A ningún mortal
puede resultar extraño que la comunicación sea la herramienta básica para
comprendernos. Más que un concepto académico es una vivencia permanente.
Por eso me parece
atinado referir un caso reciente.
Algunos días atrás,
el Señor Ministro del Interior, refutando el informe del Dr. Garcé acerca del desborde
poblacional de las cárceles, dijo que, en realidad, se trata de “un hacinamiento tolerable”.
La expresión me
provocó una sensación rara, en principio; se sabe que los docentes de
Lenguas somos como automáticamente permeables a ciertas incongruencias
idiomáticas. Pero también fuimos formados en la autocrítica y entonces me puse
a revisar si mi noción de “hacinamiento” estaba avalada por expertos, porque
quizás hasta mi idea experiencial del tema había caducado.
El hecho es que descubro
coincidencias incluso con el lenguaje sociológico o con el arquitectónico,
puesto que la densidad se convierte en
hacinamiento cuando son abatidos los límites elementales del uso del espacio. O, en términos más cercanos a lo que es posible
comprobar en muchas de las cárceles uruguayas: amontonamiento de cuerpos,
psiquis caotizadas, viveros de infecciones,... en fin, sintetizando: el horror,
un horror que con sutileza invisibilizó este hablante (¿desmemoriado?, ¿acosado
por las estadísticas?) mediante una estrategia muy simple porque, ¿no tiene
gran abolengo democrático el adjetivo “tolerable”?
Hay situaciones que
repelen toda caracterización. El exceso es siempre una transgresión, no importa
quién, cuándo, cómo, dónde, por qué ni para qué se cometa; toda cualificación
resulta inapropiada, ilógica,
ilegítima, inmoral, indigerible,... en verdad, intolerable, y en este contexto,
absolutamente elitista. He comprendido.
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