientras la pregunta no se formule); pregunta por demás poco frecuente y menos abordada aún; pregunta incómoda para la investigación ya que aparentaría pertenecer al terreno de lo personal, subjetivo y, por lo tanto, no susceptible de ser investigado (aunque ya Durkheim hace tiempo atrás demostró la falacia de tal tipo de deducciones); pregunta que tiempo después de formulada y (como señala la autora en la Introducción: "Estudiar los afectos magisteriales" archivada y guardada) se convirtió, empujada por el contexto, en su tema de tesis de Maestría y cuyos resultados (o respuestas) presenta en el libro que reseñamos a continuación.

Maneras de querer consta de siete partes: una introducción, cinco capítulos y las conclusiones. 

En la Introducción titulada "Estudiar los afectos magisteriales", la autora recorre el camino que le llevó a la construcción de su objeto de estudio y delimita las hipótesis que la guiaron y el abordaje metodológico de su trabajo.

En el primer capítulo "Afectos, emociones y pasiones", Abramowski realiza un repaso histórico por el objeto "afectos" con la finalidad de fijar posición entendiendo las pasiones, los afectos y las emociones como construcciones culturales históricamente situadas. En tal recorrido, la autora analiza como en el intervalo que va desde "la Antigüedad, pasando por la tradición grecorromana, el cristianismo y la Modernidad, hasta llegar a nuestros días, las pasiones fueron adquiriendo diferentes signos".
La autora da cuenta de este tránsito en el que las pasiones pasaron de la imposibilidad de ser juzgadas en la Antigüedad por su procedencia divina, a tener un carácter negativo tanto el cristianismo por imputarles un carácter pecaminoso como en la modernidad a partir de la construcción del binomio razón/pasiones, para adquirir un carácter positivo en el siglo XVIII de la mano de la multiplicación de los estudios (de pensadores como Rousseau, Hume o Smith), ser reconducidas al ámbito privado en el transcurso de los siglos XVIII y XIX cuando "lo privado fue constituyéndose como refugio del yo" y la emergencia de la idea de una "vida interior" y una noción en particular, la de personalidad "el cultivo del yo y la introspección fueron generando un sentimiento yoico singular y una conciencia particular de 'ser uno mismo' lo que implicó reconocer que había variaciones de persona a persona" (p. 41). Finalmente, señala la autora, de la mano del psicoanálisis y el feminismo este mundo interior y privado es "invitado" a salir afuera y toma presencia también en el terreno de lo público.

El capítulo siguiente "Afectos pedagógicos apropiados e inapropiados" sitúa la tesis central del libro "los afectos docentes, en todas sus variantes, no son naturales, espontáneos, instintivos, universales, eternos ni inmutables. Tampoco son puros, ni algo de por sí bueno o saludable. Se trata de afectos históricos, cambiantes, construidos, aprendidos". A fin de dar cuenta de esta afirmación la autora analiza algunos estereotipos respecto de la afectividad docente a partir de entrevistas a 8 docentes de educación primaria que trabajan en la Ciudad de Buenos Aires. En primer lugar aborda aquel estereotipo según el cual 'existen prácticas afectivas apropiadas e inapropiadas", el que, según la autora, sería consecuencia de la preexistencia de "estilos emocionales pedagógicos", concepto que construye resignificando la noción de "estilo emocional" de Illouz (2007). Este estilo estaría marcado por la diferencia entre una afectividad específica del rol docente, diferenciada de los sentimientos personales, cierta distancia emocional y una ambivalencia afectiva que conecta con el segundo estereotipo según el cual los "maestros de antes" no eran amorosos y los de ahora sí. Al respecto, la autora sostiene, retomando el concepto de "poder pastoral" de Michel Foucault, que la labor docente, y no como una novedad, se mueve entre "la rigidez y la afectuosidad".
Una ambivalencia similar se manifiesta en el caso del tercer estereotipo según el cual para ser docente te tienen que gustar los chicos. Del trabajo testimonial, la autora concluye que:
[...] los docentes se encuentran enfrentados a una especie de paradoja. Por un lado, tienen que vérselas con el estereotipo emocional -todavía vigente- que incita a "querer a los alumnos". Pero, por otro lado, los maestros son sospechados por querer demasiado [...]. En el rincón de la sospecha se ubica el discurso de la des/profesionalización cuya ecuación asevera: a mayor afecto, menos profesionalización (p. 82).
Finalizando este capítulo, Abramowski aborda dos cuestiones más: la necesidad de vocación como sostén de la tarea docente y los caracteres de un buen maestro. Respecto de lo primero, de las voces de los entrevistados, la autora concluye que la vocación emerge como el sostén afectivo de una tarea -la docencia- que hoy se ha vuelto más altamente compleja y dificultosa. Sobre las concepciones de buen maestro, la autora sostiene que, según sus entrevistados y atravesados por el discurso del multiculturalismo y el de la psicología como factores contextuales:
Un buen maestro cumple roles múltiples; debe estar comprometido, contener, escuchar, tolerar, respetar a los alumnos, manejar bien el grupo, transmitir y socializar el conocimiento. Un buen maestro, para nuestros entrevistados, es también un maestro bueno (p. 89).

El capítulo tercero se titula:"El amor en tiempos de fragilidad: tensiones entre la escuela y la familia". En él, la autora elabora una hipótesis según la cual en tiempos de 'fluidez' y de ruptura de los marcos institucionales hasta entonces vigentes "parece haber quedado mucho más visible y expuesto todo lo ligado al aspecto afectivo-vincular", hipótesis que denomina de un amor escolar reactiva y compensatoriamente sólido, compensación que se sustenta en una ausencia de amor-cariño-afecto de parte de las familias de los niños. Además, en este capítulo, la autora trabaja la relación entre afectividad y autoridad para poner a prueba la idea difundida de que un aumento de lo afectivo, así como estaría socavando la profesionalización docente sería también el causante del resquebrajamiento de la autoridad docente, sobre lo que afirma que si bien la relación entre autoridad y legitimidad se encuentra dañada "la apelación al afecto se haría en pos de intentar anudar y reconciliar algo que, por varios motivos, hoy por hoy se encuentra desatado".

En el capítulo cuatro, denominado "Querer a los débiles" la autora revisa los modos de vinculación afectiva que se constituyen entre el docente y el alumno, a partir de las figuras actuales del niño débil, frágil sufriente. Por ello rastrea la manera en que se organizan las experiencias del dolor a partir de las narrativas terapéutica y la del melodrama, que en la escuela asumen características especiales.
A través de los testimonios reconstruye las lógicas que asumen las relaciones que se establecen entre el docente y alumno en situaciones de dolor y desprotección. Una de ellas es la que pone al niño en el lugar de carente, necesitado, constituyendo al otro como un sujeto de necesidad y no deseante. Esta imagen se constituye a partir de las políticas asistenciales, originadas en la Argentina en el siglo XIX, con fuerte impronta de la filantropía cristiana. Estos discursos se basan en una relación entre un débil y un no débil, generando un vínculo desigual y opuesto, donde el no débil necesita del sufrimiento del débil para contar con un destinatario de su compasión. La otra lógica se vincula con la figura del niño víctima, que ubica al otro en situación de inferioridad convirtiéndolo en un objeto de muestra y denuncia. Recordando el hecho de que los maestros deben enfrentarse necesariamente a la debilidad infantil, la autora plantea cómo diferenciar el buen cuidado del cuidado victimizado. Sostiene que un punto es considerar esa debilidad como un punto de partida cuyo sentido es el cambio. Otro es romper con la asociación que suele hacerse entre debilidad y desgracia, pensando el cuidado desde la simpatía.

En el siguiente capítulo, "Justicia e igualdad en el amor por los niños", recuperando el mandato afectivo que recae sobre los docentes y las políticas del reconocimiento, se pregunta acerca del amor que debe brindarse a todos los alumnos por igual. Este amor supone dejar de lado quién es cada uno, es un cariño impersonal. Revisando las características del vínculo pedagógico establece que este supone la distancia y el desconocimiento, que aporta a la construcción de un vínculo igualitario. Sin embargo se destaca, como un rasgo actual, la perdida de la saludable distancia existente que permitía establecer vínculos entre extraños, posibilitando la construcción de un nosotros. Es por ello que se detiene y profundiza la discutida relación entre afectivización y politización.

Para concluir organiza y reúne los hallazgos en figuras amorosas, no excluyentes ni sucesivas, conformadas a partir de determinados entrenamientos afectivo-emocionales que se despliegan en la relación pedagógica: la del "buen maestro", con competencia emocional y conocimientos de psicología, que muestra un fuerte impacto del discurso de la psicología; la del "maestro enamorado de su oficio antes que de sus alumnos", donde aparece la vocación distinguiendo a la docencia de cualquier otro trabajo; la de "las viejas maestras `querendonas´ de antaño", en la que se encontró ambivalencias entre amores y odios en diferentes momentos de la historia; la del "maestro afectivamente incorrecto", en la que los malos sentimientos deben ser regulados por los propios docentes a favor del derecho de todos los niños de recibir una afectuosa educación; la del "maestro que quiere a sus alumnos porque en la casa no lo quieren", donde se pone de manifiesto la inflación que actualmente tiene la variable afectiva; la del "maestro que quiere a los alumnos débiles y necesitados", por el cual el niño antes que constituirse en sujeto deseante lo hace en sujeto necesitado de afecto; y por último la figura del "maestro `justo´ que quiere a todos sus alumnos por igual, porque todos sus alumnos tienen derecho a ser queridos".
Terminando, y a partir de lo hallado y analizado, desarrolla una reflexión alrededor de la preocupación que vertebra el trabajo: una supuesta y actual inflación de los afectos en el ámbito de la educación.

©  2013  Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires 

Campus Universitario. Paraje Arroyo Seco s/n 


 








Apuntes sobre los afectos magisteriales.-
Entrevista a Ana Abramowski

¿Cómo entendés la afectividad de los docentes en el jardín de infantes?

Las maestras suelen afirmar, y esta referencia es ya un lugar común en los análisis de estas cuestiones, que eligen ser maestras “porque les gustan los chicos”, lo cual sitúa a la pregunta por la afectividad en el terreno de la vocación docente.

Creo que en el caso del jardín de infantes puede suceder esto que sostiene Didier Maleuvre, que la menor edad de los niños dirige el afecto hacia la propia persona del alumno antes que al aprendizaje, el conocimiento, etc. Pero agregaría que este tipo de afectividad que gira en torno de la persona del chico, está presente en las aulas con niños de todas las edades. Por otro lado, el argumento vocacional-afectivo de las maestras también es recurrente en el nivel primario. Habría que pensar la especificidad del Nivel Inicial en otros sentidos, más allá del mero corte etario.

¿Es decir que lo específico no pasa por la edad de los chicos?

Creo que esta cuestión debe tener que ver con tradiciones pedagógicas del nivel más que con la edad. Puede darse esto de que “cuanto más chiquitos, los quiero más, son más queribles”, pero creo que el corte etario no agota la cuestión.

¿Por qué creés que sucede esto, por qué la maestra se legitima desde esa vocación afectivizada?

Cabe preguntarse qué cosas da por sentado este enunciado vocacional que pretende sostener a la profesión docente en el cariño que suscita la infancia, en la paciencia y el afecto que se está dispuesto a entregar. Creo que esta afirmación que aparece con tanta fuerza merece ser interrogada en la medida en que está naturalizada. Porque, ¿qué significa que te gusten los chicos? ¿cómo está connotado ese afecto? ¿qué textura tiene? ¿qué consecuencias tiene? Y además, ¿qué pasa si no te gustan los chicos, o algunos chicos, o este chico en particular? ¿hay acaso una buena manera de querer? ¿y cómo se quiere desde el lugar de docente?

Las proclamas en pos de la profesionalización del rol docente guardan una implícita relación con la cuestión de lo afectivo en la representación del educador. Pareciera que bajo la resonancia de algunos enunciados, profesionalizar sería —entre otras cosas, claro— desafectivizar, pues el docente sería más profesional cuanto menos apele a ese bagaje de afectividad.

Y si hubiera, como sugiere esta creencia acerca de la profesionalización, una sobreabundancia de afecto ¿qué peligro representaría, a qué otras dimensiones de la tarea docente desplazaría?

Yo primero preguntaría a qué se llama sobreabundancia de afecto, y trataría de no pensar la afectividad como una sustancia, como algo que ocupa un lugar y que puede ser desplazado por otra cosa, o que puede suscitar la omisión de otras dimensiones. Esta forma de pensar el afecto deviene en afirmaciones como “a este chico le falta afecto”, o “lo tengo que querer porque no lo quieren lo suficiente en la casa”, etc. O incluso la dicotomía tácita que se suele establecer entre educar y querer: si la maestra se ocupa demasiado de las cuestiones vinculadas al cariño y al cuidado, estaría desatendiendo lo educativo.

¿Y qué sucede cuando hay superposiciones, por ejemplo con la mirada pedagógica de las actividades de crianza (alimentación, higiene y sueño)?

Es complicado pensar, en el ámbito escolar, en una actividad puramente afectiva y despojada de intencionalidad y sentido pedagógico, o a la inversa, de una forma de enseñar independiente de los afectos que habitan la relación en la que la enseñanza tiene lugar. El cruce extraño que se produce en ese caso, en las típicas formas de cuidado y provisión de cariño materno atravesadas de unas estructuras didácticas, tiene necesariamente que estar sacudido por estas paradojas. Esto tiene relación, aunque no es exactamente lo mismo, con la tensión entre asistir y educar, que en el jardín de infantes tiene especial interés.

Por otro lado, ante estas tareas escolares de crianza que mencionabas tan cercanas al asunto de los afectos, me parece que se puede formular una pregunta: ¿querer a los chicos es una tarea más dentro de las responsabilidades del docente en el aula? ¿Los docentes quieren —o no— espontáneamente a los alumnos, o deben quererlos porque esto forma parte de su rol? La posibilidad de interrogarnos sobre esto es un indicio de que la afectividad hacia los alumnos no es algo natural y espontáneo sino que está regulada, construida como una especie de mandato, algo que yo he llamado “el imperativo de quererlos”.

La pedagogía ha desconfiado históricamente de los afectos, y ha tratado de desplazarlos, dejarlos afuera o circunscribirlos, porque se trata de una dimensión menos codificable y que tiende a “embarrar la cancha”, a plantear dilemas de difícil respuesta, al menos si se echa mano de las herramientas habituales.

Se me ocurre que en ese terreno, además, la asimetría de la relación pedagógica trastabilla un poco, en tanto el adulto está puesto en juego, queda debilitado si es alguien que también siente…

Las resistencias al tratamiento del tema del afecto pueden tener alguna relación con esa cuestión. Yo elegí utilizar el término “afecto” o “afecto magisterial” y no la palabrea “amor”, por ejemplo, para tratar de contemplar tanto los afectos “positivos” como los “negativos”; tanto los amores como los odios, las crueldades, y un espectro más amplio de experiencias en este sentido.

Es cierto que el ámbito de los afectos puede ubicar al maestro en un lugar más vulnerable, más sensible, más expuesto, pero también, abrir el juego de los afectos puede colocar al docente en un terreno hasta de cierta peligrosidad: es aceptar que es alguien capaz de odiar, de asumir conductas sádicas, o de “querer demasiado”.

Mi intención es, en principio, desarmar la cuestión de los afectos pedagógicos para poder entenderla. No deberíamos pensar que los chicos van a la escuela para que los quieran (pero tampoco van para que no los quieran, como decía hace poco Graciela Frigerio en el encuentro del CEM sobre estas temáticas) . La escuela, además, es un ámbito público, y el afecto es algo que se suele considerar dentro del orden de la intimidad, de lo privado. El docente cumple un rol público que excede a su personalidad y a su intimidad. Su presencia allí está justificada dentro del orden de lo público, y esto otorga además una suerte de visibilidad y vigilancia al registro de los afectos. La afectividad del docente, como otras dimensiones de su tarea, está regulada. En alguna medida no está mal que así sea, porque sino estaríamos habilitados a cualquier cosa, al despotismo, a enseñarle sólo a aquél a quien logramos querer, al que nos gusta, y no a los otros, por ejemplo… Hay algo del orden de la justicia que no puede estar librado a la volatilidad de los afectos íntimos.

Si lo educativo y lo afectivo fueran en algún sentido excluyentes, como planteábamos antes, tal vez lo sean en orden a esta distinción entre el carácter público del enseñar y el carácter privado del querer…

Me parece que esa es una línea para explorar. Cuando hablamos de la afectividad de la figura del docente, ¿de qué tipo de afectividad estamos hablando? ¿cómo se expresa? ¿estamos hablando de sus sentimientos y emociones íntimas o podemos pensar en una afectividad ligada a lo público?

En el campo clínico de la psicología los profesionales se supervisan, se asumen como reales procesos afectivos entre paciente y terapeuta, cuestiones como la transferencia, etc. ¿En la educación no sería apropiado contar con un arsenal teórico capaz de describir estas cuestiones?

Hay psicoanalistas que trabajan en educación y se animan a pensar la noción de transferencia dentro del campo pedagógico. Freud en “La Psicología del Colegial” (1914) trata de pensar la transferencia docente-alumno, por ejemplo. Sin duda hay “algo” del orden del afecto entre el que enseña y el que aprende, pero mezclado con otras cosas que son propias de la relación pedagógica que merecen atención. La pregunta es si la noción de transferencia sirve para entender estas circulaciones afectivas. No soy psicoanalista, y entonces no puedo –ni me interesa- afirmar que lo que ocurre en el aula es aquello que en el psicoanálisis llaman “transferencia”. Yo no me arriesgaría a traspolar los conceptos psicoanalíticos al aula, en una suerte de “copy and paste” algo irreflexivo. La clase no es una situación clínica, las diferencias son importantes. No digo que el psicoanálisis no brinde herramientas y pistas para comprender cuestiones que suceden en el aula, pero mi interés es pensar a los afectos desde la especificidad del discurso pedagógico, desde, por ejemplo, los afectos pensables, sentibles y decibles en la escuela, en un momento histórico dado.

Bueno, pero ¿de dónde sacamos categorías sino del psicoanálisis, para nombrar esta dimensión? Uno diría que allí donde no existen palabras para nombrar un fenómeno, una idea, ésta se vuelve algo fantasmagórica, ¿no?

Tal vez se trata de poder reconocer esta dimensión y seguir adelante sin pretender prescribir prácticas alrededor de ella, o sin sentirse tentado a abarcarla en forma totalizante, a construir una teoría de los afectos.

Vos recién hablabas de las instancias de supervisión de los psicólogos y me preguntabas algo así como si los docentes no deberían “supervisar” sus vínculos afectivos. Yo no creo que los maestros deban esforzarse por construir ese lugar, me parece que los espacios a construir tienen que estar ligados a lo pedagógico, pues allí se juega la especificidad de la tarea docente. Pienso que lo otro sería caer en una especie de terapéutica de los afectos, que llevada al extremo sería un pobre aporte para el lugar del maestro. Sería psicologizar demasiado un ámbito que no es sólo psicológico.

Uno tiene que lidiar con los afectos en todos los ámbitos de la vida. Los médicos pueden destinar una parte de su energía a procesar los afectos que les despiertan sus pacientes, pero centralmente se dedican a perfeccionar sus técnicas curativas. Algo parecido ocurre con los maestros, que se enfrentan a una tarea específica y atravesada de afectividad.

O sea que los maestros, como todos, deberían pagarse una terapia individual si es que lo creen conveniente…

Desde mi punto de vista sería poco saludable sobrecargar de más psicología la relación pedagógica. El jardín de infantes es posiblemente un espacio de por sí más psicologizado y más atravesado por el discurso de la afectividad. Esta discusión que se ha planteado en otros diálogos de Antes de Ayer en cuanto a la planificación de los afectos, por ejemplo, conduce a una situación que puede resultar un poco ridícula: creer que es posible programar la experimentación de afectos por medio de la implementación de estructuras didácticas. Hay una idea de que A + B + C da por resultado un “vínculo afectivo”, como si hubiera una causalidad lineal y necesaria…

Sin embargo se puede sostener la idea de que existen cosas que uno puede hacer –o dejar de hacer– para promover vínculos no ya “perfectos”, pero al menos sanos…

Sí, eso sí. Lo que es preciso poner en cuestión es la formalización de una didáctica que prevé una linealidad entre una serie de pasos que conducen finalmente a la aparición (en el niño) de un cierto y específico tipo de afecto (dirigido al docente, a sus compañeros) y que terminaría resultando funcional al clima que el docente se propone “crear” en el aula. Hay categorías, como la de “aprendizaje significativo”, que tienden a caer en estos círculos. Sin duda pueden ensayarse cosas, puede tratarse de generar cierto tipo de acercamiento, pero no hay garantías de que conocer el nombre de los compañeros, realizar juegos de confianza corporal, hacerse regalos, etc., sean acciones que terminen dando lugar a específicos afectos, programados de antemano.

Los primeros esbozos de un currículum de jardín de infantes eran esencialmente listas de afectos…

La sensibilidad es educable, pero no sé si es susceptible de caber en estructuras didácticas. Sería como planificar enamorarse, como si se organizara una serie de acciones que finalmente nos conduzcan a estar enamorados de alguien. Hay un problema en esta manera de concebir a la didáctica que es su formulación apriorística, que espera producir determinados efectos a partir de determinadas causas. Insisto: no es que no pueda pensarse en una serie de causalidades, influencias, propensiones que hagan posible el encuentro entre unas acciones específicas realizadas y unos afectos efectivamente vividos, pero esta es una relación que sólo puede hallarse una vez que las cosas ya han sucedido y no antes. Esta causalidad solo puede reconstruirse retroactivamente.

¿Qué pasa en este esquema con categorías como el interés, la motivación, en las que sabemos que te has interesado como investigadora?

Las críticas que con Estanislao Antelo hacíamos a cierto modo de entender la didáctica, y el foco puesto en categorías como el interés, la motivación, etc., guardan relación con estas cuestiones. Hay algo de lo ingobernable, misterioso o enigmático que se escapa de la planificación didáctica y de lo que uno debe poder hacerse cargo, y eso vale tanto para los afectos en general como para los afectos vinculados al interés, la motivación. Es decir, no se puede planificar querer o que te quieran y, del mismo modo, la pedagogía del interés debe ser interrogada: ¿Qué es interesar? ¿qué es un contenido interesante? ¿qué evidencia tengo de que el otro está interesado? ¿cómo se lee la presencia de interés en el otro? ¿puedo enseñar sin interesar?

Más allá de relativizar y señalar imposibilidades, que parecen ser las primeras reacciones ante este tipo de cuestiones, frente al imperativo del hacer: ¿qué se hace? ¿cómo se gestiona ese sentirse compelido a interesar?

Que uno se proponga desarmar la “didáctica del interés” no implica tampoco construir una especie de “didáctica del desinterés”. Por más que el interés sea inaprensible y relativo, seguramente será deseable y saludable que quien enseña se pueda comprometer con el modo en que el otro aprende, con sus deseos, afectos y también con su interés. Pero también sería saludable que el docente pueda, de alguna manera, aceptar el desinterés del otro, saber que es algo que puede suceder, que no significa que el maestro esté haciendo las cosas mal, y que aún sin ese interés como punto de partida, quizás sobrevaluado e hiperbolizado, se puede hacer algo, se puede enseñar. Tener esto en cuenta puede, en algún sentido, tranquilizar.

En la didáctica del interés también hay algo de pretender detectar en el otro gestos o señales que indiquen la presencia efectiva e indudable del interés. Pero los tiempos de la enseñanza y el aprendizaje son complicados, y muchas veces van a destiempo; puede haber fuertes e intensos procesos que desde afuera no sean visibles, de los que no tengamos siquiera una vaga idea, y uno como docente puede estar esperando del otro una señal que nunca llega, y eso no significa necesariamente que el otro no aprende, que no se interesa o que no le importa.

Pero el interés de los alumnos, su ocurrencia o no, las evidencias acerca de si está o no está, marcan actualmente el terreno: de hecho “demuestra interés” es una categoría de evaluación habitual, ¿no es así?

Claro, en el jardín de infantes los informes de los chicos suelen incluir este tipo de enunciado. “Demuestra interés”, “acepta las propuestas”, “participa activamente”, son lugares a los que se recurre…

¿Y qué evidencias operativas fundamentan esas afirmaciones? Pongamos el caso de un aula de primaria ¿cómo sé si el niño demuestra interés, cómo lo mido? ¿por su “participación en clase”? Puedo fijarme si levanta la mano, si interviene, si me mira cuando hablo, si pregunta, pero ¿esos son signos visibles del interés?

Este tipo de “indicadores” en los informes de los jardines de infantes son una vía interesante para explorar. Porque, por un lado, la cuestión de los afectos no está lo suficientemente estudiada en el campo educativo, y además el ámbito de los afectos es un poco pantanoso, difícil de abordar. Pero, por otro lado, estamos viendo que muchas de las categorías didácticas que tan habitualmente utilizamos para definir variables áulicas están atravesadas de creencias y aspiraciones respecto de la afectividad de maestros y alumnos.

La idea de “aprendizaje significativo”, como decía antes, es un buen ejemplo de este atravesamiento; esta idea de que un aprendizaje exitoso estaría garantizado por el establecimiento de ciertas relaciones, ciertas continuidades.

¿Cómo se enfoca este tema en tu trabajo de investigación actual?

La investigación está en curso y aún no he cerrado el planteo de trabajo. Se centra en la configuración de la afectividad en el ámbito escolar, y en especial en la figura del docente. Me refiero entonces a los “afectos magisteriales”. Por una parte, intento cuestionar ciertos enunciados, e interrogar aseveraciones como la que dio lugar al comienzo de este diálogo (“soy maestra porque me gustan los chicos”).

Otra hipótesis para interrogar es la creciente afectivización de los vínculos en la escena pedagógica actual. Ideas acerca del afecto como sustancia, que puede sobreabundar o que aparece para cubrir falencias, o que viene a desplazar otras funciones de la escuela, también se van perfilando como avenidas de análisis. Esta creciente y supuestamente inédita afectivización parece recortarse, históricamente, sobre un “antes” construido desde el hoy en forma bastante imprecisa. Se trata de un “antes” donde los maestros no eran tan querendones, y donde los afectos no ocupaban un lugar central, como lo ocuparían ahora.

Si uno se fija, sin embargo, en los textos del Monitor de la Educación Común de fines del siglo XIX y otros documentos bastante antiguos se encuentra con que ya había mandatos de afectividad, que esto no es algo nuevo.

Hay un concepto que me sirvió bastante que es el de “placeres regulados”, de la australiana Erika McWilliams, quien desde una perspectiva foucaultiana desarrolla esta idea de los afectos bajo una regulación escolar. A querer de determinada manera y no de otra, a expresar los afectos o no, se aprende, y los maestros se entrenan en diferentes modalidades de querer a los alumnos. Antes yo mencionaba que querer a los alumnos se constituyó en una especie de imperativo de la pedagogía. Hoy, en enunciados vinculados a las ideas de profesionalizar la enseñanza, lo que también va apareciendo en nuestras escuelas es un imperativo no tanto de afectivizar sino de restituir a la enseñanza su carácter de transmisión.

¿No aporta legitimidad el afecto, entonces?

Puede haber una parte de la legitimidad del maestro que se apoye en elementos del orden de los afectos, es posible, habría que pensarlo. Hay un libro de Dubet y Martucelli que plantea, analizando la desinstitucionalización de las instituciones, cierto desplazamiento del rol frente a la personalidad del docente. Es decir que el investimento de ese lugar que otorga permisos para actuar y para imponer (la autoridad docente entendida desde una perspectiva tradicional, como algo trascendente), se retraería frente a rasgos que provienen de la propia personalidad del maestro, del sujeto que habita esos lugares ya no tan investidos como antes.

¿Se diría que el maestro, en el terreno de los afectos, está más solo? ¿Qué asume un lugar de menor respaldo, hablando en términos de legitimidad?

Creo que en el asunto de los “afectos magisteriales” es posible ver algo de la privatización de los vínculos, es decir, de la sobreimpresión de lo privado en el ámbito de lo público. Cuando hoy se habla de la afectividad del docente ésta se ubica en un plano cercano al orden de lo íntimo, de lo vincular, del cara a cara, como si se le estuviera diciendo al maestro que apele a sus emociones más interiores, profundas y “auténticas”, para relacionarse con ese niño. El mandato actual de “ser uno mismo”, de desinhibirse, de sacar afuera el yo verdadero, estaría operando también en la relación docente –alumno.

¿La maestra, para querer al niño necesita una suerte de “permiso” de los padres? ¿Hay una alianza afectiva entre educadores y familias?

No lo he pensado desde ese lugar, desde el permiso de la familia, sino que me ha interesado más examinar una cuestión recíproca: el caso en que se formula una necesidad de querer a los chicos para suplir una supuesta carencia del amor maternal. “Los tengo que querer yo, porque los padres no lo quieren bien, o no lo quieren bastante”, sería la formulación. Es esta ecuación la que me interesa porque da cuenta de una discursividad emergente. Además, me pregunto algo que tiene que ver con esto: ¿qué necesito saber del otro para quererlo? ¿en qué medida el conocimiento del otro está asociado a la posibilidad de quererlo? Y también ¿qué tengo que saber del otro para enseñarle? Los mandatos de las nuevas didácticas parecen pretender un conocimiento demasiado minucioso, demasiado fino acerca del niño, como si estos conocimientos fueran capaces de conceptualizar al infante al punto de abarcar toda su experiencia y poder predecirlo, a la vez que diseñar intervenciones extremadamente eficaces.

Así, entonces, si sabemos que los padres del niño están separados, se supone que ese saber tendrá consecuencias en el modo en que se le enseñe a ese alumno. El ejemplo típico es el de las entrevistas iniciales que indagan sobre cuestiones cuya implicancia o cuyo aporte para la relación pedagógica es muy dudoso: ¿qué hacemos con el dato acerca de si el embarazo que resultó en el nacimiento de este niño fue o no fue deseado, por ejemplo? ¿qué consecuencias pedagógicas tiene? ¿un docente tiene competencias para afirmar, a partir de una entrevista, que un niño fue o no deseado? Y si las tuviera, ¿qué enseñanzas debe recibir un niño “deseado” y cuáles uno “no deseado”?

Además, en estas indagaciones sobre los niños, en el relevamiento de esta clase de información, hay cierto posicionamiento respecto de la “debilidad” del otro —del niño— que creo que es problemático también. Sería la figura del niño con “carencias afectivas” que el docente tendría la misión de suplir.

No puedo evitar pensar en la especie de “misión asignada” a los maestros jardineros varones de proveer un modelo de rol masculino para aquellos niños con “imagen paterna debilitada o ausente”…

Es algo parecido, ¿qué son las “carencias afectivas”? ¿hay un “capital afectivo”? ¿cómo se traduce en hechos y cómo se conjuga esto en los aprendizajes? Decíamos que el sentido de que el niño esté allí, en la escuela, no es que lo quieran. Uno transita por distintos ámbitos de la vida y siempre existe una búsqueda de reconocimiento, de respuestas afectivas, y eso, obviamente, también sucede en la escuela. Pero la escuela tiene una especificidad ligada a la transmisión de la cultura que no puede ser obviada a la hora de pensar estas cuestiones.

Para finalizar quería remarcar que cuestionar la posibilidad de una didáctica de los afectos —de su formalización a través de secuencias, actividades, etc.— es, como decíamos, reconocer que el mundo de los afectos siempre se escapa un poco, que las emociones son un tanto inapresables. Pero adherir a este cuestionamiento no implica ubicar el asunto de los afectos en el plano de la absoluta espontaneidad, habilitando así a que cada maestro se vincule con sus alumnos exclusivamente a partir de sus afectos, de lo que siente íntima y “auténticamente”, como si uno le dijera “hacé lo que sientas” y punto. Eso sería, en “nombre del amor”, dejar libradas las enseñanzas a posibles arbitrariedades e injusticias.



(*) Esta entrevista fue realizada en Buenos Aires, en junio de 2006. Entrevistador: Daniel Brailovsky.

Ana Abramowski es Profesora y Licenciada en Ciencias de la Educación (Universidad Nacional de Rosario) y cursa estudios de posgrado en FLACSO, donde es además coordinadora de un posgrado virtual. Se desempeña asimismo en la revista El Monitor del Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación, y es miembro del Centro de Estudios en Pedagogía Crítica de Rosario. Coautora (junto a Estanislao Antelo) del libro El renegar de la escuela. Desinterés, apatía, aburrimiento, violencia e indisciplina (Rosario, Homo Sapiens, 2000), ha escrito artículos sobre la temática de los afectos magisteriales en revistas especializadas, entre ellos: “Quererlos: un imperativo. Esbozos para un estudio de los afectos magisteriales” (Cuadernos de Pedagogía de Rosario, año VI, nro. 11, nov. 2003).



1 Se refiere al seminario Educar: figuras y efectos del amor a cuyo contenido puede accederse mediante la publicación del mismo nombre (comp. por Graciela Frigerio y Gabriela Diker, Buenos Aires: Del Estante Ediciones, 2006).

2 Freud, S. “Sobre la psicología del colegial (1914)”, Obras Completas, Buenos Aires: Amorrortu, 1997. Allí afirma Freud que “el gran interés de la pedagogía por el psicoanálisis, descansa en una tesis que se ha vuelto evidente: sólo puede ser educador quien es capaz de comprenderse por empatía con el alma infantil (...)”.

3 Se refiere a los diálogos con Didier Maleuvre http://www.infanciaenred.org.ar/antesdeayer/once_entrega/maleuvre.asp),%20Haydeé%20Coriat" class="cpo_blancoLink">www.infanciaenred.org.ar/antesdeayer/once_entrega
http://www.infanciaenred.org.ar/antesdeayer/septima%20entrega/dialogos/h...)" class="cpo_blancoLink">www.infanciaenred.org.ar/antesdeayer/septima%20entrega
y con Ester Beker y Cristina Benedetti http://www.infanciaenred.org.ar/antesdeayer/sexta_entraga/dialogos/becke...)" class="cpo_blancoLink">www.infanciaenred.org.ar/antesdeayer/sexta_entraga

4 Alemandri, P. G.: Jardines de Infantes: plan, programas e instrucciones, Buenos Aires, Consejo Nacional de Educación, 1941. Se trata de un material basado en las sugerencias desarrolladas por Rita Latallada de Victoria, R. V. Peñaloza, Helena Irigoin y Salvador Lartigue, “a quienes se les encomendó que formularan un proyecto de programa de Jardín de Infantes. La comisión se expidió oportunamente y el consejo agradeció la colaboración prestada”. Allí se enumeran elementos de un Programa Sintético entre los que se destacan: “despertar amor a la familia, al jardín, a la patria; inculcar respeto a las autoridades, a los superiores, a los servidores y semejantes; cultivar la bondad, veracidad, obediencia, generosidad, gratitud, ayuda mutua.”

5 La referencia es al libro: Antelo, E., Abramowski, A.: El renegar de la escuela. Desinterés, apatía, aburrimiento, violencia e indisciplina, Rosario: Homo Sapiens, 2000.

6 El texto que se refiere es: McWilliam, E.: Pedagogical Pleasures, New York: Peter Lang Publishers, 1999. Allí se analiza el modo en que se entiende el gobierno “apropiado” del cuerpo de los estudiantes y se exploran las tecnologías de poder empleadas por las docentes para el mantenimiento del orden escolar. Siguiendo una hipótesis foucaultiana, la autora señala que se ha suplantado la idea de penalización o castigo corporal por la noción de autocontrol que los niños deben adquirir. Se refiere al placer en el castigo hacia los alumnos: no es un placer sádico, afirma, sino el placer resultante del “haber cumplido con un deber”. La autora debate en torno a dos líneas de sentido, planteadas como juego de opuestos: el temor a los individuos que carecen de vergüenza y el temor a un exceso barbárico. Esta idea de cuidar al otro a través de la humillación es un oximorón semejante a la idea de una madre virgen: “el avergonzar al otro es necesariamente el resultado de la falta de cuidado, de la incomprensión de las diferencias que hacen en términos de educabilidad la pobreza, el género, la raza, la clase (...) la diferencia de capital cultural” (p.80). Recurriendo a las palabras de Foucault en Vigilar y Castigar, entonces, analiza qué significa el espectáculo del castigo.

7 Dubet, F. y Martucelli, D.: ¿En qué sociedad vivimos?, Buenos Aires: Losada, 2000

8 En un diálogo con Mayra Bonadero titulado “La mirada infinita del docente” se discute ampliamente esta idea.


































domingo, 18 de agosto de 2013

Todo acto educativo es un acto político - Paulo Freire




La justicia uruguaya: un enfoque político

 

 
por Constanza Moreira
 
Artículo publicado en la revista Espacio Abierto, Nº16, año 2012
 

Este artículo tiene por objetivo analizar la independencia de la justicia uruguaya, a partir de un enfoque politológico y al mismo tiempo político. Para ello revisaremos la independencia del Poder Judicial uruguayo en las dimensiones más “clásicas” utilizadas en la literatura, discutiremos este tópico a la luz de la “historia reciente”, analizaremos algunos fenómenos de la “judicialización” de la política y revisaremos las bases y fundamentos de la confianza en la justicia uruguaya.

1. La independencia del poder judicial: enfoques politológicos

En América Latina, el Poder Judicial históricamente, se ha caracterizado por una alta dependencia del Poder Ejecutivo y por carecer de un pronunciado nivel de “activismo” en la interpretación de la ley. Esto se verifica tanto en la impugnación de la legalidad de las acciones ejecutivas, como en la revisión de la constitucionalidad de las leyes.
Sin embargo, el Poder Judicial se viene haciendo cada vez más activo, y esto se verifica en el aumento del número de fallos judiciales contrarios al Poder Ejecutivo. La llamada “judicialización” de la política, nos remite así a un campo confuso, donde la línea de demarcación de lo que es propiamente “político” y lo que es propiamente “jurídico” se vuelve difusa. Sin lugar a dudas no lo es en la teoría, pero se vuelve así en la práctica. Y esto es especialmente remarcable en sociedades que, como la uruguaya, han sido siempre “partidocéntricas” y con un estilo de partidocentrismo caracterizado por la búsqueda de consensos y compromisos que luego permea toda la estructura jurídica del Estado.
Esta estructura política y esta superestructura jurídica desembocaron en dos tipos de peculiaridades del sistema que han sido señalados por el Dr. Óscar Sarlo (2010). 

En primer lugar, al hecho de que “el sistema judicial está al servicio del aparato político” por consiguiente “los jueces se limitan a ser <<la boca de la ley>>, esto es, a explicitar el mandato del legislador en los casos concretos”. En segundo lugar, al hecho que el principal protector de las libertades sea el propio sistema político y no la justicia, o que la justicia sea subsidiaria respecto del primero (“el sistema se autocontrola, incluyendo a todos dentro de él”)
Sin embargo, diversos sucesos alteraron la ecuación de “equilibrio” que venía de la vieja tradición política uruguaya. La discusión sobre los derechos humanos mostró un actuar relativamente errático de todos los poderes del Estado. Frente a casos similares, la Suprema Corte de Justicia (SCJ) falló primero a favor de la constitucionalidad de la Ley Nº 15.848 de Caducidad de la Pretención Punitiva del Estado (a la salida de la dictadura, en 1988, por votación dividida), y luego a favor de su inconstitucionalidad (en tres oportunidades y por unanimidad en cada una de ellas: en 2009, para el “caso Nibia Sabalsagaray” y en 2010 y 2011 para los expedientes caratulados “Organizaciones de derechos humanos denuncian” y “García Hernández, Amaral y otros” respectivamente). El Poder Ejecutivo cambió de posición como resultado del cambio de gobierno: durante veinte años “interpretó” la Ley de Caducidad en sentido cabalmente restrictivo, al impedir el juzgamiento y castigo de los crímenes cometidos durante la dictadura cívico-militar, pero a partir de 2005 comenzó a excluir del amparo de dicha ley casos de violaciones a los derechos humanos, y hacia 2011, decretó la revocación de los actos administrativos de gobiernos anteriores por los cuales otros casos habían quedado comprendidos en la ley. El Parlamento también modificó su posición: votó en 1986 la Ley de Caducidad y luego, en 2010 y 2011 hizo dos intentos por anularla, venciendo en el segundo, en octubre de 2011. Finalmente, también el soberano fue consultado, recogiéndose su opinión en dos compulsas realizadas en 1989 y en 2009, donde los intentos por terminar con la ley fracasaron en ambas instancias.

En segundo lugar, desde 1985 hasta el presente, la Justicia ostenta un rol subordinado en relación a los otros dos poderes del Estado en materia presupuestal. Eleva su presupuesto al Poder Legislativo, pero en los hechos, es el Poder Ejecutivo el que “mandata” al Parlamento sobre los recursos que deben o no deben darse, y el veto interpuesto por el Poder Ejecutivo en 1986 al presupuesto votado por el Parlamento es un claro antecedente de ello. Las permanentes demandas de recursos para juzgados y fiscalías de violencia doméstica, o para capacitación en derechos humanos, habida cuenta de la “inflación” de demandas sobre estos temas que realiza el Poder Judicial  al Parlamento en el mensaje del presupuesto quinquenal o de la rendición de cuentas, muestran la dificultad que el Poder Judicial tiene respecto del Poder Ejecutivo en esta cuestión.


En tercer lugar, existen diversos fenómenos de “judicialización” de la política y de las políticas públicas. Cabe mencionar a este respecto al menos tres.

En primer término, la política con relación a los menores infractores. A tono con la “tradición” del consenso antes señalada, por acuerdo entre los cuatro partidos políticos con representación parlamentaria, se introdujeron modificaciones a la ley penal y al Código de la Niñez y la Adolescencia (2006), muchos de los cuales no contaban con la anuencia de altos representantes del Poder Judicial. La mantención de los antecedentes judiciales y administrativos de los menores de 18 años de edad que hubieren estado en conflicto con la ley penal bajo ciertas circunstancias, fue aprobada en 2011 por presión del sistema político, aunque en su momento, el Presidente de la SCJ se manifestó contrariamente. Asimismo, una iniciativa de recolección de firmas para reformar la Constitución de la República y “bajar la edad de imputabilidad” amenaza con introducir una consulta popular sobre un tema en el cual la SCJ no ha adoptado posición institucional, estando los jueces a menudo divididos.

En segundo lugar, la “judicialización” de baja intensidad de diversos temas que hacen a las políticas públicas: el hacinamiento carcelario, los asesinatos por “eutanasia” en los centros de terapia intensiva (CTIs) y cuidados intermedios de hospitales públicos y mutualistas, o la compleja realidad de niños y niñas en situación de calle, amenaza con llevar a los tribunales lo que debería ser resuelto a través de las políticas.

Baste mencionar tres ejemplos:

a. En julio de 2010 murieron quemados doce presos en un incendio en la Cárcel Departamental de Rocha. El hecho, que denota el problema de hacinamiento y de la violación a los derechos humanos -ya denunciado en 2009 en un informe del Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la Tortura tras una misión en Uruguay-, tuvo una respuesta “judicializada”: se envió a la justicia la investigación sobre el siniestro.

b. En 2007, la Justicia falló favorablemente ante un recurso de amparo presentado por el Fiscal Enrique Viana para que, en un plazo perentorio,  el Instituto del Niño y el Adolescente del Uruguay – INAU, se encargara de retirar a todos los niños en situación de calle, en el entendido que esta era una responsabilidad del Estado. Por su parte, el Estado amenaza accionar sobre los padres que no se “responsabilizan” de los niños. Y en el cruce de acusaciones recíprocas, parece claro que el problema se “despolitiza”.

c. Finalmente, cabe mencionar la situación de la Jueza Penal Mariana Mota, quien tras destacarse por su accionar en el campo de los derechos humanos, ha sido colocada en el banquillo de los acusados por parte de la prensa, de dirigentes políticos de variado origen y de autoridades públicas, tanto por su eventual participación en la Marcha del Silencio de mayo de 2011, como por sus declaraciones en cuanto al “rezago” que tiene el Estado uruguayo en materia de derechos humanos. La apertura de dos sendos expedientes en la SCJ por tales hechos, ante las presiones políticas indican que, en este caso la judicialización de la política va de la mano con la vulneración a la independencia de los jueces.

 2. Midiendo independencia y autonomía: justicia y políticas públicas

En La política de las políticas públicas. Progreso económico y social en América Latina, Informe 2006, elaborado por el Banco Interamericano de Desarrollo, se señalan cuatro funciones del Poder Judicial con diverso activismo en cada una de ellas. Una primera función, quizá la más destacada, es la de “árbitro imparcial”; esto puede aplicarse, o bien, respecto a las personas (la fase más conocida y “clásica” de la justicia), o bien, a las propias leyes y poderes del Estado. Así, la justicia puede funcionar de “árbitro” en relación a temas impositivos (como lo hizo respecto al Impuesto a la Renta de las Personas Físicas – IRPF y las pasividades); a decretos del Estado que deberían ser leyes o; velando, en general, para que el Poder Ejecutivo no se exceda de sus facultades. Una segunda función, es la del poder de veto, en general, cuando determinadas normativas se declaran “inconstitucionales”. Esta función es más amplia cuando refiere a la ley en general que cuando refiere a casos específicos (como sucede en Uruguay), mas en cualquier caso, cuando las sentencias de la SCJ son continuadas y sistemáticas, pueden derivar en que una ley se modifique o se “reinterprete”. La tercera función es la de representante de la sociedad. A menudo esta función se olvida bajo el entendido que es el Parlamento el representante de la sociedad, sin embargo, el Poder Judicial puede jugar un rol proactivo tanto en el conocimiento de los derechos, especialmente de los sectores menos educados y con menor poder relativo en la sociedad, como en el de su vigilancia efectiva.
El reporte da cuenta de la situación de trece países de América Latina, y señala, respecto de Uruguay que “La SCJ tiene capacidad limitada para fallar sobre la constitucionalidad de las leyes, pero puede desempeñar una función de jugador con poder de veto cuando el Congreso ha aprobado una ley y un ciudadano se ha visto afectado por ella” (BID 2006: 90). 
En el informe se detallan asimismo, cuatro dimensiones a las que recurre la literatura para medir de la independencia del Poder Judicial: i) la independencia sustantiva, o la facultad de tomar decisiones judiciales y ejercer sus funciones oficiales con sujeción a ninguna otra autoridad salvo la ley; ii) la independencia personal, o estabilidad en el cargo y libertad de intimidación o amenazas; iii) la independencia colectiva o participación judicial en la administración central de los tribunales y; iv) la independencia interna, o independencia de los superiores y colegas del sistema judicial.
En función de estos criterios, el informe del BID señala una serie de factores que afectan la independencia del Poder Judicial: el grado de autonomía presupuestaria; el nivel de transparencia y el uso de criterios meritocráticos en el proceso de nominación de candidaturas y designación de jueces; la estabilidad en el cargo y el alcance de las facultades de revisión judicial. A su vez, la efectiva independencia judicial depende también del comportamiento de otros actores, como los partidos políticos.

La medición sobre la independencia del Poder Judicial se hace en base a dos escalas: una primera en la que quienes evalúan son los ejecutivos de empresas, realizada por el Foro Económico Mundial, y una segunda, el índice de Feld y Volig, que se basa en: la duración efectiva del nombramiento de los magistrados, desviaciones de la duración del nombramiento de jure, remoción de los jueces antes de cumplir su mandato, aumento del número de jueces de la Corte y cambios en el presupuesto de la Corte Suprema y en el ingreso real de los magistrados.
En el primer índice, el del Foro Económico Mundial, Uruguay rankea después que Chile, como el país con mayor independencia del Poder Judicial de las Américas: esto es, a criterio de jueces “empresarios”. En el índice que mide desempeño “objetivo”, el Uruguay aparece en el medio de la escala, detrás de países como Colombia, Costa Rica, Honduras o México. ¿Qué determina estas diferencias?
Contrastemos otros sistemas de medición. Miremos el Índice de Percepción de la Corrupción elaborado por la organización no gubernamental Transparencia internacional (TI), también a partir de la valoración de un sistema de jueces, empresarios y analistas en este caso. Hacia 2011, en materia de corrupción, Haití y Venezuela son los países latinoamericanos que recibieron las peores notas, al tiempo que las mejores de la región correspondieron a Chile y Uruguay.
Para este organismo, existe una tendencia absolutamente negativa en cuanto a la confianza en el Poder Judicial en América Latina. Datos de TI de 2007 indicaban que un 73% de las personas encuestadas en diez países de América Latina manifestaban que el Poder Judicial era corrupto. “La incapacidad de los sistemas judiciales para sancionar a quienes cometen delitos en algunos países fomenta la percepción de impunidad de los sectores poderosos, la sensación de inseguridad entre los ciudadanos comunes y un menor interés por parte de los inversionistas extranjeros”, señalaba el reporte de TI de ese año.

Según el Informe 2004 del Proyecto sobre el Desarrollo de la Democracia en América Latina – Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PRODDAL – PNDU), el Uruguay no rankeaba tan bien en cuestiones relativas a la justicia. Nuevamente, aquí se enfocaba a datos “objetivos” que contrarrestan, muchas veces, con la información que se releva con un sistema de jueces recogido de grandes empresarios y “analistas”. Este informe revela un “lado oscuro” en la justicia como política pública que refiere a la propia administración de la justicia: aquí el Uruguay lejos de mostrar buenos resultados, exhibe una situación más bien preocupante. El porcentaje de presos sin sentencia en el país es muy alto: 65,2% de las personas privadas de libertad estaban sin condena o sin proceso hacia mediados de 2011 según cifras de la organización británica Centro Internacional de Estudios Penitenciarios (ICPS por sus siglas en inglés). De acuerdo a los datos de dicho centro, en Estados Unidos, este porcentaje es tres veces menor (21,5% en 20120), al tiempo que Uruguay rankea cuarto en América del Sur, detrás de Bolivia (83,6% en 2011), Paraguay (71,2% en 2009) y Venezuela (66,2% en 2010).

También el hacinamiento (personas privadas de libertad sobre plazas disponibles) coloca al sistema carcelario del país en un lugar delicado. Según datos del Informe de actuación y evaluación del Sistema Penitenciario Nacional (avance) del Comisionado Parlamentario, hacia el primer semestre de 2009, la densidad general del sistema se ubicaba en el orden del 138% (cuando 120% es el límite considerado crítico). Asimismo, cifras del ICPS en base a estimaciones del Centro Latinoamericano De Desarrollo - CELADE, ubican la tasa de prisionización de Uruguay (población carcelaria sobre población total del país) en 268 reclusos por cada 100.000 habitantes para el año 2011. Este guarismo supera ampliamente el promiedo de América del Sur (162) y el mundial (164).

A pesar de ello, la confianza en el Poder Judicial es muy alta en Uruguay, si comparado con otros países de la región y del mundo. El estudio Perspectivas desde el Barómetro de las Américas 2011; N° 54. ¿Qué determina la confianza en la Corte Suprema en América Latina y el Caribe? elaborado por Arturo Maldonado, posiciona al país en el primer lugar del ranking de confianza en la Suprema Corte de Justicia. A su vez, este estudio indica que a la hora de evaluar al Poder Judicial, “la confianza en la Corte está fuertemente relacionada con el desempeño del Presidente [de la República]” y que tan estrecho vínculo “sugiere que las personas no perciben los poderes judicial y ejecutivo como completamente independientes” 



3. La ¿“clásica”? independencia del Poder Judicial uruguayo sometida a escrutinio

Podemos ver en numerosos artículos y conferencias dadas por representantes del Poder Judicial que se habla de la independencia del Poder Judicial como “una tradición nacional”. Dos datos sin embargo, corroborarán que esta “tradición nacional”, o bien, no es tal, o bien, está cuestionada por distintos conjuntos de hechos que, a su vez, tienen una concatenación forzada. Los primeros, remiten al pasado; los segundos, remiten al futuro, y a la necesaria adecuación del Poder Judicial a los cambios requeridos, tanto por las transformaciones en la sociedad uruguaya (violencia doméstica, derechos de las mujeres, nuevo código de los derechos del niño) como por los cambios producidos a nivel del derecho internacional (tales como la priorización del llamado “bloque de derechos humanos”).
En el pasado, baste recordar que el proceso de institucionalización de la justicia en Uruguay fue tardío, como lo fue la propia consolidación del Estado-nación, y por ello, recién asistimos a la creación de la Alta Corte de Justicia en 1907 después de, como señala Sarlo (2010), “77 años de omisión al respecto”.
Lo segundo que desafía a la “clásica” independencia del Poder Judicial uruguayo es el hecho de que la misma se “suspendió” durante más de una década luego de la dictadura cívico-militar. A partir de la creación del Ministerio de Justicia (Acta N°1 de 1976, y más aún, con el acta Institucional N° 8) se degradó al Poder Judicial a una mera “función” subordinada del Poder Ejecutivo, perdiendo aquel toda su autonomía. De hecho, al asumir en sus cargos, los magistrados juraban respeto a las actas institucionales de la dictadura y no sólo a la Constitución de la República. La creación del Consejo Superior de la Judicatura, en 1981, mantuvo al Poder Judicial bajo “tutela” del Poder Ejecutivo.
Esta falta de autonomía se mantuvo durante el primer período democrático: no sólo el Poder Ejecutivo vetó el presupuesto del Poder Judicial en 1986, sino que además, el gobierno inaugural de Julio María Sanguinetti (1985-1990) desarrolló una estrategia que perpetuaba en sus cargos a los ministros de la SCJ de la dictadura que no hubieran renunciado. Contra la oposición del Partido Nacional y del Frente Amplio, que querían designar nuevos titulares a esos órganos, se mantuvo una cierta “continuidad” y se conservó a uno de sus integrantes, el mismo que en 1988, sería uno de ministros en votar favorablemente a la constitucionalidad de la Ley de Caducidad.

En cuarto lugar, y como corolario a este largo proceso de “usurpación” de la independencia de la justicia, cabe citar los largos años en los que la vigencia de la Ley de Caducidad dejó a la justicia rehén de la “interpretación política” que las administraciones de turno realizaban sobre si los casos estaban o no comprendidos en la misma, con todos las diferencias político-ideológicas que quedaron manifestadas entre estos gobiernos, especialmente luego que el Frente Amplio asumiera la Presidencia de la República.

Puestas las cosas en este marco, la tradición de “independencia” del Poder Judicial no es un atributo “clásico” de nuestro sistema de gobierno republicano, ya que entre 1968 y hasta la eliminación de la Ley de Caducidad en 2012, su independencia se vio vulnerada de diversas maneras. La inclusión a la referencia “desde 1968”, alude al atropello a los derechos civiles y políticos que el país sufrió al menos desde la implantación de las Medidas Prontas de Seguridad en 1967. La muestra de la vulneración de estos derechos es la aprobación de la ley N° 18.596 de 2009, en la que se reconoce “el quebrantamiento del Estado de Derecho que impidiera el ejercicio de derechos fundamentales a las personas, en violación a los Derechos Humanos o a las normas del Derecho Internacional Humanitario, en el período comprendido desde el 27 de junio de 1973 hasta el 28 de febrero de 1985”, así como “la responsabilidad del Estado uruguayo en la realización de prácticas sistemáticas de tortura, desaparición forzada y prisión sin intervención del Poder Judicial, homicidios, aniquilación de personas en su integridad psicofísica, exilio político o destierro de la vida social, en el período comprendido desde el 13 de junio de 1968 hasta el 26 de junio de 1973…” .
Durante los últimos 44 años, entonces, el Poder Judicial ha estado sometido a toda clase de presiones y su independencia e imparcialidad ha sido vulnerada de diversas maneras. ¿De qué hablamos cuando hablamos de independencia entonces?

Como apuntamos antes, la literatura especializada señala cuatro dimensiones de la independencia del Poder Judicial: la presupuestaria, la transparencia en el sistema de ascensos, la estabilidad en el cargo sin intimidación ni amenazas “externas”, y la no intervención partidos o gobierno en los tribunales.
En materia presupuestal, datos de 2002 indican que mientras en América Latina se destinaba en promedio 2,5% del presupuesto público al Poder Judicial, en Argentina este porcentaje era del 3,2%, en Costa Rica del 5,2% y en El Salvador del 4,5% (PRODDAL – PNDU 2004). En nuestro país, el Reporte 2011 de la Asociación de Magistrados del Uruguay (AMU) Estado de Independencia Judicial de Uruguay, sostiene que “la autonomía financiera del Poder Judicial uruguayo no está suficientemente asegurada como lo reclama su calidad de Poder del Estado, de por lo menos igual jerarquía con el mandato, entre otros, de juzgar la constitucionalidad de las leyes. Ni la Constitución ni la Ley aseguran un porcentaje mínimo del presupuesto nacional para el Poder Judicial, que en los hechos cuenta con los fondos que esté dispuesto a concederle el Poder político quinquenal o anualmente. Tampoco se reconoce derecho a la inalterabilidad, intangibilidad o irreductibilidad de las retribuciones de los jueces (las más bajas del continente)”. Ello explica, en parte, cómo el Uruguay, a pesar de tener un presupuesto judicial notoriamente más bajo que el promedio latinoamericano, supera con creces el promedio de la región en número de jueces, erigiéndose como el país con mayor número de jueces cada cien mil habitantes (15,5%), superado únicamente por Costa Rica (16%) y seguido por Argentina (11%).
Respecto al sistema de nombramientos, el mismo informe de la AMU señala que “en materia de integración, organización y administración de recursos financieros” el Poder Judicial es estructuralmente independiente del Ejecutivo, aunque el Senado interviene preceptivamente en la designación de los Ministros de los Tribunales de Apelaciones (otorgando o negando su venia) y la Asamblea General designa a los integrantes de la Suprema Corte, en cuyo defecto (vencimiento del plazo de noventa días de producida la vacante) asciende el Ministro de Tribunal de Apelaciones con mayor antigüedad. De más está decir que dado el sistema “consensual” propio del sistema político uruguayo, las posibilidades de nombramientos de miembros de la SCJ, de los Fiscales de Corte, etcétera, dependen de un “consenso” político, lo cual limita mucho las posibilidades de que los jueces más “activos” (y por consiguiente, más “díscolos” respecto del Poder Ejecutivo) sean designados. Un caso muy resaltado de esto fue la imposibilidad de nombrar a la Fiscal Mirtha Guianze como Fiscal de Corte en 2006.

En cuanto a la estabilidad, el mismo reporte señala la diferencia que existe entre los Jueces Letrados de Primera Instancia y los Jueces de Paz en cuanto a la inamovilidad externa. Aunque “está prohibida la avocación y los juicios por comisión, no existe ninguna norma que consagre la inamovilidad interna: los jueces uruguayos pueden ser trasladados sin su consentimiento, bastando razones de mejor servicio y mayoría de votos de los integrantes de la SCJ, incluso a cargos de menor grado y menor remuneración, oyendo al Fiscal de Corte”. La intimidación sufrida en numerosas ocasiones por la Jueza Mota a la que hiciéramos referencia anteriormente, es un ejemplo de las “amenazas” que limitan, en este caso, la autonomía de una magistrada para actuar con imparcialidad en los asuntos que le competen, dado que su propia permanencia en las causas que tiene a su cargo se ve en riesgo.

4. Concluyendo…

El sociólogo Henry Trujillo (2008) ha sostenido que el Poder Judicial ha sido sometido, luego de la dictadura, a tensiones propias de una sociedad en transformación y a unas exigencias que lo colocan en un lugar más “político” del que se lo viera con anterioridad al período autoritario. En una presentación realizada en el II Congreso Uruguayo de Ciencia Política, Trujillo ha señalado que el Poder Judicial es en la actualidad objeto de al menos tres nuevas demandas: i) asegurar el respeto de los derechos frente a los desbordes de los gobiernos; ii) asegurar la legitimidad del control político de las protestas públicas y los conflictos sociales y iii) regular el comportamiento del personal político.
Una de las tendencias que parece afirmarse en Uruguay, es la de una creciente “judicialización” de la política, aunque sabemos, como en el caso de las demandas por inconstitucionalidad de leyes que las mismas surgen no tanto para “destrabar” un conflicto político sino como forma de operar “dentro” del conflicto político (los recursos de inconstitucionalidad interpuestos por la aplicación del IRPF a las pasividades, o por la Ley de Caducidad por casos de violaciones a los derechos humanos durante la dictadura son más que ilustrativos a este respecto). En otras palabras: los actores político-partidarios o político-sociales pueden estar siendo llevados, por esta nueva actuación del Poder Judicial, a recurrir al mismo como forma de operar “dentro” del sistema político y no fuera de él. En el caso del IRPF a las jubilaciones, la demanda fue canalizada por los partidos de la oposición (que habían perdido la votación en el Parlamento) aunque también vehiculizados desde organizaciones (como sucedió con querellantes retirados de la Caja de Jubilaciones y Pensiones de Profesionales Universitarios) cuyos integrantes se sintieron perjudicados. Lo mismo sucedió con la demanda presentada en 2011 por la Asociación de Escribanos del Uruguay ante la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA) por  el pasaje de estos profesionales al Sistema Nacional Integrado de Salud (FONASA) y la eliminación de las llamadas “cajas de auxilio”. Algo similar sucedió en el campo de los derechos humanos, pero ya dentro de la propia izquierda. Así, el proceso de “judicialización” no es coyuntural, y responde a factores múltiples. La aparición de nuevas demandas y movimientos sociales; la complejización y fragmentación de “lo político” (por más que la “partidocracia” goce entre nosotros aún de buena salud); la llegada de la izquierda al gobierno y la alteración de la dinámica del sistema de partidos; así como los cambios en el derecho internacional, especialmente en el campo de los derechos humanos y de “tercera” generación, son todos factores que coadyuvan a aumentar el rol “político” de la justicia y señalan tendencias a la “judicialización” de lo político en los términos antes dichos.

En cuanto a la independencia del Poder Judicial, El Informe de Desarrollo Humano en Uruguay (INDH) publicado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo en 2008, señala que pese a las fortalezas de nuestro sistema judicial, cabe destacar que “es claro que la actuación autónoma del Poder Judicial no se ha producido frente a consensos fuertes del sistema político ni frente a una combinación de mayorías políticas y actores con fuerte poder de veto: el caso de las investigaciones de las violaciones de derechos humanos en la dictadura es paradigmático. Por el contrario, la autonomía del Poder Judicial es más probable cuando no existen consensos fuertes en el sistema político” (INDH 2008: 306).
Los factores que limitan la independencia del Poder Judicial son por todos conocidos y no tienen nada que ver con la reconocida honestidad de los jueces, su apoliticidad pública o la profesionalidad de su carrera. La contribución al fortalecimiento del Poder Judicial parte del examen de sus limitaciones reales y de la predisposición a buscar soluciones para fortalecer la administración de la justicia en su conjunto. El debate que nos debemos en el Parlamento sobre la reforma del proceso penal, o sobre el propio Código Penal, en un contexto caracterizado por crispaciones múltiples y diferencias substantivas sobre delitos y penas que atraviesan casi todas las áreas de la actividad humana, muestran la necesidad de profundizar las reflexiones cruzadas sobre estos temas.

5. Bibliografía

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SARLO, Óscar: El sistema judicial uruguayo (1903-2005): un ensayo de interpretación histórica y política. Trabajo preparado por el autor como material de apoyo para el Curso de Formación de Delegados organizado por el Centro de Investigaciones y Estudio Judiciales – CEIJ. Montevideo, 30 de julio de 2010.
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6. Sitios web consultados
www.elobservador.com.uy
www.elpais.com.uy
www.espectador.com.uy
www.lr21.com.uy
www.parlamento.gub.uy
www.prisonstudies.org