miércoles, 28 de agosto de 2013

Para leer con suma atención: nuestro hoy en clave psicoanalítica.

ALGUNAS CONSECUENCIAS PSÍQUICAS DE LAS TRANSFORMACIONES SOCIALES

GILOU ROYER DE GARCÍA REINOSO


INTRODUCCION


Pensar psicoanalíticamente el “malestar en la cultura” es un camino que Freud traza en numerosos escritos. La construcción de la teoría del sujeto humano excede el campo de la cura: la vida cotidiana, el humor, la creación artística y literaria, la religión, las instituciones, la “moral!, y todo lo que atañe al “malestar”, incluyendo sus  manifestaciones mas terribles, la guerra por ejemplo.
Todos los fenómenos de la cultura son susceptibles  de ser pensados psicoanalíticamente. De ninguna manera ello agota sus determinaciones, pero la subjetividad está en juego en todo ello; el campo de la clínica freudiana es el campo de la cultura, en el que Freud construye  teoría(1) tanto como en el campo de la cura. Por otro lado, la cultura es una dimensión que atraviesa todos los conceptos acerca de lo humano.
Hay, sin duda, un “malestar” por no saber como pensar lo impensado. Pero este malestar no debe deternernos. Si no nos atrevemos a extender  las fronteras de nuestro conocimiento – corriendo el riesgo de ser tildados de transgresores, y tal vez de herejes! -, al no poder pensar de manera nueva, estableciendo nuevas relaciones acerca de lo inexplorado, no seremos sino repetidores de un saber convalidado. Y la repetición es testigo e instrumento de lo mortífero. Estamos demasiado impulsados a regirnos por la  ética de “lo posible”, que nos empuja a dejar de pensar por” imposible”, lo que tal vez no sea sino lo censurado por la corporación, la epistemología, o lo político, según las épocas, y en todos los casos con la complicidad de cada uno de nosotros, expuestos por nuestra propia constitución subjetiva , a la obediencia acrítica.

El texto que aquí presento no trata de situaciones convencionales en ningún sentido, sino de SITUACIONES LIMITE, en las que los sujetos implicados están en el límite mismo de la sobrevida.

La reflexión es psicoanalítica, y el campo abordado es, en mi pensar, campo de clínica psicoanalítica, aunque no se parezca en nada a las condiciones de la cura, y menos aún de la cura-tipo. Exigirá un esfuerzo de rigor y creatividad por un trabajo sobre la propia subjetividad. Verdadero trabajo psíquico, en sentido feudiano,- “durcharbeiten”- tomando en cuenta las resistencias a la verdad: nuestro narcisismo también está en juego, y nuestro inconsciente.
Ante lo insoportable de la realidad es posible decir “no” y empezar a pensar. ”El juicio –dice Freud- es la acción intelectual que decide la elección de la acción motora, pone término a la postergación por medio del pensamiento, y del pensar permite pasar al hacer.”
Frente a lo traumático la subjetividad tiene distintos mecanismos, cada uno con sus consecuencias en cuanto al examen de la realidad, material e histórica:
-          El rechazo psicótico: repudio (verwerfung), retiro de significación y de investidura,  la realidad no puede ser simbolizada y retornará en lo real como alucinación,  o bien dará origen a la “restitución” delirante.
-          El rechazo perverso: desmentida (verleugnung) y la adoración de los fetiches o de quienes los encarnen(3)  Mecanismo también presente en el “normal”, por ejemplo en el amor, gracias a la “disociación del Yo”.
-          El rechazo neurótico: represión (verdrangung) y la formación de síntomas o inhibiciones.
-          El rechazo “normal”  (verneinung) “constituyente de la función intelectual a partir de la mociones primarias” (ver Freud “La Negación” ), primer paso sobre la represión, primer momento de la subjetivación, que permite la organización del mundo simbólico, base del pensamiento y del juicio de la realidad, que abrirá el camino a la acción- transformadora- en la realidad. Procesos sustentados por la  sublimación..


El trauma psíquico.

Se trata de una supervisión.
La escena es la siguiente:

Una plaza en una gran ciudad de Latinoamérica.

En ella viven personajes marginales de la ciudad: “niños de la calle”, que si sobreviven, se hacen “adultos de la calle”. Marginales en extremo, prostitutas, rateros, a lo sumo lustrabotas o vendedores de pequeñeces. En un estado de desamparo, de caos, de violencia, y de riesgos permanentes: enfermedades, tendencia al delito, drogadicción, expuestos al crimen, incluyendo el crimen legalizado; muchos mueren a mano de “las fuerzas del orden”.

Un equipo médico – psicológico, en articulación con una instancia administrativa de la ciudad, planea montar un dispositivo para prestar algún tipo de asistencia. ¿Qué margen de acción es posible? Los recursos son mínimos: la población está compuesta por sujetos con un sufrimiento extremo, entregados a una sobrevida sin casi nada orgánico: sólo ese espacio –la plaza-, y un tiempo sin transcurso: el instante es lo único aprehensible, no hay historia, más que de muerte, no hay proyecto: los vínculos perdidos, reducidos a los que ahí se hacen –fugaces-. La muerte acecha en cualquier momento.

El margen para promover una demanda y organizar una oferta es muy pequeño. La única demanda es la que la sociedad formula: restablecer el orden.  El equipo está adiestrado en una línea en la que el psicoanálisis tiene un lugar, en la línea de E. Pichón Rivière. Hace años el mismo equipo, intentó una experiencia parecida, que tuvo que interrumpirse por la violencia en medio de la que se desarrollaba: el equipo fue amenazado por las fuerzas del orden; la experiencia fue considerada  como una amenaza para “el orden”; lo que tiene su lógica, pues toda transmisión  de lo observado significaría, en un plano, denuncia, o por lo menos develamiento, de la función mortífera de la sociedad y de sus fuerzas del orden, cuya violencia segaba sin piedad, semana a semana, día a día, las vidas. Producto de una política en la que la marginalidad es un subproducto revelador de la injusticia, política impotente para disminuir el desorden y el delito, ya que éstos son intrínsecos a ella. Su acción se reduce entonces a la “limpieza” de los espacios públicos: exige barrer con todo lo que perturba la imagen mitificada de un orden armónico. Deshumanizados, tratados como restos a eliminar, esa población sobra.

El equipo, sin embargo, contando con condiciones administrativas estimadas más favorables, intenta una nueva aproximación; sin definir claramente su acción, ni su objetivo. Dispuestos a pensar lo que observen, esperan poder producir alguna, aun mínima, transformación. Se presentan en el lugar –la plaza pública- a día y hora fijo; siempre las mismas personas en el equipo, un médico y una psicóloga. Anuncian que vienen a hablar con ellos y a que les cuenten algo de lo que les pasa. Los habitantes de la plaza acuden con cierta regularidad y un interés evidente, aunque hay entradas y salidas; el grupo es planteado como abierto; viene el que puede y quiere (¿cómo con las familias de psicóticos?...).

Curiosamente, el eje de los relatos no es la realidad acuciante; el eje son los sueños: pesadillas donde reina confusión, promiscuidad, angustia y muerte. Igual que en la escena social. Intervienen unos y otros comentando los sueños con cierta libertad; asocian y refieren situaciones de la vida real (hechos, recuerdos o sentimientos). El equipo limita su acción a facilitar la cooperación, marcando algunas cosas que relanzan la palabra (¿cómo con pacientes neuróticos?...). Están asombrados de que los sueños ocupen un lugar tan importante, cuando “tienen tantas cosas que traer”. Hablan de sus pensamientos, sentimientos y sensaciones mientras escuchan y miran esta población tan diferente. Destacan a una joven prostituta “muy inteligente”, sidosa, toxicómana, madre de tres niños a los que tiene abandonados; la llamaremos Juana. Juana se reprocha haber cobrado un dinero bastante importante, y habérselo gastado en cocaína “en vez de haberlo dedicado a sus niños”. La psicóloga –que oye y mira con atención e interés, y también con cierta perplejidad, no sabiendo bien qué se puede hacer- ve a Juana lastimosa: enferma, sucia, sin dientes, sin peinarse siquiera. Piensa: “Podría sin embargo decirle, aunque más no sea, que podría cuidarse un poco más, peinarse o lavarse por ejemplo”. Y me comenta: “Lo curioso es que a la vez siguiente, Juana viene por primera vez arreglada. Yo no le había dicho nada de mis pensamientos”.

Caben algunas reflexiones:

Algo, dentro de ese caos, ese infierno, algo es posible: un pensamiento y en acción. Juntarse, hablar, darse palabras serían más exacto, trabajar (¡Oh sorpresa!) con la producción de sueños. Y alguien desea algo, para Juana, y también para los demás...

¿Cómo ver esto?: Dentro de un continuo sin límites, ni espaciales ni temporales, donde sólo existe lo inmediato, sin marcas diferenciadoras, alguien –el equipo-, organiza un ritmo: un espacio – tiempo donde alguna diferencia puede inscribirse; un transcurrir donde hay un antes y un después, donde alguien espera volver a encontrarse, donde algo empieza, termina y vuelve a empezar. Un espacio – tiempo que configura lo que Winnicott llama espacio intermedio, momento de ilusión. Espacio de juego, de ficción – realidad, donde el sueño –que es el único espacio propio de esos seres despojados de todo por la destrucción y la autodestrucción-, su producción, puede ser escuchado, desplegarse, y quizá permitir un mínimo acceso a la realidad: una re-flexión sobre la compulsión y la destructividad –también la propia-, un retornar sobre la acción, en vez de dejarla dispararse sola: pura pulsión de muerte entonces, en plena desligazón. La reflexión de Juana es fugaz, pero es mucho. Y la reflexión de la psicóloga: su saber vacilante le permite oír mucho mejor que si el saber fuese seguro. Su mirada incluye un deseo, un deseo de vida para Juana, pero se abstiene de inoculárselo: le deja la palabra. Es posible pensar la modificación de Juana en relación a su cuerpo (se lava y se piensa) como resultado de haberse podido mirar en los ojos de la psicóloga, como en el primer espejo –los ojos de la madre- sosteniendo un deseo de vida para Juana, pero dejando el margen para que Juana pueda asumirlo como propio; esbozando ahí –con ese otro que la psicóloga representa su diferencia- un soporte narcisístico imprescindible, para poner un límite a la autodestructividad con la que se maneja.

Autodestructividad que es necesario ver de manera compleja; no simplificar para hacerla entrar en la teoría que sería nuestro respaldo: sin duda pulsión de muerte, pero que podrá ser mitigada solamente si un otro se ofrece a soportarla, y a sostenerse –como la psicóloga- en un lugar –lugar del otro-, imprescindible para la constitución de un sujeto deseante, Esto permitirá la asunción de un narcisismo que es base necesaria para poder investir el mundo, el cuerpo propio, y restablecer nuevas ligazones; identificaciones constituyentes, soporte a partir del cual el deseo podrá configurarse.

Juana, y sus compañeros de infortunio, habitantes de la plaza, son sujetos en quienes las únicas identificaciones que se les ofrecen son identificaciones mortíferas. Marginales, excluidos de todo lo que significa humanidad y deseo humano, tratados como deshechos a eliminar, ¿qué posibilidad les queda? Una identificación mortal con aquel, –desproporcionadamente grande- la sociedad de dominación que aparece sin fallas que desea su muerte, reeditando un fantasma originario que actúa como trauma psíquico.

La tesis que sostiene este trabajo es que el trauma psíquico es el deseo de muerte del Otro -o de otro colocado en ese lugar-. Esta es la forma en que se inscribe en el inconsciente, el trauma histórico.[1]

Todo acontecimiento real implica una traducción e inscripción psíquica. El sujeto humano necesita la presencia del otro; la simbiosis es el punto de partida para la constitución subjetiva. El primer acontecimiento es el encuentro con la realidad psíquica de la madre: su deseo. Ella representa el mundo y si éste es para ella significativo, esto será también la base para salir de la simbiosis.

¿Qué sucede cuando el medio, repetitivamente traumático, no puede ser mediado por la madre, cuando ésta no puede sostener un deseo de vida hacia el niño? El deseo de los padres se articula, inconscientemente, con los “valores imperantes”, plasmados en el superyó; la familia es mediadora del orden imperante y lo reproduce a través del inconsciente de sus integrantes; el lugar que ocupa el niño en la fantasía materna es clave para su destino. Si falta expectativa materna, el narcisismo básico que le permitirá constituirse, se verá dañado. En situaciones de extremo desamparo social, los padres no pueden ser soportes de vida para los hijos: el niño es abandonado a una realidad cuya organización y reproducción exige la marginación y muerte de un gran número, entre los cuales se cuentan sus padres.

Mi tesis es que esta situación de trauma repetitivo, se inscribe en el inconsciente como deseo de muerte del Otro[2], única oferta para la identificación...

Hemos visto en Juana cómo la destructividad abarca la relación con sus hijos: la cadena de destrucciones y autodestrucciones colabora, desde cada uno, a que se perpetúe el orden mortífero. Si pensamos en las condiciones de vida de Juana –que son sin duda también las de su origen, las de sus padres-, sería milagro que pueda desear para sus hijos. Milagro, o defecto de la existencia de un otro que le posibilita sostener un deseo de vida.
Pienso que la escena relatada ilustra esta posibilidad; la psicóloga ocupa, en un campo de transferencia, ese lugar del otro, cuyo deseo –que no inocula a Juana- permitiría construir un soporte narcisístico para la pulsión, contrarrestando, aunque sea para instante, el deseo de muerte del Otro, y la desligazón de la pulsión.

Laplanche[3] aconseja seguir trabajando una línea abandonada por Freud: la teoría del trauma. Laplanche desmenuza el tema: lo traumático son los “significantes enigmáticos”, que son la dimensión del inconsciente del otro, en el que el sujeto se origina; actúan traumáticamente como “seducción originaria”. Lo traumático externo, al no poder ser simbolizado, se transforma en trauma interno, por interiorización.
Estas formulaciones ayudan a entender el problema de la psicosis. Pienso que también ayudan a pensar los problemas de la subjetividad en situaciones de extrema carencia como la expuesta en relación a Juana.
Si el sujeto está expuesto, sin mediación, a un medio en el que reina la desligazón y la pulsión de muerte, sin poder ser mitigados por jalones identificatorios –que permitirían la ligazón, la represión y la simbolización-, caerá en la psicosis, o en pasajes al acto.

En la dimensión psíquica, el porvenir se construye sobre una armazón de fantasías: la realidad psíquica, imaginarizada. Si la violencia en la que se estructura la realidad material y la realidad psíquica es excesiva, la posibilidad de mantenerse en el plano neurótico de lo imaginario, será muy difícil; encontrar realizados en la escena social los sueños más crueles no puede dar cabida más que a una culpabilización excesiva, que será fuente de actuación de sus contenidos violentos: contra sí mismo, o en la escena del mundo, contra todos.
Lo vemos en los habitantes de la plaza: expuestos a la pulsión, en un extremo límite en que la vida humana se ve reducida a la sobrevivencia. Bettelheim, hablando de la vida en los campos de concentración, señala que el espacio para el sujeto es mínimo; la sobrevida no es vida del sujeto, o le deja poco margen. Si no puede tener un lugar en la trama social simbólica, esto equivale a un deseo de muerte que pesa sobre él, y estará expuesto a sucumbir como sujeto.
Los habitantes de la plaza, a pesar de no tener muros, viven en un gran campo de concentración: la marginalidad y el despojo extremo.
¿Qué les queda? Sino someterse a la presión mortífera, configurando una última ilusión de libertad al hacer suyo el deseo de muerte que pesa sobre ellos: contribuir a su aniquilamiento, ya sea directamente (drogadicción, enfermedades por descuido) o indirectamente (buscando con sus desmanes y delitos, el castigo y la muerte). En este infierno de destructividad y autodestructividad, la culpabilidad tiene su parte: el sometimiento a un superyó feroz, y la necesidad de castigo salvarán, con el precio del sacrificio, al Otro todopoderoso.

La cuestión de la violencia está imbrincada con la cuestión de la cultura:
Por un lado violencia fundante: protopadre con su violencia mortífera; parricidio y culpabilidad inconsciente, que marca el pasaje de la naturaleza a la cultura.
Por otro lado violencia de las exigencias culturales mismas, de las que Freud se ha ocupado en diversos escritos.

Pero, ¿qué sucede con este plus de violencia?

¿Cuáles son los efectos del terror de esta “cultura”?
-          El terror de los sistemas de exterminación en sus variedades: el holocausto y los campos de concentración; y en nuestra historia reciente, la desaparición y la tortura.
-          Pero también, el terror de esta otra forma de aniquilación, que es la miseria estructural al sistema social, dominante en nuestro mundo: la mortalidad infantil aumenta constantemente, las epidemias avanzan, el delito y la droga también.


¿Seremos espectadores pasivos?

El mundo se puede transformar en un gran espectáculo[4], los medios de comunicación nos impulsan a ello; los sujetos desearán lo que se les muestre, lo que se les inculque por la publicidad, dando por naturales las miserias y enfermedades, que son producto directo de la organización social transformada en maquinaria de muerte. La violencia es ocultada o atribuida a los sectores que son su primera víctima, con la complicidad inconsciente de muchos, incluyendo las propias víctimas.

Convocado como simple espectador, pasivo, ciego, obediente, el sujeto, en tanto tal, está ausente. Gracias a eso obtiene la “felicidad”. La felicidad –esta felicidad- es tan cuestionable como el “malestar”. Deberíamos pensar en ello: con los compromisos adaptativos, la complicidad en la aniquilación de los otros será el precio de la vida: “obediencia debida”, servidumbre para la muerte, crímenes sin crimen, sin sujeto. Los rastros del crimen se banalizan, se naturalizan: el cólera, la miseria, el sarampión, la opresión son puestos a cuenta de la naturaleza o de la incapacidad del que la padece cuando sabemos, si queremos saber, que son producto de las condiciones de vida.[5]

Si aceptamos el lugar al que se nos convoca, eso tendrá su precio: nuestra subjetividad sufrirá las consecuencias.
El sistema de dominación del hombre por el hombre, dispone de medios diversos: políticos, ideológicos, incluso jurídicos, por los cuales estos cobran legitimidad. A nosotros, como psicoanalistas nos interesa dilucidar los que son de orden psíquico. ¿Podremos reflexionar?
Dos hechos de la constitución subjetiva son sustento de la manipulación por el poder político o religioso:

1)      la propensión a identificaciones narcisísticas masivas;
2)      el sentimiento de culpa inconsciente.

El terror es la utilización política de la constitución subjetiva arcaica: idealización y persecución cuyas consecuencias son el desprecio de la vida humana y también de la singularidad de cada vida.

¿Qué hacer con la violencia creciente? ¿Podemos como psicoanalistas, trabajando  por una libertad singular, no ponernos a pensar acerca de los traumas sociales y sus consecuencias? El psicoanálisis nació como crítico a la sociedad, ¿esto se habrá perdido?
Es frecuente que se plantee como escandaloso pecado epistemológico pensar psicoanalíticamente lo que sucede en la escena social, sirviendo esto de encubrimiento a la censura corporatista y/o política. Las necesidades institucionales o una relación dogmática a la teoría, no darían lugar a nuevas preguntas.
Por supuesto la censura pasa también por nuestros determinantes psíquicos. Freud lo describe en “El fetichismo”; “trono y altar” (de las instituciones o de la teoría como textos sagrados) ejercen sobre nosotros, desde nuestro inconsciente, mandatos que van más allá de la presión explícita. “Cuando el trono y el altar corren peligro –dice Freud- acaso el adulto vivenciará un pánico semejante –al del niño al descubrir la castración en la madre (O)-, que lo llevará a consecuencias igualmente ilógicas”: la escisión del yo y la verleugnung (desmentida, renegación, de la realidad terrorífica), y a erigir los fetiches.
Estos pueden ser religión o política, el dinero o el saber, y también las instituciones y la teoría.

El sentimiento generalizado es de impotencia. La modernidad es el nuevo mito que se puede erigir en fetiche; mito intocable de la economía de mercado. ¿Fin de la historia?... O más bien, verdadero peligro de muerte subjetiva.
Laplanche (La seducción) señala que la muerte del psiquismo se produce de dos maneras: a) por la pulsión de muerte; y b) por el yo: rigidez en las ligazones y síntesis excesivas inmovilizan al yo y se oponen a la creatividad.

Los habitantes de la plaza están expuestos a la primera; la segunda nos amenaza a nosotros: por ejemplo la desubjetivación dulzona por masificación del deseo, por identificaciones alienantes. Expuestos también, aun sin ser los destinatarios directos del deseo de muerte, a renuncias masivas: desclasamiento, falta de posibilidad de hacer proyectos, amenaza permanente de pérdida de lugar, pérdida de referencias éticas.

Salvar lo propio –legítimo derecho de cada uno- se transforma, por un lado en una proeza y una lucha permanente al borde de la precariedad y el derrumbe; por otro lado nos coloca como espectadores inermes de una tragedia que amenaza con devorarnos; por la expulsión o por la seducción[6].

¿Qué efectos produce en la subjetividad una organización de las desigualdades que vehiculiza un deseo de muerte? El horror objetivo hace eco en el inconsciente con el terror que nos funda; cobrará valor de trauma si no es posible metabolizarlo, simbolizarlo y transformarlo en pensamiento y acción. Sin embargo –retomando a Laplanche- el trauma se constituye en una paradoja: reproduce dos efectos contradictorios: la imposibilidad de simbolizar y la necesidad de simbolizar. Paraliza el pensamiento y obliga a pensar.
Los problemas del hombre en tiempo de Freud eran la represión de la sexualidad; y cuestionó las consecuencias de la inhibición impuesta por la cultura: era el tiempo de las neurosis.

Pero cuando Freud amplía su interés al campo de la cultura, construye conceptos que se articulan con el problema de la psicosis: el narcisismo y la pulsión de muerte.
Freud advierte: ¿quién puede prever el desenlace? Cuestiona la violencia de las relaciones sociales, y la parte que le adjudica a la cultura no es menos importante que la que le corresponde al individuo. Da cuenta de lo que sucede en la escena pública: las privaciones sociales que pesan sobre ciertas clases sociales, agregándose a las renuncias fundantes (incesto, parricidio, canibalismo), ejercen un peso excesivo; “Huelga decir que una cultura que deja insatisfechos a un número tan grande de sus miembros y los empuja a la revuelta, no tiene perspectivas de conservarse de manera duradera, ni lo merece”[7].



La pulsión de muerte nos gobierna a través del superyó que nos enfrenta unos a otros y con nosotros mismos. Lo paradójico es que cuanto más terrible es la exigencia, más grande es la culpa: el poder no perdona, culpabiliza siempre más; ofrece participar del sacrificio, identificarse narcisísticamente con su deseo de muerte.

Freud decía que, en estas condiciones, la posibilidad de que las culturas perduren está en los lazos libidinales –alienantes- que los sujetos mantienen con el poder que los oprime.

Hay que adherir: “Síganme”[8]. Y donde hay adhesión hay restos arcaicos de identificación narcisista y amor fusionante. La propuesta es: fusión, obediencia y sacrificio: Amor A Muerte. La negación de aspectos de la realidad se hace necesaria pues estos testimoniarían de la destructividad, y revelarían una organización en la cual una parte de la sociedad, decide y desea la muerte de otra parte más numerosa. 

“Si una cultura no ha podido evitar que la satisfacción de cierto número de sus miembros tenga por premisa la opresión de otros –acaso la mayoría- es comprensible que los oprimidos desarrollen una intensa hostilidad hacia esa cultura que ellos posibilitan con su trabajo, pero de cuyos bienes participan en medida sumamente escasa. La hostilidad de esas clases es tan manifiesta que ha pasado por alto la que también existe latente, en los estratos más favorecidos de la sociedad”[9].

Los que dominan no se privan de nada: la ética de la renuncia no es para ellos.
Freud pide “sostener las ideas sin concesiones”. Pero atravesamos tiempos feroces –o estos nos atraviesan- semejantes o peores a los que atravesó Freud. Y él mismo, queriendo –creyendo- defender, -asegurar- la transmisión del psicoanálisis y mantener las instituciones, hizo concesiones ilusorias y costosas[10].

¿Qué consecuencias tuvo o tendrá sobre el psicoanálisis y la libertad de las ideas? Aparentemente a la orden del día en symposiums y congresos, los temarios incluyen temas referidos al trauma histórico; incluso parecen “modernos”. Pero si no se dispone a poner en juego la historia de las instituciones, y dar cuenta de los silencios, no será sino una forma más de la “verleugnung”, y una reinstalación de la ilusión fetichista: salvar el narcisismo.

¿Puede escuchar el psicoanalista y el psicoanálisis? ¿Trabajar las preguntas nuevas?

Cada uno tiene su censura inconsciente, ayudada por la culpabilidad inconsciente. La historia de Edipo es ejemplar: cuando empieza a querer saber deja el poder. Yocasta le suplica no investigar. Edipo se ciega, se castiga y asume la culpabilidad. El superyó triunfa.

Cada uno de nosotros es Edipo con su deseo de saber y su culpabilidad; cada uno también es Yocasta que suplica de no saber. Pero uno y otro se detienen ante un saber más terrible: el de la perversión del padre y de su deseo de muerte, del que la madre es cómplice[11].

La culpabilidad inconsciente acecha junto al terror y expone a los sujetos “a la psicosis y al crimen”(J. Lacan) o bien a la “verleugnung”, con sus consecuencias: la adoración de los fetiches que se ofrecen a nosotros como ídolos, garantizando, merced a una escisión costosa, contra el terror. Propuesta perversa, que nos hará propensos a masificarnos en identificaciones narcisistas alienantes ofrecidas por la publicidad y los medios de comunicación, transmitiendo ideales sociales individualistas y narcisistas. Estos son el soporte subjetivo de una estructura cuya base es la riqueza y el poder de algunos construida sobre el despojo y la degradación de muchos, tratados como deshechos.

Amenaza de retorno a una nueva versión de la Horda, en la que cada uno tiene la aspiración de poder colocarse en el lugar del que detenta el poder –lugar de protopadre- en un cultivo mortífero del narcisismo.


[1] Pensemos cómo se imaginariza la catástrofe, aun la natural, en el folklore o la mitología: es deseo de los dioses o los espíritus malignos, y destino para el sujeto.

[2] Deseo de muerte del Otro, que pesa sobre el sujeto; y deseo de muerte del Otro, por el sujeto, en identificación mortífera.

[3] “La seducción”. Edit. Amorrortu.

[4] Recuérdese la TV en la guerra del Golfo: guerra sin sangre, reducida a un jueguito electrónico, donde la técnica es lo importante: puntería precisa. ¿Asepsia? O cinismo denegador y fascinación, promovida a gran escala; toda información pasa por esas imágenes con ilusión de participación en ese gran festival de triunfo de la técnica, nuevo fetiche, que oculta el negocio del petróleo y su precio en vidas humanas.

[5] Más allá de la eficacia y de la necesidad de que la población contribuya a defenderse de los flagelos, al pasar por alto causas profundas, se censura la verdad –que es política- al decirla a medias, y se refuerza la culpabilización, como medio para la dominación.
Se medicaliza el tema, o bien se responsabiliza a la víctima: “No tenga miedo, tenga cuidado”.  El problema sanitario, en su recorte técnico, sirve de encubrimiento si no analizamos sus causas. Ver mis “Notas para un análisis de la Institución de la Salud”. IV Jornadas de Atención Primaria, publicado en Espacio Institucional 1. Editorial Lugar.

[6] Lévy – Strauss señala que las sociedades son antropofágicas o antropoémicas.

[7] S. Freud. “El porvenir de una ilusión”. Edit. Amorrortu, XXI.

[8] Presidente Menem en su campaña electoral.

[9] S. Freud, op. Cit.

[10] Véase la historia de la Asociación Psicoanalítica de Berlín.


[11] Recuérdese la historia de Layo: desterrado de su reino traba amistad con Pélope. Traiciona esta amistad al raptar al hijo de Pélope –bello efebo- para seducirlo. Layo recupera su reino, pero Apolo, rey de la Verdad, transmite el oráculo acerca de su destino: éste –ser muerto por su hijo- será el castigo de su perversión. Creyendo poder torcer su destino y desmentir la Verdad ordena a Yocasta entregar a Edipo a un servidor para que sea muerto. Y luego sigue la historia de Edipo.


Doctora Gilou Royer de García Reinoso
Julián Alvarez 2797   Bs. As. 1425   T.E. 4826- 0482   e-mail gilourgr@uolsinectis.com.ar




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