Tandil, Año 3 Nº
4, p. 220 – 257. Diciembre de 2010 – ISSN 1852-2459
“UN
PUNTO DE FUGA”. LA EDUCACIÓN EN CÁRCELES, APORTES DESDE EL TRABAJO SOCIAL
Leandro Kouyoumdjian y Mariano A. Poblet
Machado1
“La justicia es como las serpientes: sólo
muerde a los descalzos”
Monseñor Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de
San Salvador, asesinado en 1982
“No juzgues al árbol por sus frutos ni al
hombre por sus obras; pueden ser peores o mejores”
Borges,
J. L de Evangelios apócrifos
Palabras claves: Educación – Trabajo Social – Sistema penal –
Cárcel – Concepto crítico de Reinserción Social
1 Licenciados en Trabajo
Social, Universidad de Buenos Aires
2 Citado en Galeano,
Eduardo, Patas arriba. La Escuela del mundo al revés, México, Siglo XXI
Editores, México, 2004.
Introducción
La institución carcelaria suele ser asociada
exclusivamente a la violencia y las prácticas delictivas. En los discursos
hegemónicos que refieren a la cárcel no se mencionan los procesos educativos
existentes, y cuando se lo hace, también es a partir de miradas simplistas y
estereotipantes. Dicha discursividad refuerza la naturalización de la figura
del “delincuente”, y hace permanecer oculto la existencia de un sistema penal
que actúa mediante la selección y captura de los grupos más vulnerados.
Ante lo cual, nos proponemos reflexionar
acerca de los alcances y limitaciones que adquieren las prácticas educativas
desarrolladas en las instituciones de encierro, y los aportes posibles del
Trabajo Social al respecto. Analizando de qué manera la educación puede participar en la disminución
de los niveles de vulnerabilidad de los sujetos que constituyen el blanco del sistema penal punitivo.
El
presente trabajo consiste en una versión abreviada de la investigación final
realizada
por los autores al finalizar su formación de grado en la carrera de Trabajo
Social en la Universidad de Buenos Aires, la cual tomó como experiencia su
participación en el proyecto “Ave Fénix”3 perteneciente a la Secretaría de
Extensión Universitaria de la Facultad de Ciencias Sociales, que se desarrolla
en el Centro Universitario de Devoto (CUD) en la Unidad Nº 2, Cárcel de Villa
Devoto.
Antes de comenzar con el análisis, cabe
destacar que el tema que nos convoca ha sido muy poco explorado desde el Trabajo
Social. Existe una escasísima producción teórica al respecto, de manera que
anhelamos que este aporte contribuya y aliente al debate de un tema que suele
ser relegado y que, a diferencia de lo que pueda suponerse a priori, guarda una
estrecha relación con diferentes compartimentos de la disciplina.
3
Ave Fénix es un proyecto de intervención en cárceles que comenzó a implementarse en el mes de junio de 1997, desarrollando actividades con un
grupo de estudiantes universitarios privados de su libertad ambulatoria.
Definen como objetivos generales: transformar el imaginario social que existe
acerca de las personas privadas de su libertad ambulatoria; y aportar a la
construcción de nuevas modalidades de intervención profesional a fin de
replicar la experiencia en diversas unidades penitenciarias.
La Cárcel
“No
están en la cárcel todos los que cometen delitos sino los que son vulnerables
al poder punitivo”
Eugenio
Zaffaroni
En
el presente apartado nos referiremos primero a las características selectivas del
sistema penal y su relación con la reproducción del orden social. Luego analizaremos
como se incluye la institución carcelaria dentro del sistema penal para desarrollar
una función específica. Por último hablaremos de los efectos que produce la cárcel
en las personas que han pasado por ellas.
Si comenzamos por este apartado, es porque
nos permite realizar un acercamiento gradual al complejo escenario que nos
convoca el análisis. Pero sobre todo, porque consideramos necesario poder
problematizar la cárcel, para intentar hacer estallar de entrada aquellos
prejuicios que impiden pensar a la persona privada de su libertad desde la
perspectiva de sujeto de derechos.
Lo selectivo del sistema penal
¿Qué
es robar un banco comparado con fundarlo?
Bertolt Brecht
El modelo neoliberal instalado a partir de
los '80 impregnó a la sociedad de inseguridades. Los clásicos soportes
identitatarios reconocidos en la integración a través del trabajo y la
inserción institucional fueron destruyéndose uno a uno, aumentando consigo la
desigualdad y generando nuevas y más extremas expresiones de la cuestión social
(Daroqui y Guemureman, 2006). La disminución y desmantelamiento de políticas públicas
por parte de este modelo vino acompañada con un aumento del gasto policial y penal.
Así como se disminuyeron los recursos en educación, salud y asistencia social, paralelamente
se produjo una expansión del sistema penal en su conjunto y dentro de este una
considerable expansión del subsistema carcelario.
Como bien señala Wacquant, a la atrofia
deliberada del Estado social corresponde la hipertrofia distópica del Estado
penal, la miseria y la extinción de uno tiene como contrapartida
directa y necesaria la grandeza y la prosperidad insolente del otro
(Wacquant, 2000; 88). Wacquant demuestra como el discurso de “tolerancia cero”
fue constituyéndose en un programa político para instaurar un determinado
ordenamiento social, para lo cual analiza el proceso que se inicia en
Estados Unidos a partir de la implementación del modelo neoliberal, y
que luego se va expandiendo por diferente latitudes. Una muestra de lo acontecido en el país del norte es que en la década de 1960 la
demografía penitenciaria de los Estados Unidos tenía una tendencia hacia la baja,
y que por entonces el debate en cuestión era el “desencarcelamiento”, las penas
sustitutas y reservar el encierro sólo para los casos de extrema
peligrosidad (que históricamente ha representado cerca del 15% de la
población penitenciaria). Y es a partir de los años 80 cuando la curva
de población carcelaria comienza a ascender vertiginosamente.
Como dato de lo acontecido en nuestro país
en los últimos años en materia penitenciaria, las cárceles de la provincia
de Buenos Aires han dado una basta demostración de cómo en tiempo de crisis
económica se busca resolver los conflictos sociales de manera autoritaria y
represiva. La provincia de Buenos Aires en el año 1999 constataba 13.190
personas privadas de su libertad, pasando a tener en el año 2004 un total de
30.414, lo cual registra un brutal crecimiento superior al 100%4.
Lo
que las cifras mencionadas expresan no es el fracaso de un modelo sino
su estrategia.
Lejos de contradecir el proyecto neoliberal
de desregulación y extinción del sector público, el ascenso del Estado penal
constituye su reverso, porque traduce la puesta en vigencia de una política de
criminilización de la miseria que es el complemento indispensable de la imposición
del trabajo asalariado precario (Wacquant, 2002; 102).
En
lo que respecta a su actuar, el Estado penal presenta un conjunto de características
que le son estructurales, las principales son su selectividad conforme a estereotipo,
su violencia, y su efecto reproductor de la violencia. Esta selección criminalizante suele operar
en función de estereotipos criminales alimentados con toda clase de prejuicios
(clasistas, sexistas, racistas, etc.). Como sabemos, las personas apresadas
pertenecen a los sectores más vulnerados de la población que, a su vez, son representados
como “peligrosos”. En Estados Unidos son los negros, en Europa los inmigrantes,
y en Argentina los jóvenes de los sectores populares.
La gran mayoría de las personas detenidas no
están presas por haber cometido ilícitos graves, puesto que hay personas que
han cometido delitos tan o más graves que ellos. Estos, en definitiva, están presos por llevar "cara" de
delincuentes (caracteres estereotípicos) (Zaffaroni, 1991: 52). Son estas
características personales las que determinan que se dirija contra ellos la
"empresa moral" de la criminalización, sin cuya acción no se pondría
en movimiento el ejercicio del poder punitivo. Esto es válido para la gran masa
de la población penal, la cual está integrada por infractores contra la propiedad
y en los últimos tiempos, y en forma creciente, por pequeños distribuidores o vendedores
y consumidores de tóxicos prohibidos. “Todos sabemos que esa gran masa de
presos no ha cometido los ilícitos más graves que han tenido lugar en nuestro
país, pues todos conocemos los nombres de personas que sí lo han hecho y a
veces con mayor daño material que la suma de todos los delitos convencionales
contra la propiedad, pero no podríamos proporcionar sus nombres pues
resultaríamos procesados por delito de calumnias. Esta es la más elemental
prueba empírica de que no es la gravedad de los ilícitos cometidos lo que
determina la prisonización, al menos de la gran masa de clientela habitual de
nuestras prisiones” (Zaffaroni, 1991: 52).
Los
referidos estereotipos son los instrumentos selectivos que usan los segmentos
policiales y judiciales del sistema penal y que determinan la prisonización de la
cual debe hacerse cargo el segmento penitenciario. De éste último nos referiremos a continuación.
La cárcel como un subsistema dentro del
sistema penal.
"Lo
carcelario 'naturaliza' el poder legal de castigar, como ´legaliza´ el poder
técnico de disciplinar"
Michael
Foucault, Vigilar y Castigar
La
cárcel tiene un sentido, el de ser la institución que alberga a aquellos que
selectivamente
el sistema penal ha determinado encarcelar y encerrar. El sentido político de
la cárcel está ligado al lugar que adquiere en tanto subsistema dentro del sistema
penal, y éste como productor y ejecutor de las políticas penales que “justificarán,
desde diferentes miradas, la pena y, con ello, quiénes deberán padecerla a fin
de garantizar y dar continuidad al orden social dominante” (Daroqui, 2000:
106).
Poder
develar el sentido político de la cárcel, implica ampliar la mirada e
inscribirla como integrada a la estrategia de producción y reproducción del
orden social.
Como bien apuntaba Foucault en Vigilar y
Castigar: “la prisión tiene la función de separar los ilegalismos de la
delincuencia" (…) "la penalidad sería entonces una manera de
administrar los ilegalismos, de trazar límites de tolerancia, de dar cierto campo
de libertad a algunos, y hacer presión sobre otros, de excluir una parte y
hacer útil a otra; de neutralizar a éstos, de sacar provecho de aquéllos. En suma la penalidad, no reprimiría simplemente
los ilegalismos, los “diferenciaría”, aseguraría su “economía” general. Y
si se puede hablar de una justicia de clase, no es sólo porque la ley misma o
la manera de aplicarla sirvan los intereses de una clase, es porque toda la gestión
diferencial de los ilegalismos por la mediación de la penalidad forma parte de esos
mecanismos de dominación" (Foucault, 1983: 277)
La cárcel como institución se funda en la
privación de la libertad y se construye sobre tres pilares fundamentales: a) el aislamiento
como desterritorialización y reterritorialización en un nuevo espacio; b)
el espacio panóptico como método de vigilancia constante; c) en un tiempo
que será instrumento de modulación de la pena.
A partir
de estos mecanismos, se constituye la tecnología penitenciaria que ha tenido históricamente
por "misión" la vigilancia y el castigo, hacer funcionar dispositivos
disciplinarios con el propósito de construir sujetos dóciles o, aún más,
transformar al "sujeto delincuente" en "objeto de intervención
penitenciaria" (Daroqui, 2000: 108).
Esta intervención penitenciaria tiene como
correlato, aún suponiendo que la ejecución de la pena transcurriere en
condiciones dignas de detención, graves y diversas consecuencias sobre la
persona.
Lo que la cárcel hace del hombre
“…estaba
en el pabellón tomando un mate cocido, compartiendo charlas con otro compañero,
y de repente me gritan “Libertad, libertad” y la gente empieza a aplaudir. Y de
pronto me tienen que sacar y me sacan. De golpe se abre la puerta y uno se encuentra... ¿dónde estoy? Llovía, estaba todo oscuro, me llevan con lo puesto.
No sabía donde estaba. Le pregunto a una mujer donde estaba [la calle] Beiró.
Me dijo para allá, y empecé a caminar. Empecé a caminar, empecé a caminar, bajo
la lluvia. Y cómo será la marca que a uno le queda… que empecé a correr. Empecé
a correr, necesitaba correr. No sea cosa que fuera un sueño y resulta que me
despertara de vuelta adentro. Así que empecé a correr, corrí, corrí, corrí… y
bueno, yo vivo en Belgrano, y así llegué a mi casa.”
Ex
detenido y estudiante del CUD, en documental No ser Dios y cuidarlos.
En el nivel de lo individual, el encierro
propio de las instituciones totales produce profundos efectos en la persona
detenida. Desde una perspectiva psicosociológica,
Goffman entiende a la cárcel como un tipo de institución total, definiendo por
tal a aquellas instituciones como “un lugar de residencia, trabajo, donde un
gran número de individuos en igual situación, asilados de la sociedad por un
periodo apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria,
administrada formalmente” (Goffman, 1984: 13).
El funcionamiento de este tipo de
instituciones se instrumenta mediante la organización
burocrática de conglomerados humanos.
Las Instituciones Totales presentan las siguientes características: a) todos
los aspectos
de la vida (dormir, alimentarse trabajar, recrearse, entre otros) se
desarrollan en el mismo lugar y bajo la misma autoridad única. A su vez, estas
actividades están sometidas a una vigilancia casi constante; b) Cada etapa de
la actividad diaria se lleva a cabo en la compañía inmediata de un gran número
de otros a quienes se da el mismo trato y de quienes se requiere que hagan las
mismas cosas juntos; c) Todas las etapas de las actividades cotidianas están
programadas. Se imponen desde la autoridad y mediante un sistema de normas
formales explícitas, que integran un solo plan racional concebido para el logro
de los objetivos de la Institución; d) Existe una escisión entre un grupo manejado
(“internos”) y un grupo supervisor (“personal”). Estos grupos constituyen dos mundos
social y culturalmente distintos (aunque suelen compartir el mismo nivel
sociocultural).
Dentro de
los efectos en la persona privada de su libertad, podrían mencionarse: a)
La despersonalización: mutilación del Yo, pérdida de antiguos roles, desposeimiento de toda propiedad e inclusive de su apariencia, clasificación y
estigmatización; b) La individualización: fragmentación, obstaculización
de la conformación de grupos; c) La uniformización: desconocimiento de
las particularidades, regimentación, las mismas acciones son realizadas por
grandes grupos humanos en un mismo tiempo y espacio; d) La pérdida de la
autonomía: ruptura de la relación habitual entre el actor y sus actos, obediencia
a reglas y permisos impuestos por la institución -aún en la realización de actividades
menores-, asunción de una rutina diaria ajena a sus deseos; e) La pérdida de
intimidad: vigilancia minuciosa y permanente de los actos de la vida
cotidiana, condicionamiento en las posibilidades de ejercicio de su sexualidad.
En conjunto, todos estos procesos, hace que
las personas privadas de su libertad sufran un proceso de pérdida de la autonomía
y la autodeterminación. Comienzan a vivir una situación que podríamos llamar “infantilización”, en donde sus cuerpos
y voluntades se encuentran bajo supervisión del personal penitenciario,
quedando a la espera de las indicaciones, ordenes y autorizaciones de estos.
Los
procesos identitarios que se producen en el encierro, refuerzan a los detenidos
en ese lugar de “indeseables” sociales que habitualmente ya poseían antes del ingreso
a la institución; asegurando la operatoria de la expulsión social. Esta asignación y refuerzo de roles
estigmatizantes es posible por la legitimidad/poder del que goza la violencia
institucional penitenciaria, que suele representar una continuidad –esta vez mucho
más violenta– de las acciones destinadas a sujetos determinados por sus condiciones
objetivas de sobrevivencia tanto psíquica como física. Este poder que encierra y desubjetiviza provoca en los cuerpos y
discursos una serie de efectos que perduran en los detenidos más allá del
“secuestro” físico. Estos efectos que sufren las personas privadas de su
libertad, continúan presentes al recuperar la libertad, transformándose en
“estigmas” que llevan en sus cuerpos y personalidades (Goffman, 1984: 88).
La Educación en la Cárcel: Una Institución
dentro de otra institución
En el presente apartado comenzaremos
contando, resumidamente, la historia del
Centro Universitario de Devoto y el Programa UBA XXII, dando cuenta del proceso
en que la Universidad se inserta en la cárcel. Posteriormente realizaremos
una breve definición del concepto de educación
que adoptamos, para luego abordar dos paradigmas contrapuestos en la forma
de concebir a la educación en los contextos de encierro, y de cómo la opción
por uno u otro cambiará el sentido de las prácticas educativas en la cárcel.
Centro Universitario de Devoto
“Este
es un espacio de libertad y de crecimiento intelectual único en el mundo; es un
lugar de resistencia a la opresión”
Rubén,
estudiante del CUD
(Rubén, estudiante del CUD, citado en
Rodríguez, Carlos, “Pabellón universitario”, Diario Página/12, 10 de
septiembre de 2006, Bs. As.
(http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-72767-2006-09-10.html)
El
Centro Universitario de Devoto (CUD) fue creado en 1985 a partir del programa
UBA XXII, mediante la firma de un convenio interinstitucional entre la Universidad
de Buenos Aires y el Servicio Penitenciario Federal. Se implementa de este modo un programa de
estudios universitarios en cárceles del Servicio Penitenciario Federal, que
siendo con modalidad de cursada en la propia cárcel es una experiencia única en
el mundo.
Actualmente en el CUD funcionan las
facultades de Derecho, Ciencias Económicas, Ciencias Sociales, Psicología, y
Ciencias Exactas; el Ciclo Básico Común; el Programa UBA XXII, y el Centro
Cultural Ricardo Rojas. Dentro de la órbita del CUD, se realizan también
distintas actividades no vinculadas directamente con la formación académica y
curricular de las carreras que se cursan allí. Resulta relevante tener en cuenta
que la experiencia del CUD, es sumamente importante, no solo porque permite a las
personas detenidas la posibilidad de cursar una carrera de grado, sino por el
esencial sentido político que implica el ingreso de la universidad en la
cárcel.
Asimismo, han pasado ya más de dos décadas
desde la creación del CUD. Por lo que resulta necesario mencionar algunos
aspectos relevantes en términos político institucionales, que luego serán
retomados y analizados a lo largo del trabajo.
Los
objetivos fundantes del programa UBA XXII expresados en el CUD, fueron
promover
la igualdad de oportunidades, la circulación del conocimiento, la producción de
un intercambio en el marco de relaciones de respeto y reciprocidad y
constituirse en un enlace con el afuera. Es necesario preguntarse con qué
fuerza son hoy sostenidos aquellos lineamientos, después de casi veinticinco
años de iniciada la experiencia.
Las
disputas constantes que se dan entre el CUD y el Servicio Penitenciario,
demandan
una mirada atenta hacia todas aquellas estrategias de cooptación, que tengan por
objetivo no sólo limitar y obturar este programa sino aquellas destinadas a
sumarlo a la lógica carcelaria (Daroqui, 2000: 118). Es una constante, y la
historia del CUD da cuenta de ello, que la tecnología penitenciaria pugne por
inscribir la lógica carcelaria a todas aquellas relaciones sociales y
actividades que provengan no sólo de parte de las personas detenidas, sino
también de los diversos actores de la sociedad civil que ingresan a la cárcel
con objetivos diferentes a los que se sostienen desde el control, el disciplinamiento
y el castigo.
Así
es que en el tratamiento penitenciario, tanto la educación como el trabajo no son
reconocidos en ningún reglamento o normativa como derechos que deben garantizarse,
sino actividades e instrumentos de normalización y moralización, como parte de
la estrategia evaluadora que clasificará y sancionará los niveles de adaptación
o resistencia a la propuesta institucional carcelaria.
En
lo que respecta específicamente a la educación, la lógica del tratamiento
penitenciario
es poder reducir las prácticas educativas a lo punitivo-premial. El paradigma punitivo-premial
es, quizá, la herramienta más idónea para lograr ese “buen gobierno” de la
cárcel. Dicho paradigma
consiste en instalar la posibilidad de negociación que permite a las personas
detenidas adherir a propuestas tratamentales, entre ellas la educación, a
cambio de reducir su tiempo de encierro. De esta manera, la tecnología
penitenciaria se asegura la “resocialización” del preso y mantiene el “buen gobierno”
de la cárcel. De dicha forma, se obstruye la posibilidad de generar condiciones
donde los sujetos puedan reconocerse como portadores de derechos. Se naturaliza,
a partir del ingreso a la cárcel, el hecho de considerarse simultáneamente “sujetos
evaluables” y “sujetos devaluados” en sus derechos (Daroqui, 2000: 118).
En
consecuencia, este complejo escenario atravesado por la institución carcelaria vuelve
imprescindible poder problematizar acerca del “por qué” y “para qué” del
acto educativo.
¿Qué es la educación? (arrimando una
definición)
“La necesidad de saber para transformar la
realidad es tan vieja como la
humanidad misma. Pero, a partir de un
determinado momento, ese saber se fue complejizando” (Braslavsky, 1991).
Desde los inicios de la modernidad, se han
ido
planteando diversas posturas en relación con la educación. En oposición
a las teorías idealistas pedagógicas de su época, Durkheim fue quien propuso
a la educación como un hecho social, un conjunto de prácticas e instituciones
sociales expresando que “la educación es la acción ejercida por
las generaciones adultas sobre aquellas que no han alcanzado todavía el
grado de madurez necesario para la vida social…” (Durkheim, 1993: 56) consistiendo
en una socialización metódica de la joven generación.
A lo largo del siglo XX diversos campos de
las llamadas Ciencias de la Educación se han abocado al estudio de los
particulares aspectos de los procesos de enseñanza y aprendizaje que tienen
lugar en la educación, tales como la didáctica y la pedagogía en sus diversas
corrientes; los aspectos ontológicos y políticos de la educación, desde la filosofía
de la educación y las políticas educacionales; los procesos de socialización y subjetivación
que la educación supone, desde la sociología y la psicología de la educación,
dando lugar también a diferentes clasificaciones en torno a la educación formal,
no formal, para adultos, popular, permanente, en contextos complejos.
Sin ser la intención de este trabajo
profundizar sobre cada uno de estos desarrollos, a modo de síntesis podría
plantearse a la educación como aquella “práctica social intencionada y
reflexiva, que comprende procesos de enseñanza y aprendizaje, en torno a
ciertos conocimientos y saberes, contextuados histórica, política e institucionalmente,
que suponen procesos de socialización y subjetivación particulares” (Caballero
y otros, 2009).
La educación en la cárcel: dos perspectivas
Una de las principales particularidades de
la ejecución de instancias educativas en contextos de encierro es el funcionamiento
de una institución dentro de otra institución. Esto hace que se pongan en
juego: lógicas institucionales, prácticas y marcos normativos diferentes y, por lo
general, opuestos.
Como hemos visto en el apartado anterior, el
disciplinamiento, la vigilancia y el castigo son los elementos que rigen el
funcionamiento de la institución carcelaria para poder “gobernar” a las
personas detenidas. En tanto que las instancias educativas, es de suponer,
promueven desde el encierro procesos en donde lo que se busca es el desarrollo
integral de la persona.
En
consecuencia, tanto más entrará en contradicción la lógica de la seguridad y la
lógica de la educación cuanto más crítico sea el espacio “cedido” por la cárcel
para la educación de la persona detenida. De esta manera, el CUD en tanto universidad,
promoviendo el pensamiento crítico, es visto como amenazante para quien
necesita controlar y hacer gobernable la cárcel. Así lo manifiesta uno de los entrevistados:
“El estado no se dio cuenta y se creó un
espacio donde poder progresar la mente, en el camino que uno quiere. Porque no
se dieron cuenta del espacio que crearon, de lo que pasa cuando se juntan la
gente acá. Entonces dicen, ¡uy! Atenta contra nosotros. Y ahora, por eso ahora
están tratando de desmantelarlo”.
La cárcel necesita establecer un statu
quo con los presos en forma de lograr un "orden" mínimo que haga
controlable la institución. Ese statu quo que caracteriza a la cárcel no
es estático, puesto que frecuentemente lo alteran las variables impuestas por las
políticas de otras agencias del sistema penal: se reduce o aumenta la población
detenida, se modifica su calidad en razón de la edad, la procedencia social, se
reducen o aumentan los medios materiales y humanos, se construyen o cierran
edificios, etc. (Zaffaroni, 1991: 40). En tal sentido, el factor más sensible
de alteración del statu quo es la introducción de población penal capaz
de cuestionar las normas establecidas por la institución.
Podemos identificar dos maneras
contrapuestas de concebir la educación para las personas privadas de su libertad. Una remite
a la educación de manera terapéutica, una especie de “cura”, un
dispositivo eficaz que permita la reinserción social de la persona que ha transgredido la ley. La otra
concibe a la educación como un derecho que debe ser garantizado para las
personas detenidas, y tiene como horizonte el desarrollo integral de la
persona.
Los discursos “re”
“…
Descartar los discursos “re” no significa en modo alguno optar por la ilimitada
inflicción de deterioro a los presos, como pretenden las tendencias
autoritarias, sino dejar de lado lo que se ha convertido en un mero pretexto,
para
optar por lo único que es posible: tratar la vulnerabilidad, que es la causa de
la criminilización”
Zaffaroni,
Raúl
Existe una perspectiva filosófica adoptada
fundamentalmente por el tratamiento penitenciario que contiene una serie de
conceptos tales como “reintegración”, “readaptación social”, “reinserción social”,
“reeducación” o “resocialización”, entre otros, los cuales abundan en el ámbito
carcelario.
Todos
estos conceptos constituyen una idea sistémica, a la que refieren los discursos
“re”. El mensaje implícito de estos discursos, es que algo ha fallado y
requiere una segunda intervención (Zaffaroni, 1991: 38).
Este tipo de enunciados no es propiedad
únicamente del sistema carcelario, sino que se encuentra fuertemente arraigado en la
discursividad de diferentes actores: en los docentes, en los proyectos
institucionales educativos de las escuelas con sede en cárceles, en algunos
trabajos académicos, en los medios de comunicación, etc.:
"El objetivo central que persigue este
Gobierno es que el Sistema Penitenciario logre y tenga como objetivo la
reinserción social de quienes están privados de su libertad"
“Atilio
Alterini, decano de la Facultad de Derecho de la UBA, destaca el bajísimo porcentaje
de reincidencia de los estudiantes del CUD frente al del resto de los internos
del sistema”
“Por
eso creemos que sería necesario que se reanude desde arriba el diálogo con el
Centro Universitario de Devoto. Porque para la sociedad lo más importante es
cómo sale el preso a la libertad. Tiene que salir nuevo. Recuperado para
siempre. Las cárceles deberían cambiar el nombre y llamarse Institutos de
Recuperación.”
Así
vista, la educación se transforma en una herramienta dentro de los fines de la cárcel,
o sea, una metodología para obtener los objetivos “re”. “La educación se desentiende
en tanto derecho que posibilita el desarrollo humano para pasar a ser una tecnología
más de la máquina carcelaria” (Daroqui, 2000: 114).
Si tomamos como ejemplo al CUD, podemos ver
que la mayoría de las veces que se hace mención al mismo se señala
rápidamente el siguiente dato: entre los estudiantes del Programa se registra
una tasa de reincidencia menor al 3% -cuando el promedio general en el Servicio
Penitenciario Federal ronda el 70%-. Dicho discurso también es incorporado por
los mismos detenidos:
“El estudio hace que los chicos quieran
hacer las cosas bien, la gente que pasó por el CUD, sólo el 2% vuelve a la cárcel.
Y los que pasan todo el día en el pabellón, el 70% vuelve a la cárcel, o algo
por el estilo. Pero con la educación se busca sacar a los chicos de la delincuencia”
La educación como la cura de un mal: “Es la
única manera que se puede mejorar el tema. Si a mi me cambió, puede cambiar a
cualquiera”
Pensar
la educación en las cárceles a partir de los datos mencionados
anteriormente
en relación a la reincidencia del delito, casi como ecuación matemática, no
sólo puede resultar erróneo sino también peligroso. Erróneo porque esos datos comparativos
no consideran que es una minoría “privilegiada” de la población carcelaria, la
que cuenta con los niveles educativos y trayectorias de vida acordes que le permiten
acceder a la educación universitaria, y que dichos recursos, adquiridos previamente
a su paso por el CUD, son los que también se ponen en juego en la vida postpenitenciaria.
A su vez, esta forma de pensar algo reduccionista, sin proponérselo, conlleva
el peligro de centrar la mirada en las carencias educativas como las causantes de
la trasgresión a la ley por parte de los individuos, dejando en segundo plano
el funcionamiento de carácter selectivo del sistema penal y los niveles de
vulnerabilidad que atraviesan a la inmensa mayoría de las personas que se encuentran
detenidas.
Como señala Daroqui, es un error que la
Universidad Pública busque como logro de su inserción dentro de la cárcel la no
reincidencia de los presos que pasaron por ella. Si se busca encausar al desviado, se cae
nuevamente en la obsesión correccional, la cual considera que el encierro, el
castigo y el sufrimiento, cumplen una función “terapéutica” que “normalizará” y
“reintegrará” “seres dóciles” a una sociedad victima e inocente (Daroqui, 2000:
146).
La
educación como un derecho
“Si
saber no es un derecho,
seguro
será un izquierdo”
Silvio
Rodríguez, El escaramujo
Retomando la definición de educación
planteada al principio de este apartado, resulta fundamental relacionarla con el
planteo de Francisco Scarfó, cuando refiere a la vital importancia que
adquieren las prácticas educativas en contextos de encierro: “la educación
constituye un componente insoslayable en la construcción social y coproducción de
subjetividad, ya que ella tramita el abordaje de conocimientos, distribuye el
capital cultural, socializa y asocia saberes, incorpora actores, recuerda
mitos, teje vínculos con lo desconocido, con el conocimiento, con los otros,
con el mundo. La educación, así entendida, se hace un imperativo de
inscripción, de construcción de identidad, de pertenencia y de lazo en las
sociedades humanas. La educación es un derecho que hace a la condición del ser
humano. Y al poder concebirla en tanto derecho adquiere mayor relevancia dentro
de la cárcel porque, en tanto tal, se la puede reclamar, se la puede exigir” (Scarfo, 2003: 10).
Quien no reciba o no haga uso de este
derecho pierde la posibilidad de pertenecer a la sociedad, a participar de
manera real y constituirse en un ciudadano que haga uso de sus derechos y
cumpla con sus deberes a favor del desarrollo de la sociedad.
Como
bien menciona Daroqui, no es posible plantear que la educación pueda
tener
una lógica de cura, de tratamiento, como una intervención sobre la manera de pensar
del otro. La educación es
una herramienta más, aunque es probable que para algunos, dentro de la cárcel, sea muy significativa. Es probable
que para otros sea una forma de
sobrevivir dentro de la prisión. Para
Daroqui, uno de los objetivos que debería plantearse el Programa UBA XXII es
ayudar a sobrevivir, limitar los niveles de degradación, de indignidad. No
puede afirmarse que el Programa tenga como único objeto evitar la reincidencia,
principalmente porque no se “puede enseñar a vivir en libertad desde el
encierro” (Daroqui, 2000: 148). No puede pensarse la educación únicamente desde la no reincidencia,
ya que estudiar puede ser un proyecto positivo para un interno, pero probablemente una vez en libertad su futuro
no tenga relación con la
Universidad. Los motivos por los cuales alguien comete delitos exceden a
quienes hayan estudiado o no. Y la evidencia está en la existencia de personas
procesadas por cometer delitos, como ser ex ministros y ex presidentes, con
títulos universitarios.
Resulta importante señalar que el acceso a
la educación en los establecimiento penales, entendido como un derecho, actúa
como garantía de la condición de ser humano para aquellas personas que alguna vez
han delinquido, y una posibilidad cierta de “reducción de su vulnerabilidad
social” que, a partir del encierro, se profundiza mucho más.
El Trabajo Social en la cárcel (y viceversa)
En el presente apartado nos referiremos a
las diferentes perspectivas que puede asumir el Trabajo Social dentro del ámbito
penitenciario y, más específicamente, en su relación con las prácticas
educativas desarrollada en contextos de encierro. La práctica profesional dentro del sistema
penal punitivo configura un escenario particularmente complejo, atravesado por
diferentes lógicas y principios, en el cual la manera particular en que
interviene el Trabajo Social reclama de una reflexión constante. En dicho
escenario, se vuelven hegemónicos los principios de seguridad y control,
limitando seriamente la autonomía del ejercicio profesional, de manera que resulta
imprescindible poder interpelar el rol que hegemónicamente se le es asignado a la profesión, a fin de poder construir una intervención fundada en la perspectiva
de sujetos de derechos.
El
paradigma positivista de la rehabilitación social es el que continúa vigente en
el discurso penitenciario. La cárcel se concibe como una institución resocializadora,
para lo cual construye un tratamiento penitenciario “científico” y así procura
"invitar" a otros saberes a participar en esta tarea. Éste es el
lugar asignado para las diferentes disciplinas, así el trabajo social se suma a
la medicina, la psiquiatría y la psicología con un objetivo claramente
terapéutico. De esta manera, el sistema penitenciario se convierte en una
suerte de “hospital que tendría la función de curar al delincuente mediante un
tratamiento adecuado” (Daroqui, 2000; 117).
Dicha concepción, puede ejemplificarse
mediante el accionar del personal del Servicio Penitenciario Federal encargados de
realizar estas tareas de resocialización mediante el trabajo de la sección
denominada “Tratamiento Penitenciario”. Dicho tratamiento consiste en: “el
conjunto de actividades terapéutico asistenciales dirigidas a la reeducación y
reinserción social de los penados, contemplando aspectos voluntarios y
obligatorios”. Los objetivos que busca dicha sección son: “hacer del interno
una persona con la intención y la capacidad de vivir respetando la Ley Penal,
dicho tratamiento es individualizado y programado de acuerdo a las
características personales de cada interno, e integrado por un conjunto de
acciones que le brinden oportunidades de cambio observables en la evaluación de
su evolución” (…) “buscando la modificación de aquellos aspectos o rasgos de la
personalidad directamente relacionados con la actividad delictiva y la
violación de la ley penal. Los límites que se le impongan serán los necesarios
para que, a medida que internalice las pautas de conducta, que le permitan la
convivencia pacífica y plena, se acerque paulatinamente a la libertad, con el apoyo y la contención
institucional”.
Los
profesionales encargados de realizar dicho “tratamiento”, muy probablemente
sin saberlo, terminan transformándose en “administradores de la violencia del
poder”, en la medida en que se limitan a permitir mediante su acción técnica,
aparentemente reparadora y no violenta, “la perpetuación de la violencia global”,
que es aquella que permanece oculta en la sociedad (Basaglia, 1972). Tales acciones
de tratamiento y resocialización terminan siendo acciones que buscan preparar a
los individuos para que acepten sus condiciones de objetos de violencia.
A decir de Foucault, podemos considerar estas prácticas profesionales como parte
de lo que denomina “control técnico de la detención”, es decir, el
ejercicio de una capacidad técnica para la implementación de la declarada
función correccional de la institución (Foucault, 1983: 275). En este tipo de
rol asignado por la institución carcelaria, el trabajador social se inserta en
una agencia de control social duro que atiende “la demanda social de tutela
sobre la criminalidad”, a través de un proceso supuestamente “correctivo” (y,
en este sentido, pedagógico) pero, a toda vista, meramente represivo (Pavarini,
2003: 23).
Ahora bien, la intervención desde el Trabajo
Social puede sustentar o interpelar dichas construcciones. Para ello, toma
fundamental relevancia una reflexión ético – política por parte del colectivo
profesional, que pueda construir nuevas modalidades de intervención, orientando
su práctica en la construcción de valores como: la igualdad, la libertad, la
justicia, la autonomía (Iamamoto, 2002: 97).
A tal fin, el Trabajo Social debería tomar a
su cargo un arduo y difícil trabajo de deconstrucción, tanto al interior del ámbito
carcelario como en la realidad extramuros.
A partir de lo cual, generar la “posibilidad de buscar puertas de salida
o líneas de fuga en relación a estratificaciones sociales opresivas”
(Carballeda, 2002:15), por lo que entendiendo al sistema carcelario como una de
las formas de materialización de la exclusión se busca visibilizar aquellas
cuestiones que el sistema hegemónico naturaliza interpelando a las relaciones
de poder que se muestran a sí mismas como inmodificables.
Cuando
el Trabajo Social puede intervenir en la cárcel desde una perspectiva crítica,
se constituye en una herramienta que contribuye a deconstruir aquellos
discursos estigmatizantes. Le devuelve a la persona detenida, su condición de
ser humano, lo reconoce como portador de derechos. Genera los espacios en donde
los detenidos puedan manifestarse con voz propia. Para lo cual, resulta
imprescindible que el trabajador social pueda construir una visión de totalidad
que trascienda la manera fragmentada en que se presentan los problemas, para
así poder desarrollar una intervención fundada en los principios
éticos-políticos. Y en tal sentido, el campo que abre las prácticas educativas
en contextos de encierro constituye un terreno sumamente propicio para realizar
intervenciones en esa dirección.
Como hemos visto en el primer apartado, la
inmensa mayoría de las personas detenidas pertenecen a los sectores más
vulnerados del cuerpo social. Si se resigna a la construcción de una
perspectiva crítica, y se adopta un tipo de intervención inmediatista del problema, se corre el riesgo de considerar a los espacios educativos como la cura
de las prácticas delictivas, y en consecuencia, si consideramos a la
educación como una garantía para que la persona no vuelva a delinquir una vez
recuperada su libertad, estaríamos cayendo en aquellas concepciones
voluntaristas que individualizan los problemas sociales. De nuestra parte proponemos construir una visión de totalidad que recupere
la complejidad del tema en cuestión, generando una concepción en donde la educación
se incluya en los procesos que permitan disminuir los niveles de vulnerabilidad
de las personas privadas de su libertad. En consonancia con Mallardi, se trata
de una intervención socio-educativa, lo que consiste en promover en el sujeto
una actitud crítica frente a su realidad, cuestionándola y repensando sus
condiciones materiales de existencia en sí mismas y cómo estas se relacionan
con la totalidad en la cual se inscriben (Mallardi, 2004).
El sujeto de la educación en la cárcel:
preso-estudiante
“…el
estudiante preso se resiste a ser tomado como preso en la prisión; no
puede ser capturado integralmente como preso en la prisión en
la que está apresado. El estudiante preso, si bien está preso, no
es preso -voluntad única del actual sistema carcelario- sino estudiante.”
Ignacio
Lewkowicz, El malestar en el sistema carcelario
En el presente apartado analizamos como son
significadas las prácticas educativas por parte de la persona privada de su
libertad. Lo cual implica poder dar cuenta de cómo la persona detenida va
reposicionándose subjetivamente ante el encierro y la institución carcelaria.
Veremos los diferentes usos y sentidos que se le otorga a los espacios
educativos, y cómo la participación en los mismos configura un proceso complejo
en donde se resignifican diferentes aspectos de la personalidad y la vida cotidiana
en la cárcel.
Los diferentes sentidos y usos de la educación para
la persona privada de su libertad
“Cuando
estoy acá, no siento que estoy en la cárcel.”
Entrevista
a estudiante del CUD
Anteriormente hemos visto las
características de la institución cárcel y sus efectos devastadores sobre la persona, su
devenir en objeto del tratamiento penitenciario. Ahora es momento de analizar
cómo a partir de la participación en los espacios educativos la persona
detenida puede reposicionarse para habitar la cárcel.
Hace
algunos años, Ignacio Lewcowicz, construyó el concepto de las instituciones galpón.
Una metáfora para nombrar situaciones en que la subjetividad supuesta para
habitarlas no está forjada, las personas no cuentan con las herramientas y
habilidades necesarias para enfrentar la situación. Un galpón es
un recinto a cuya materialidad no le suponemos dignidad simbólica. La metáfora
del galpón nos permite nombrar lo que queda cuando, en verdad, no hay
institución. “Lo que hay es una aglomeración de materia humana sin una tarea
compartida, sin una significación colectiva” (Lewcowicz, 2004; Cap. 6). O bien,
en palabras de una persona detenida: “Acá hay de todo, tenés personas
inocentes, otros que se mandaron la suya. Hay gente buena, gente mala, como en
todos lados. Pero… esto es un depósito de carne humana”.
Las cárceles de la miseria de la que nos
hablaba Wacquant en el primer apartado. La cárcel como el lugar a donde se
dirige lo residual, lo sobrante de una sociedad para que sea de alguna forma
administrado. Mientras tanto, los detenidos a la espera de que finalice su
condena, permanecerán en el galpón hasta que no se configure activamente una
situación.
A
partir de las entrevistas realizadas, pudimos ir observando de qué manera los espacios
educativos en la cárcel configuran un lugar que permite la construcción de nuevas
formas de subjetivación. Se genera un espacio con reglas de juegos propias, en gran
medida diferentes, por ejemplo, a las reglas que rigen en el pabellón. Estas
nuevas estrategias de subjetivación, a su vez, devienen en diferentes formas de
concebir los espacios educativos dentro de la cárcel.
Las motivaciones que inicialmente llevan a
las personas detenidas a participar en los espacios educativos, tienen una matriz
eminentemente instrumental. En un principio, la educación es vista simplemente
como algo que permite alcanzar otros beneficios.
Difícilmente podría ser de otra manera si
tenemos en cuenta que la trayectoria educativa de las persona detenidas en
relación a los estudios formales es de un nivel muy bajo, y en algunos caso
nulo. De manera que en ocasiones la educación es significada en forma
negativa:
“Hay muchos que te dicen: `Yo no estudiaba
en la calle, menos voy a estudiar estando en cana´. Es así, esos no bajan a
estudiar ni a palos”.
Los que no tienen ese rechazo inicial, o
bien logran superarlo, se acercan a los espacios educativos en búsqueda de un
beneficio en particular, ante lo cual la educación es un medio para alcanzarlo.
De manera que, por lo general, en un comienzo el acceso a la educación se da
buscando un beneficio que la trascienda:
“La verdad no te voy a mentir, empecé bajando [a estudiar] por la reducción de la pena”.
“Cuando te llaman de la junta correccional
te preguntan: ¿usted esta haciendo algo?
¿Trabaja? ¿Estudia? Por eso empecé a
estudiar”
Recordemos que en el segundo apartado, hemos
visto cómo el funcionamiento del paradigma punitivo premial, instala la
posibilidad de negociación que permite a la persona detenida adherir a
propuestas tratamentales a cambio de reducir su tiempo de encierro. De manera
que, más allá de la percepción singular que pueda poseer cada detenido, es el
propio marco institucional quien promueve y alienta tal subjetividad.
Es a partir del paso del tiempo, de realizar
un proceso, que las personas detenidas se van a ir identificando
gradualmente con las prácticas educativas de diferentes maneras:
“…no fue de un día parar el otro, fue con el
tiempo. Me fui enganchando con el estudio”
Empieza a existir un interés por lo que
brindan los espacios educativos. Si en un principio se accedía a la educación sabiendo
que, por esa vía, se estaba intentando acceder a otra cosa, luego de un tiempo
de participar en las actividades educativas la persona detenida comienza a
vincularse con el conocimiento:
“Estudiar te da otra perspectiva de las cosas,
te ayudar a entender mejor”.
“A mi el estudio lo que me aporta es
experiencia. Me ayuda a evolucionar, a abrir la mente, a ser un poco más… más
sutil, ¿viste? A abrir la cabeza respecto a conocimientos académicos y como
estudiante. Pero después, también a un modo de encarar las situaciones de vida,
los modos de ser de la personalidad de uno. Te desembrutece, porque la cárcel
por si sola embrutece a la persona. La educación te hace pensar, entonces vos
cuando vas a pensar, analizás las cosas. Y decís hay cosas que no la tenés que
volver a ser, por que ya está, ¿viste?”
“…un montón de cosas me aportó. El estudio
te hace cosas, te da entendimiento. Te da otro manejo para las cosas de la
vida, se piensa más, uno no se engancha en el bardo de una”.
Estos
discursos, creemos, deberían leerse en relación a la manera en que
contribuyen
a la reducción de la vulnerabilidad, de la que hablamos en el apartado primero.
No se trata acá de la investidura moral de los discursos “re”, no se trata de
una cura. Se trata en todo caso de una fortaleza, de adquirir la fuerza
potencial que da el conocimiento para reducir la vulnerabilidad ante la
selectividad de ese sistema penal que vigilia y captura. De posicionarse de
otra manera. A esta “nueva perspectiva” que abre la educación, a este
“desembrutecimiento”, “entendimiento”, proponemos verlo desde la mirada de la
reducción de la vulnerabilidad. Vale aquí insertar un relato de Raúl Zaffaroni: “Hay quienes aprender a fundar el banco,
hay quienes aprenden a fundirlo, y hay quienes aprenden a asaltarlo. Son
entrenamientos diferentes, tres tipos de técnicas diferentes. Y obviamente, ¿a
quien van a captar? Al estúpido. Al más torpe, al que no tiene el entrenamiento
para hacer algo mas elaborado, refinado... Funciona así porque es mucho más
simple sorprender a alguien por `portación de cara´, a alguien que va `vestido
de ladrón´ y roba.”
Este discurso de un trato humano reductor de
vulnerabilidad sería bastante realista en la intención de convencer acerca
de la conveniencia de que la persona detenida egrese con menos "cara de
ladrón" y con una disposición interna menos dispuesta a ofrecerle esa
"cara" a la selectividad del ejercicio de poder punitivo (Zaffaroni,
1991: 39).
Otra manera en que también es vivenciado el
CUD es como un lugar de encuentro. La cárcel aísla a cada uno en su pabellón,
no sólo impide el lazo con los vínculos de afuera, sino también impide algunos
lazos con el adentro. El CUD los reúne:
“es un lugar que te podes encontrar con
gente de otros lados. Porque es muy difícil acá [en la cárcel] no nos juntan a
todos los pabellones, y entonces tenemos un lugar de encuentro. Yo tengo un
amigo en planta 6 y, sin embargo, no lo veo, tengo que bajar directamente al CUD
y tratar de verlo, hablar de la familia (…) Porque hay gente que tenemos un
vínculo afectivo en común, ¿entendés?, fuimos amigos de otros lados, en la
calle y esas cosas, con eso vínculos también te podés encontrar acá [en el
CUD]”.
“Tengo
la buena y la mala suerte, de conocer gente que en anteriores condenas nos
hemos cruzado, y que acá nos juntamos, charlamos en este lugar”
Acceder
al CUD también permite tener relaciones con otras personas que posibilitan
incrementar el “capital social” dentro de la cárcel. Asistiendo al CUD se puede acceder al
contacto con otros presos de mayor jerarquía al interior de la cárcel, a relaciones con otros agentes del
Servicio Penitenciario, o por ejemplo, acceder al contacto directo con personas del ámbito judicial para hablar
sobre la propia causa:
“Acá tenés mas de una puerta abierta a
varios lugares… Por ejemplo, yo acá, cuando fue la fiesta de Ave Fénix de los
10 años, tuve la oportunidad de hablar cara a cara con el juez de instrucción.
Y en otro momento si yo saco una audiencia justificando una entrevista personal
no me la van a dar. Sin embargo en los 10 años de Ave Fénix yo lo tuve ahí y pude
hablar con él cara a cara. O sea que es una puerta abierta a muchas cosas”
También al interior del CUD, existen
diferentes formas de entender la participación. Sobre todo, entre quienes
asumen una participación más activa en las formas de organización política del
CUD, existen conflictos de intereses:
“Hay gente que no lo mira [al CUD] como
nosotros lo miramos, algunos lo miran como que quieren estar acá y tener, esto,
esto y aquello y lo toman para la política... Y no lo toman como algo que es
para ayudar al otro… Acá lo que falta, yo pienso… es más unión. En vez de tener
el poder equitativamente y poder luchar para afuera, no, es luchar para tener
el poder acá”.
También parte de ese entramado entra en
complicidad con los objetivos y funciones de la institución cárcel. El
preso-estudiante universitario al servicio de hacer gobernable la cárcel:
“Acá hay otros presos que tienen poder. Y
que quieren centralizar el poder acá nomás. Lo que buscan es un acomodo,
política. Hay mucho egocentrismo, egoísmo. Quieren manejar la cosas… acá el
Servicio Penitenciario necesita personas para que manejen esto y que esté todo tranquilo,
que no haya ninguna cosa. Y esos mismos que tiene el poder son los que le pasan
el dato al SPF y son los que están con el SPF corte amigo ¿me entendés? En vez
de pasarle mas cabida al preso que es el que quiere luchar, participar”.
Es interesante detenerse aquí, en este tipo
de relaciones que también forman parte del CUD, ya que nos hemos encontrado,
en diversos artículos y notas periodísticas, que se presenta al CUD
caracterizado por la ausencia de conflictos, con miradas teñidas de un
fuerte romanticismo: un espacio a donde van a estudiar los presos “buenos”, donde
reina un clima de “armonía” y “cooperación”, y en donde se forman profesionales
“honestos”, futuros “trabajadores”. Al menos en el mundo de lo social, todo
romanticismo deviene en ficción. Reconocer que el CUD también es un espacio donde
existen disputas de poder, relaciones de fuerzas, intereses diversos, es, a la
vez, reconocer la capacidad de acción de los agentes, en este caso, presos.
Lo que queremos remarcar es que tales
conflictos son, en buena parte, consecuencia
de lo que los propios espacios educativos permiten generar: pasar de ocupar la
cárcel a habitarla.
De este pasaje y sus derivaciones, nos
referiremos a continuación.
Un derecho “llave”: en la cárcel, la
educación abre puertas
“El problema es saber qué es lo que podemos hacer con
lo que han hecho de nosotros”.
Jean
Paul Sartre, Los caminos de la
Libertad
Ser
ocupante de un espacio remite a la idea de "galpones", ser habitante,
en cambio,
implica la determinación de un espacio y un tiempo. Habitar deviene estrategia de
subjetivación (Lewkowicz y Sztulwark, 2003). Allí donde el encierro es tomado como
condición, la educación puede habilitar un espacio de libertad, no para "rehabilitar"
para la vida post-penitenciaria, sino reconociendo un derecho constitutivo para
ser persona. El estudiante
preso se resiste a ser tomado como preso en la prisión; no puede ser capturado
integralmente como preso en la cárcel en la que está apresado.
El
estudiante preso, si bien está preso, no es preso, voluntad única del actual
sistema carcelario, sino estudiante (Lewkowicz, 1996: 26).
En
las entrevistas realizadas pudimos visualizar que el paso por el CUD les permitió
a las personas detenidas resignificar algunas dimensiones de su personalidad y vida
cotidiana. El ejercicio de la educación en la cárcel aparece como un derecho vinculante.
La educación actúa como un derecho “llave”, ya que “abre” el conocimiento de
otros derechos inherentes al desarrollo de la persona (Scarfó, 2003: 5). En los
entrevistados pudimos observar en qué medida los espacios educativos permitían confrontar
los efectos despersonalizantes de la cárcel.
En
el primer apartado hemos visto que la prisión se funda en la privación de la libertad,
y se construye sobre tres pilares fundamentales: tiempo, espacio, aislamiento.
Proponemos ahora pensar la experiencia del
CUD en relación a estos tres pilares. La resignificación de los mismos, serán
fundantes de nuevas dimensiones subjetivas de las personas detenidas y de la
vida cotidiana en la cárcel.
En la cárcel, lo que está detenido también,
y sobre todo, es el tiempo. Para poder construir una nueva
cotidianeidad en la vida carcelaria es necesario apropiarse de alguna forma del
control del tiempo. La privación de la libertad plasmada en un sistema de encierro
carcelario implica mucho más que la prohibición de circular. El precio que hay que
pagar por el delito cometido es un quantum de tiempo de la propia vida,
tiempo del que se apropia el Estado (Foucault, 1992: 251). Pero con la Universidad en la cárcel, el tiempo del preso es ahora el
tiempo del estudiante:
“Quería hacer algo en el tiempo que iba a
pasar detenido. Que no sea un tiempo muerto”.
“Quería salir del pabellón… yo quería hacer
algo para no perder el tiempo. Al saber de la posibilidad de estudiar, yo
quería aprovecharlo”.
A
ese tiempo robado por el Estado, el preso-estudiante se lo apropia:
“…tenés que darte tu tiempo, para no
saturarte, porque si querés hacer todo no vas a poder hacer todo, en algún
momento vas a tener algún bajón, por h o por b. Te saturas a vos mismo…Una vez
un profesor me dijo, no me olvido más: la meta es de 1 a 10, vos estas en el 0
en este momento, no importa si hiciste 2, 3, 4, 5. Vos arrancas. No importa si
hiciste 5, 6 o 10. Si hiciste 10, mejor. Pero si hiciste 2 vas a mirar para
atrás y te vas a dar cuenta que estas más cerca de llegar al punto 10, y te vas
a dar cuenta de lo que hiciste, que vas avanzando”.
La manera de apropiarse del tiempo, no solo
se remite al presente. También, permite ver sus efectos en la construcción
de un hipotético futuro, abre la posibilidad de planificar y trazar objetivos,
es decir, pensar en el tiempo que vendrá:
“Porque acá te planteas objetivos a largo
plazo. En vez de estar en la cárcel drogándote, encapsulado, estas estudiando,
tratando de crecer, de avanzar. En estos tres años que estoy estudiando me fui
desarrollando, empecé a estudiar. Cuando estaba en Marcos Paz al principio era
poder estar un poco mejor ahí, en un pabellón un poco mas cheto que dentro de
lo malo, estas mejor. Después era poder irme para Devoto, me vine para acá y
ahora estoy acá. Y yo analizo que mi próximo paso es a la calle, ¿me entendés?
Y ahora en un año y medio, mas tarde dos, voy a estar en la calle”.
Cuando el preso se da su tiempo,
avanza. Cuando está en la Universidad no está detenido. Se desplaza. Aunque siga estando
entre rejas, ahora ocupa otro espacio:
“Cuando estoy en la universidad, siento que
estoy en la calle. Cuando vuelvo al pabellón recién siento que estoy en la
cárcel nuevamente”.
“Estás en cana pero no estás, ¿me entendés
lo que te digo…? Estás y no estás”.
Un nuevo espacio, un nuevo territorio. Y, en
consecuencia, hay nuevas relaciones. La Universidad en la modalidad del CUD
permite que de lunes a viernes los profesores entren a la cárcel a dar clases,
a romper el aislamiento.
En el tiempo carcelario el afuera se
desvanece y el adentro se expande. Busca imponer que solo el adentro exista, que el
afuera no cuente (Nari y otros, 2000: 27). Los profesores cuando van a la
universidad llevan la calle a la cárcel, para que se expanda:
“…de
repente en el pabellón siempre estas con las mismas personas y cuando bajás acá
estás con otra clases de personas, aparte vienen profesores que vienen de
afuera. Te instruyen, te dan energía, a pesar de que uno a veces esté
bajoneado, ¿no? Un poco de energía para decir que uno está vivo, y ahí afuera
hay gente que hace cosas por otra gente…”.
Que se desvanezca el aislamiento permite la
generación de nuevas relaciones sociales:
“…es importante el trato con los profesores.
Acá no es que venimos, estudiamos por nuestra cuenta, y subimos al pabellón.
Acá vienen y estamos con los profesores, charlamos con ellos, nos dan la clase,
compartimos un espacio... eso es muy importante”.
En
las entrevistas se reiteraban los discursos que dan cuenta de que, a partir de la
participación en los espacios educativos, la vida cotidiana en la cárcel se
resignifica.
Que el proceso de enseñanza sea presencial
no solo favorece al proceso de aprendizaje y transmisión de los contenidos
de las materias. Sino que también, es a partir de ese intercambio, de esa
interacción, donde aparecen nuevos símbolos, nuevas palabras, ideas, debates:
“La mayoría [de los profesores] son
accesibles. A veces en la clase se arman algunos debates, al que le gusta
hablar es a Parchuc. Cuando toma el tema de Foucault, de la cárcel, del control
y la represión de la sociedades... Justo ayer estábamos con un capítulo de
Foucault, ahí saltaron opiniones de todos lados”.
Nuevas
dimensiones comunicativas, estando adentro se dialoga con el afuera. Las
palabras se multiplican, el lenguaje de la tumba se abre. La vida
carcelaria produce la anormalización del lenguaje (Valverde Molina, 1997: Cap.
4). La educación incorpora lenguaje, da palabras para significar el mundo. De
alguna manera, de nuestro nivel de desarrollo lingüístico se desprenden no sólo
nuestras posibilidades de comunicarnos con los demás, sino también nuestra
capacidad de reflexión y de pensamiento. El lenguaje tumbero también da
palabras para significar un mundo, el mundo de la “tumba”. No importa ahora
realizar un análisis valorativo de ese tipo de lenguaje que, de hecho, podría
ser caracterizado por su ingenio y originalidad para sustituir una numerosa
cantidad de significados por otros. Tampoco interesa acá la vieja dicotomía
entre el lenguaje “popular” y el lenguaje “elaborado”. Lo que nos importa analizar
ahora es la principal característica del lenguaje tumbero: demarca el
adentro de un afuera. Segrega. Se encuentra orientado más a producir poder al
interior de la institución cárcel que al desarrollo y liberación de la persona
oprimida por esa misma institución. Lo que importa es la distancia existente
entre el lenguaje tumbero y el que utilizan las instancias socializadoras y
culturales extramuros. En este sentido, el lenguaje se convierte en otro
elemento más de exclusión, de marginación, además de ser una característica
importante de ese “sistema social alternativo” que es la cárcel y que, cuando
salga, va a dificultar su capacidad de comunicación interpersonal.
También
en las entrevistas nos fuimos encontrando con discursos que hacían
referencia
que a partir de un proceso desarrollado en el CUD habían logrado cierto distanciamiento
de las prácticas violentas. Ante el medio hostil que construye y envuelve
permanentemente la cárcel, ante su estructura poderosa, la persona privada de su
libertad se encuentra indefensa, su vulnerabilidad se acrecienta al ritmo del
proceso de prisionización. Para poder mantener los niveles mínimos de
autoestima, sobrevivir a las relaciones violentas ejercidas tanto por las
autoridades carcelarias como de otros presos, se ve obligado a autoafirmarse
ante ese medio hostil. Esta autoafirmación agresiva es una forma
de supervivencia (Valverde Molina, 1997: Cap. 4). La autoafirmación agresiva se
manifestará ante la institución como así también en las relaciones
interpersonales con los otros detenidos. En un entorno violento todo se vuelve
violento, y quienes, por capacidad de liderazgo o por fortaleza física, se encuentran
en condiciones de dominar a los demás, lo van a hacer.
Las
personas que han pasado por el CUD manifiestan haber alcanzado cierto
distanciamiento
con las habituales disputas propias de la vida del pabellón. Por ejemplo, anteriormente
un episodio conflictivo que inevitablemente tenía como inmediata consecuencia
una pelea o agresión física para con un otro, ahora ese conflicto está mediado
por un pensar que ayuda a entender:
“Estudiar te da otra perspectiva de las
cosas, te ayudar a entender mejor. Yo por ejemplo antes era un pibe que por
cualquier boludez me calentaba y ya me quería agarrar a piñas por algo. Ahora
ya no, a veces en el pabellón veo que se empiezan a discutir por boludeces y ni
me engancho, digo mirá por que boludez se armó semejante bondi (conflicto,
pelea)”.
Ese
entendimiento permite marcar cierta distancia, posicionarse ante la vida carcelaria
del pabellón desde otro lugar:
“Es diferente. Te explico, cuando venimos
acá (al CUD) son la 9 de la mañana y cuando llegamos allá (al pabellón) son las
6 de la tarde. O sea que pasamos la mayor parte del tiempo acá. Cuando llegamos
allá, tenés tiempo para bañarte, comer y acostarte. No te colgás a ver que pasa
en el pabellón, que onda con este, que este es nuevo, que quiere cambiar la
política, no tenés tiempo de eso. No tenés que estar atajándote, de que este es
nuevo o que te cambie la política, ¿me entendés lo que te quiero decir? Ya
estoy en otra yo”.
Otro aspecto importante, que permite la
educación es contribuir a recomponer los vínculos interpersonales que la cárcel deteriora. El deterioro en las
relaciones interpersonales, sobre todo las del entorno más inmediato, tiene
repercusiones en la vida cotidiana en la cárcel, como así también jugarán un
papel importante al concluir la condena. En relación a los vínculos familiares
los entrevistados expresaron:
“A mi familia le gusto que pueda estudiar. Y
se dan cuenta que estoy construyendo un proyecto para cuando salga”.
“Los familiares y amigos, se ponen
contentos, porque saben que para uno es un progreso”.
“Mi familia y mis amigos se asombran, no es
común de donde yo vengo que alguien vaya a la universidad, y menos para uno que
esta en cana... Es un ejemplo también para mi hija, porque creo que se pueden
modificar algunas cosas. Los estudios son importantes, hoy en día vas y hablás
con otra persona y sabés como relacionarte, y que también le podés transmitir a
tu hijo. El otro día estaba con mi hija y le estaba explicando sobre la
fotosíntesis, sobre todas esas cosa, por eso los estudios sirve”.
Estas
situaciones, reflejan también la manera en que las prácticas educativas
contribuyen
a fortalecer la vida emocional de las personas detenidas, ya que debemos tener
en cuenta, que las relaciones con los familiares es uno de los aspectos más
difíciles de sobrellevar durante el periodo de condena.
Por último, en lo que respecta a la
percepción de cómo incide la educación en la vida post-cárcel, los entrevistados no
ubicaron a la educación como la principal vía para la inclusión social. Desde
sus perspectivas, la principal
alternativa a las prácticas delictivas pasan por el acceso al empleo:
Yo quisiera tener la “oportunidad”, poder
tener un trabajo, y que te alcance parar mantener a tus hijos (…) Yo ahora
estoy dentro de un sistema que es chiquitito pero cuando este afuera voy a estar
en un sistema que entra todo, es un gran sistema. Y en ese gran sistema tenés
que encontrar la “oportunidad” de poder trabajar, y eso es
difícil, y mas difícil es para nosotros”
Tiene
mayor incidencia el estigma que recae sobre los presos que los certificados
de estudio que puedan exhibir:
“vos de acá podés salir con muchos títulos
[acreditar estudios formales] pero eso a nadie le importa, nosotros somos una
minoría (…) Por ejemplo, vos sos un empresario, ¿me contratás a mí?, ante el
primer problema, el primer choreo, ¿a quien le vas a echar la culpa? Al que
tiene antecedentes: “ah, fulano, no se le va mas la manía”.
“... mayormente te juzgan, te prejuzgan
mucho. Cuando vas a pedir trabajo te dicen que no. Con la mano en el corazón,
¿si vos tenés una empresa, vas a contratar a un chorro? No. Entonces lo malo
viene por ahí, te prejuzgan mucho. Es la sociedad”.
Consideraciones finales
En
toda sociedad, existe un discurso hegemónico que produce
clasificaciones distinguiendo
un “nosotros” de un “otros”. Las personas que constituyen el blanco del sistema
penal punitivo representan al grupo de los “otros”. Según datos oficiales, en nuestro
país por cada persona muerta por un delincuente en asaltos violentos (“inseguridad”)
mueren siete cómo víctimas de accidentes de tránsito (“seguridad vial”).
Sin
embargo, el tratamiento que se le da al problema de la “seguridad vial” no es
el mismo que al de la “inseguridad”, ya sea por parte de los medios masivos de comunicación
como por parte de los discursos institucionales dominantes. Por lo que se ve,
lo que define la magnitud de un problema no es la cantidad de víctimas que lo padecen,
sino la manera en que una sociedad identifica a su enemigo, el rechazo
al otro diferente. Sobre los “delincuentes”, los “marginales”,
los “jóvenes villeros”, recae un estigma que pone en el olvido los derechos que
le son vulnerados, y lo niega en su condición de persona.
Cuando
ese “otro diferente” (que como hemos visto a lo largo del trabajo, se caracteriza
por su vulnerabilidad) es capturado por el sistema penal, la institución carcelaria
comienza a desplegar todo lo que de ella se reclama: castigo. Una vez cooptado
por el sistema carcelario, la persona detenida es cosificada, considerada como objeto
moldeable y, por ende, incapacitada para tomar decisiones. Se deconstruye su
humanidad para legitimar la intervención penitenciaria.
Ante
eso, cuando la educación penetra en la cárcel permite interpelar aquellos discursos
estigmatizantes. Le devuelve a la persona detenida su condición de ser humano,
lo reconoce como portador de derechos. Propone espacios en donde los detenidos
puedan manifestarse con voz propia, genera las condiciones que posibiliten reconocerse
como sujeto.
De
manera que resulta vital la existencia, y expansión, de las instancias educativas
al interior de la cárcel. Pero no por eso, debemos dejar de problematizar acerca
del sentido y propósitos que deberían tener dichas intervenciones. El ejercicio
de las prácticas educativas desde concepciones erróneas, pueden conllevar
consigo el peligro de retroalimentar el estigma sobre las personas que han sido
privadas de su libertad. Esto es, lo que consideramos, sucede con los discursos
“re” que hemos analizado en el trabajo.
Es
tan necesario defender los espacios educativos en la cárcel, como a la vez, poder
seguir problematizando acerca de sus alcances y limitaciones. Como hemos visto la
educación no es ninguna garantía para que la persona que delinque, una vez cumplida su condena, no vuelva a hacerlo. De lo contrario estaríamos cayendo en
aquellas concepciones voluntaristas que individualizan los problemas sociales.
Las posibilidades de incluirse socialmente para quien termina de cumplir una
condena no pasan por los efectos “curativos” de la educación sino
principalmente por el acceso a otros derechos fundamentales, principalmente el
empleo. Y en tal sentido, no existe al día de hoy, ni políticas
sociales ni una institucionalidad capaz de dar respuestas a este problema que atraviesan las personas al egresar de la
prisión.
Por nuestra parte, proponemos ver a las
prácticas educativas, y a la intervención desde el Trabajo Social en ellas, desde un
lugar potencial. Ante los muros de la
cárcel, mediante la fuerza del conocimiento, la educación genera una grieta. Instaura
un punto de fuga, cuyo devenir dependerá del impacto singular que haya
provocado el paso por la Universidad en la persona detenida, y guardará
relación con los niveles de vulnerabilidad que lo atraviesen. Lo que dichos
espacios proponen es la construcción de nuevas formas de subjetivación, que las
personas detenidas puedan resignificar sus diferentes experiencias para empezar
a construir un proyecto de vida deseable.
En
el presente, a pesar del fracaso evidenciado por la institución cárcel en relación
al objetivo que pregona, “la rehabilitación del delincuente”, la maquinaria carcelaria
goza de muy buena salud. Más y más cárceles reclama el discurso hegemónico, y
más y más cárceles se siguen construyendo en el mundo. Mientras tanto, creemos,
el rol de los cientistas sociales, los que no intervienen directamente en
ellas, será hacer que cada vez la pueblen menos gente. Y para los que sí trabajamos en ellas, hacer que quienes la
padecen puedan de alguna forma resistirla, habitarla, de alguna manera
hacer menos cárcel de la cárcel.
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