domingo, 19 de mayo de 2013

¿Y después? (3)


Detenido en el tiempo. Devenir y porvenir

La madre de Sebastián tiene graves problemas cardíacos a pesar de ser una mujer relativamente joven (58), y lo alude a los pesares vividos con Sebastián. Como madre ha sufrido no sólo traslados y requisas humillantes, vivió los miedos y torturas que padeció su hijo siendo tan joven.
Retomo para comprender esto algunos fragmentos del registro de campo donde se reflejan algunos aspectos del ser familiar de un detenido, en conversaciones con ella, su hija y César, un vecino que también había estado detenido:
(…) la conversación derivó otra vez en cómo buscan [los agentes del SPB] las divisiones entre presos.
Delia contó la historia cuando los penitenciarios generaron una pelea entre Sebastián y su compañero de celda para hacer apuestas. Contó que estaba “la policía” (SPB) mirando y su amigo le decía “parate de manos o te mato” y lo amenazaba con una faca. Que según Delia, el amigo estaba presionado por los penitenciarios para que lo desafiara a Sebastián. “Ellos hacen apuestas” remarcó César en línea con ella.
Delia explicó que el muchacho le clavó dos puntazos con la faca a Sebastián y que su hijo intentaba esquivarlos. Ella hacía la mímica del otro no como si tuviese una espada o un cuchillo, sino una lanza que sostenía por encima de su pecho, como si sostuviera una pala clavándola a la pared. “En ese momento – explicó Delia- alguien le alcanzó una faca a Carlitos y este le clavó (de la misma manera) un facazo al muchacho en el pulmón”. Yo rezaba para que no se muriera ese muchacho, le rezaba a San Expedito para que Sebastián no cargue con una muerte”. (…) “Yo vivo lo que mi hijo sufre adentro. No duermo pensando en que mi hijo pueda dormir esa noche, y que luego se despierte y esté vivo”.
Cuando fuimos a visitar a Sebastián, que se encontraba en un penal de mediana seguridad, hacía tiempo que Delia no iba. A sus problemas cardíacos se le sumaba una disputa con su hijo. Ya que una mujer del barrio (Susana) intentaba sacarle dinero a su hijo y él le solicitaba a Delia que vendiera la forrajera para dárselo a Susana, su novia. Delia asumía que la situación se daba por la desesperación de su hijo de tener un amorío después de varios meses de continuos traslados donde no había establecido relación alguna. Ella entendía por otras redes del barrio que Susana tenía otra pareja detenida en otro penal, y que incluso el hijo que esperaba hacer cargo a Sebastián era del susodicho. Interpretaba que su hijo era víctima de una manipulación. 
Lo importante de esa problemática era la forma en que aparecía el tiempo para cada uno. Mientras Delia reservaba la forrajera a pérdida, pagándole el sueldo a una mujer, estaba apostando a la libertad de Sebastián que, desde una mirada que sólo atisbaba el devenir de una semana, era capaz de vender una llave de porvenir bastante segura.
La visita en esa unidad no era como otras donde había entrado. Sebastián hacía dos meses que estaba allí y lo consideraba el mejor lugar en el que había estado luego de más de cinco años de traslados continuos. Las impresiones sobre la visita reflejaron algunas tensiones entre las necesidades de familiares y detenidos de construir un espacio de bienestar y las tensiones que median ese espacio: nos sentamos de espaldas a la pared en el patio de la escuela que se usaba para visitas los fines de semana. Sebastián llegó y se lo notaba tenso,
flaco, y con una alteridad solapada. Buscaba mostrarse tranquilo, tardaba en contestar y en mirar para hablar, como acostumbrado a no generar rispideces. Delia le había llevado más de mil pesos en mercadería, contando unas zapatillas. Sin haber podido entrar el grabador escribía sobre unas hojas sueltas.
Después de que Delia y él no lograran ponerse de acuerdo sobre la forrajera, comencé a preguntarle sobre la vida en la cárcel. Allí él era “limpieza” del patio, lugar al que salían tres veces por semana.
-El resto del tiempo qué hacen?
-Nada, uno no puede hacer nada.
- Es ocio –remarca Delia-, la nada, no trabajo, el tiempo se congela.
-Ni siquiera se trabaja para comer -dice él-.
A Sebastián le cuesta contar cómo vivió la cárcel a los 18 años, sus respuestas son frías y cortantes, síntesis de crueldad aprendida. Pasó por Olmos, Batán, Saavedra, y la 9 de La Plata. Le pregunté si se siente diferente al Sebastián de esa época y dice escuetamente:
-Soy más grande, hay que sobrevivir.
-¿Cómo viviste la cárcel?
-Puñaladas, traslados en calzoncillos. Te mojan, peleas por la carne, por un paquete de fideos o un pan. Aprendés a pararte de manos antes.

Conocí a Delia a partir de colaborar en el armado de una estrategia para sacar a Sebastián del penal del circuito del campo donde estaba y donde peligraba su vida. Lo que sigue es un relato extraído del registro de campo donde se pueden entender dos procesos. Por un lado la lógica que ya había relatado Delia sobre la generación de violencia desde los penitenciarios. Y por otra parte las necesarias relaciones y acciones para sobrevivir.
-En Bahía Blanca me metieron en una celda con un pibe que yo estaba mal. El jefe del penal me dijo que lo mate y me dio una faca así de grande [con las manos marca como medio metro]. El pibe había apuñalado al Jefe del penal. Ya lo había mandado a matar por otro en el patio y no habían podido. Cuando me encerraron con él hablamos y todo bien, fuimos y hicimos la denuncia en fiscalía. La denuncia la hizo el pibe gracias a que intervino la fiscalía federal.
-Y qué pasó?
-Me trasladaron a [nombra dos unidades del cono urbano]. Ahí estaba todo mal. En la [primera] había perdido todo, así que en la [segunda] rescaté algunas cosas. Acá llegué y me agarraron entre 12 con arpones. Yo peleé y me hicieron una puntada en la pierna.
En [la cárcel del campo] me había apuñalado antes, en la cabeza, en los brazos [me muestra las heridas cicatrizadas] y en la panza. Yo me había puesto la tabla de una silla en la panza pero la faca rompió la tabla y me pinchó igual.
En la nueva me quisieron sacar las zapatillas en Admisión [buzones]. Me agarraron entre 5 con las caras tapadas, menos uno. Me dieron puñaladas en los brazos, piernas y panza. Después ni importaron las zapatillas. Me vinieron a pedir disculpas después. “No sabíamos que te ibas a parar de manos” me dijeron.
Yo les peleé con una faquita así (5 cm) y ellos con facas largas. Les hicieron problemas por venirme a zarpar, porque yo tenía amigos arriba en los pabellones.

Las dos lógicas plasmadas a partir de los ejemplos relatados por Sebastián hablan de la necesidad de conformar un capital social de supervivencia, y un habitus de supervivencia.
Por un lado las relaciones sociales que hacen a la posibilidad de ser socorrido, “pedido” (cuando desde un pabellón se pide a alguien que está en buzones u otro pabellón) y protegido. Lo que implicará algún tipo de retribución en otra situación. 
El habitus será la tensión, el sentirse y saberse “bestia” de supervivencia; verse peligroso, temido, o sumiso. Forma de circulación, un modo de entender el tiempo y el espacio, formas de sentir los afectos y la confianza.





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