Wole Soyinka |
Wole Soyinka (1934) es un escritor nigeriano –dramaturgo,
novelista, poeta y ensayista- que nació en Abeokuta, “Región del Oeste” bajo el
dominio inglés, hoy en día Ogún, Nigeria, y fue el primer negroafricano que
recibió el Premio Nobel de Literatura, en 1986. La Academia sueca valoró que su
obra representa “una extensa perspectiva cultural del drama de la existencia
con dejos poéticos actuales”.
Su padre era el
director del colegio “Saint Peter`s”, una escuela de primaria, y su madre dueña
de una tienda del lugar; los dos eran cristianos aunque la visión religiosa del
mundo de Soyinka, influenciada por los yoruba, etnia con la que convivió, será
una especie de sincretismo de su cosmovisión con el Cristianismo.
Estudió literatura
en la universidad de Ibadan e hizo, posteriormente, su doctorado en la
Universidad de Leeds, Reino Unido. En Inglaterra será libretista, actor y
director en el Teatro de la Corte Real de Londres. En la década de los sesenta
regresa a Nigeria y en ese período fundará las compañías de teatro “Masks” y
“Orisun”.
Como dramaturgo ha
escrito las muy notables “La cosecha de Kongi” (1967) y “Juego de gigantes”
(1985) y otras muchas como “El león y la joya” (1964), “Opera Wonyosi” (1977),
“Réquiem por un futurólogo” (1985), etc. Sus piezas teatrales se caracterizan
por ocuparse de problemas de la sociedad africana: política, moral, religión y
ética. En ellas se combinan estos elementos con los de la cultura occidental y
el estilo que emplea es, normalmente, satírico.
En el momento que
comienza la guerra de Biafra o guerra civil de Nigeria -1967 hasta 1970-
Soyinka se posiciona a favor de un alto al fuego, lo manifiesta en un artículo
y se le acusa de conspirar, de ayudar en la compra de aviones de combate para
los rebeldes de Biafra, y es llevado a una celda de aislamiento donde estará
dos años -veintisiete meses- encerrado como preso político, de los cuales
veintidós de ellos incomunicado.
En la cárcel,
escribirá en 1969 “Poems from Prison” y después, en 1972, la versión ampliada
“A Shuttle in the Crypt”, traducida recientemente al español con el nombre de
“Lanzadera en una cripta”. Soyinka tuvo que realizarlo con los escasos medios a
su alcance: paquetes de cigarrillos, papel higiénico; libros que se agenció y
en los que anotó sus poesías… “Lanzadera en una cripta” es, ante todo, un
testimonio de alguien que estuvo en un lugar de “dieciséis pasos / por
veintitrés” y como afirma el poeta nigeriano en el preámbulo: “un mapa del
camino recorrido por mi mente, y no tanto el registro de la lucha real contra
una existencia vegetativa. Esto último sería tema para otro libro”.
Salió al exilio donde estuvo cinco años,
enseñó en diversas universidades, regresó a Nigeria para convertirse en activista
político (y siguió enseñando como profesor invitado en Harvard, Yale, Cornell y
Cambridge). Escribe en inglés y ha cultivado todos los géneros. Viaja de un
lado a otro, impartiendo conferencias.
“La
poesía es algo que mira fijamente, que toca la sensibilidad humana. No creo que
sea necesariamente revolución, porque sería una poesía muy aburrida. La poesía
sería muy aburrida si estuviera enfocada sólo a revolucionar a la humanidad.
Creo que simplemente al representar a la humanidad, al responder al fenómeno
humano, a las relaciones humanas, a la experiencia de la naturaleza es como
cambia las cosas", manifiesta Soyinka, quien obtuvo el Nobel de Literatura en
1986, convirtiéndose en el primer africano en recibir ese galardón.
Para él, la poesía
también significa acción. “Puede actuar como terapia en esta época de violencia
y servir como contrapeso a la fealdad del mundo. Sirve apara ayudar al otro,
para presentarle lo que es familiar en su propio lenguaje. Eso extiende el
horizonte, porque hace responder a elementos del ambiente que damos como un
hecho.
Por ejemplo, hace
unos años hicieron un experimento muy interesante en Rotterdam: colocaron
poemas en los camiones de basura. Recuerdo a uno de los conductores de estos
camiones que se hizo asiduo a las presentaciones que se realizaban durante ese
festival. Era un hombre en sus cuarentas, creo que nunca había leído poesía, y
podría decir que la vida de este hombre y de muchos otros fue transformada de
una forma imperceptible. Fueron influenciados en su conducta, sus relaciones,
su actitud frente al trabajo. Eso podría decirse de cualquier forma de arte”.
Los tañidos del
silencio
Al principio hay una mirilla para ver a los
vivos.
Entra a hurtadillas en el patio de los
lunáticos,
los condenados a cadena
perpetua, los violentos y los desquiciados,
los tullidos,
los tuberculosos, las víctimas del
sadismo del poder a buen resguardo de las
preguntas.
Un pequeño agujero cuadrado
abierto en la puerta, lo suficiente para
que pase el
puño de un carcelero y maneje el
cerrojo desde ambos lados. También para que
yo –con
indiferencia, con grandísima
indiferencia– le eche una mirada furtiva a
las contadas
y fugaces apariciones de una
mano, un rostro, un gesto o, más a menudo,
una
visión borrosa en caqui, la espalda
cuadrada del guardia plantada al otro lado.
Hasta que, un día, el ruido de un
martilleo. La mañana
entera, un asalto de
golpes multiplicados y amplificados por los
excepcionales poderes de reverberación de
mi cripta. (Cuando atruena, mi cráneo es el
yunque de
los dioses). Al mediodía esa
brecha está sellada. Ahora sólo el cielo
aparece
abierto, un cielo del tamaño de una
servilleta sujeta con largos clavos y
botellas rotas, mas
un cielo. Los buitres se posan en
un tejado visible sólo desde otro patio. Y
los cuervos.
Las garcetas sobrevuelan mi
cripta y los murciélagos pululan cual
enjambre a la
caída de la tarde. Murciélagos
albinos, de un pálido enfermizo, que emiten
señales de
radio para merodear por la
cámara de los ecos. Mas, de pronto, el
mundo está
muerto. Después de que cesen, los
martillos persisten en su vehemencia por
una
eternidad. Incluso el cielo se retira,
muerto.
¿Enterrado vivo? No. Sólo algo sobre lo que
la gente
lee. Las boyas y los
mojones se difuminan. Lenta,
inexorablemente, la
realidad se disuelve y la certidumbre
traiciona a la conciencia.
Días, semanas, meses y, tan súbitamente
como la
primera muerte, un sonido
nuevo, un cortejo. Unos pies que se acercan
a
rrastrándose con un ruido metálico de
cadenas. Y en este momento otra brecha que
durante
largo tiempo ha permanecido
desapercibida, invisible, un desagüe
abierto en la base
del muro, este vacío lenta,
toscamente, comienza a enmarcar unos pies
engrillados. Nada antes había pasado tan
cerca, tan pesadamente, por el desagüe del
Muro de
las Lamentaciones. (Así lo bauticé
porque da al patio desde el que una voz
estuvo
gritando de dolor una noche entera y al
alba se extinguió, sin haber recibido
ninguna atención.
Es el patio del que surgen
cánticos y oraciones con una persistencia
que sólo
iguala la vigilia de los cuervos y los
buitres.) Y ahora, pies. Descalzos, a
excepción de dos
pares de botas con un caminar de
peso muerto, para así ajustarse al ritmo de
los grillos
de los otros pies. Hacia el
mediodía el mismo cortejo pasa en dirección
contraria.
Unos días después el cortejo
vuelve a pasar y entonces los cuento. Once.
El tercer
día de este cortejo despierta con la
aurora más dilatada que jamás haya nacido y
muerto
de silencio, un silencio ahíto y
sobrecogedor. Mi recuento se detiene
bruscamente
después del sexto. Ya no hay más.
En ese mismo instante el ritual queda al
descubierto, el
silencio, la encubierta
conspiración del alba, los secretos
amortiguados
martillean con mayor fuerza que los
grilletes en mi cabeza, todo, todo se
descubre en un
segundo de comprensión
paralizante. Cinco hombres caminan en la
otra
dirección, cinco hombres que caminan
aun más despacio, cansinos, con el peso del
mundo en
los pies, en cada paso, hacia la
eternidad. Les oigo detenerse con cada
retazo de vida
que se encuentran, con cada latido
del silencio, con cada mota en el sol, esos
cinco para
los que el mundo está a punto de
morir.
Sonidos. Los sonidos adquieren una cuarta
dimensión
dentro de una cripta
viviente. Una definición que, como en el
caso del
trueno, se hace físicamente
insoportable, y en el caso de lo que se
espera pero no
se oye, psíquicamente extenuante.
Las señales de los murciélagos albinos llagan
la barbulla
de un oficio de vísperas, ya sea
cristiano o musulmán, pagano o
inclasificable. Mi
cripta convierten en un caldero, una
campana boca arriba preñada con todos los
credos y
cuyas sonoridades se unen, se
remueven, se espuman, se cuelan en la urdimbre
y en
la trama del moho tiznado de los
muros, de hongos de terciopelo verde
tejidos por los
dedos astutos de la lluvia. Desde
más allá del Muro de las Lamentaciones la
piedad
malsana de las mujeres, esa paciencia
inhumana con la que nacen, vaga sin rumbo
para
sacarle la agonía a latigazos al Muro
del Purgatorio. Un batir de alas: un
cerrojo blanco y
ocre, una paloma torcaz que baja en
picado y cruza, una lanzadera inquieta
enhebrando
remiendos de sol en este telar, el más
oscuro. Pasado el muro, por encima de él,
un crujido
de hojas de árbol: ¡el rostro de un
niño! Un cazador cándido se deja ver en su
inocencia:
un laberinto malvado.
Reconoceré su voz cuando los cantos de los
niños
invadan el caldero de sonidos al
atardecer, esta intrusión cadenciosa en la
casa de la
muerte.
Sale el sol a su espalda. Se disuelve su
cabeza en la
charca, una lanzadera que se
hunde en un telar teñido de un rojo
encendido.
Fondo y frisos
Mil variantes distintas
le dieron a la Muerte, de súbita
a paulatina. Vírgenes sangrantes
en orgías de leprosos
las calles, adoquinadas con muertos innúmeros
Jacques d’Odan
ángel sabio por no precipitarse
donde no osan pisar los héroes
susurra: ¡Alto!
Esta carnicería es un descontrol (y un descabello)
Se aclara
los dedos limpios en una palangana
de sangre, y con humildad se añade
estrellas y galones
a las hombreras, el contrapeso del general
Soy un hombre
de palabra. A quien concedo
el salvoconducto prometido
le garantizo
un recorrido seguro por la calle de sentido único
Los músicos callejeros
entonan mi canción: soy
el instrumento elegido por Dios
¿Qué oigo?
¿Me tocan unos dedos gordos e impíos?
¿Botas? ¿Culatas?
Tan sólo un pequeño reproche
y vive, este reptil de barro
¡Atended a las sirenas!
¡Echaos al mar cuando me acerque!
Humano
mi código de conducta, credo
de buenas intenciones, compañero de armas
al estilo de Cromwell
algún día le enseñaremos a leer a la soldadesca
¡Fuera las manos!
Esto es un asunto interno
espera mi escudilla de mendigo
pues cuando esté saciado
yo seré llamas, tú darás auxilio puro y eterno
Una playa
oculta el guijarro. Forma
aun con lejía (o cal)
mojones
de huesos para esconder el esqueleto del odio
fútil escudo
previo a los sacrificios rituales
madre e hijo, infructuosas
plegarias
una vieja escena, que entren los actores
Semana setenta y cinco:
bienvenidos los observadores. Las visitas
guiadas con mal gusto, ¡atención!
Tenemos limpias las manos.
Dos veces ha llovido y honda es la tierra.
A los locos
subidos al muro
Aullad, aullad
que el corazón tenéis cuajado y
estadizo,
con vosotros no puedo partir
compañeros de la boya hendida
no puedo ir en busca
del puerto de vuestra orilla a la
deriva.
Vuestro prudente aislamiento
¿quién osará reprobar? Agazapados
en vuestro alféizar, ¿observáis
las cenizas de la realidad, su extraño
discurrir?
Me temo
que os habéis aventurado en el infinito
para regresar
hablando en lenguas extranjeras.
Aunque los muros
desgarren las costuras raídas
del manto mágico que compartimos, ya
más no puedo acercarme
y aunque le cierre los oídos
a la melodía de la partida, aullad
en la hora del sueño, decidles a estos
muros
que hay un colmo para la aflicción
en el corazón del hombre
El roce de
una telaraña en la oscuridad
Roces de mariposa nocturna en los
dedos, estelas
oscuros vapores terrígenos que se
elevan
Se oye
la voz de los muertos entre hojas que
su presencia
ha nutrido, en más que del follaje las
esencias
Piel
cuyo vello peinan los vientos que dan
sombra
a espacios donde yertos los recuerdos
reposan
Hebra
descansa su valor en la carne, el hielo
de lo pasado, un roce al paso del
tiempo
Cae
contra la línea baja, oscura, radial
al corazón de la telaraña ancestral
Muerte a la
aurora
Viajero, debes partir
A la aurora, enjuga tus pies sobre
La humedad de nariz perruna de la tierra
Deja que la aurora sosiegue tus lámparas. Y mira
Languidecer el ataque de las espinas ante la luz
Pies algodonosos para disolver en el azadón
Las lombrices tempranas
Ahora las sombras se extienden con debilidad
Ni muerte de la aurora ni triste postración
Esta suave charamusca,
suaves engendros que desiste
Rápidos goces y recelos para un
Día desnudo. Barcos cargados se
Someten a la asamblea sin rostro de la niebla
Para despertar los mercados silenciosos -Veloces, mudas
Procesiones por grises desvíos… Sobre este
Cobertor, hubo
Súbito invierno a la muerte
Del solitario trompetero de la aurora. Cascadas
De blancos pedazos de pluma… pero ello decidió
Un rito banal. Conciliación salvajemente
Exitosa, primero
El pie derecho para el júbilo, el izquierdo para el pavor
Y la madre suplicaba, Hijo
Jamás camines
Cuando el camino aguarda, hambriento.
Viajero, debes proseguir
Al alba.
Te prometo prodigios de la santa hora
Presagios como el aleteo del gallo blanco
Perverso empalamiento -Como quien desafiara
Las iracundas alas del progreso del hombre…
Más, ¡semejante espectro! Hermano
Mudo en el sobresaltado abrazo de
Tu invención -Esta mueca de burla
Esta contorsión cerrada – ¿Soy yo?
Viaje
Aunque llegué al final del viaje,
Jamás sentí que hubiera llegado.
Tomé la carretera
Que sube despacio la cuesta de las preguntas, y que me lleva
Incluso a descender a la tierra que conduce a casa. Yo sé
Que mi carne está limpiamente mordisqueada, perdida
Para el perturbado pez entre las vainas susurrantes
Yo los dejé atrás en mi ruta
Y así también con el pan y el vino
Necesito la repartición de derrota y carestía
Yo los dejé atrás en mi ruta
Jamás sentí que hubiera llegado
Aunque amor y bienvenida me atrapan en casa
Los usurpadores pasan mi copa en cada
Banquete como en una última cena
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